Crear la realidad
No hay posibilidad de vida humana
sin mito.
De manera tradicional asociamos el
término “mito” con las narraciones de la antigüedad helena y a las tradiciones
similares que aparecen en otras culturas. Relatos donde se establece la causa
del existir universal. Con ellos no sólo se explica al universo: se le da
orden; da un modelo para la vida actual del ser humano.
En nuestro tiempo, el mito se
encuentra desacreditado bajo esta acepción. El cristianismo primero,
obsesionado con calificar de farsa aquellos discursos que no pudo o no quiso
asimilar, y la ideología surgida de la Ilustración después, que desestimó como
falso todo aquello que se escapara a una lógica primaria y empírica, provocaron
su descrédito. A tal grado está estigmatizado el discurso mítico, que en gran
parte de los idiomas europeos es sinónimo de mentira, engaño y superstición.
Nos creemos fuera del discurso
mítico, pero el mito, como toda realidad que se imbrica con el universo todo,
está presente en toda nuestra vida, inadvertido. Ni siquiera sospechado.
La religión de occidente, el
cristianismo, se cuidó mucho de distinguirse de los cultos mitológicos de las
culturas cercanas. Se insistía en la realidad histórica del crucificado y en el
origen nebuloso de otras tradiciones.
Esta diferencia me parece menos
esencial de lo que a los cristianos de aquellos primeros años insistían. La
existencia histórica de Cristo es evidente a cualquier creyente, pero aun si
los datos ajenos a los evangelios son fidedignos, nada puede probar su
resurrección. Así, la creencia central del cristianismo, como la de todas las
religiones, es verosímil, pero no incuestionable. Es una fe. Esa es su gloria
y, a los ojos de algunos, no la mía, su miseria.
De la misma manera, la existencia
del Buda, por ejemplo, a los ojos de muchos creyentes es un hecho histórico.
Pero en su caso, apenas si esa vida interesa. Lo que importa es su mensaje, el
cual, por muy lógico que pueda parecer, exige un cierto grado de
convencimiento.
Empero, se señalará que hoy la
ciencia ha arrebatado los atributos que antiguamente pertenecían a la religión.
Que las verdades que hoy defendemos sí son ciertas e indiscutibles.
No hay nada menos indiscutible que
nuestras certidumbres, empero.
La ciencia en efecto tiene un método
que hace ineludible la experimentación, con lo que provee de certidumbres
empíricas. Sin embargo, la manera en que se interpretan tales datos,
inevitablemente queda fuera de cualquier tipo de ensayo.
Por ejemplo, en años recientes, el
descubrimiento de la existencia de las llamadas “neuronas espejo” ha sido
expuesto como la “explicación” de la empatía, y por tanto, la puntilla final a
la idea de alma.
Sin embargo, en realidad esto no es
más que una interpretación posible. Otra sería que el alma se vale de
mecanismos biológicos para manifestarse. La razón de que nos parezca más
“seria” la primera de estas elucidaciones no se debe a un juicio lógico, ya que
no existe mayor lógica en una de estas ideas que en la otra. Tampoco se trata
de “pruebas empíricas”, ya que no hay forma de comprobar experimentalmente si
las neuronas espejo son mecanismos que emplea el alma para exteriorizarse o no.
¿Cuál es la razón, entonces, de que
creamos una de estas interpretaciones y no la otra?
Llana y simple fe.
Se debe a que esa es la imagen de
mundo, el mito, que le ha dado razón a nuestra civilización moderna. Para el
mundo moderno, el universo ha aparecido sin razón ni motivo, de la nada y sin
nada que lo precediera. Un mecanismo vacío donde la única razón es la razón
humana.
¿Hay razones para pensar tal cosa? En realidad, no. Hay evidencias que hacen lógica tal idea, pero que podrían, de nuevo, ser interpretadas en otro sentido. Todo lo que toca el ser humano lo interpreta desde y para su cultura. Una visión que puede juzgarse. Pero el mito no se juzga; se profesa.
Sin embargo, no seamos injustos. La
ciencia no es el único mito que existe en
nuestra sociedad, si bien es casi incontestable que es el más influyente
y categórico, ya que una buena parte de otras mitologías son o se pretenden derivados
—bastardos las más de las ocasiones— de él.
La nación, la raza; la lucha de
clases; el progreso. Todas esas palabras e ideas son construcciones puramente
humanas que no tienen una realidad empírica a pesar de que para justificarse
hayan recurrido con cierta terquedad al supuesto amparo de la ciencia.
Empero, esos discursos son los que
han dado rumbo y contenido a las vidas y sueños de millones a los largo de los
tres pasados siglos.
Era inevitable: la vida humana
precisa de mitología para justificarse.
Nadie escapa a este juicio. En algún
momento de nuestra vida, todos hemos sentido orgullo, por ejemplo, del país
donde hemos nacido sin reflexionar qué es lo que lo hace distinto de otras
naciones. Las personas de todas partes son igual de valiosas; viven, se
enamoran, sufren y ríen. La nación no es más que una quimera que permite unir a
una comunidad política.
Ese mito no ha sido inútil. Ha dado
forma a historias; ha provocado guerras, pero también inspirado sueños y luchas
por la dignidad de miles. Nadie es inmune a su influjo, por más que en realidad
la nación de cada uno se reduce a un puñado de lugares dispersos en los jardines
de la memoria, donde cada uno de nosotros deja sus retratos.
La lucha de clases es una realidad
comprobable; no lo son las interpretaciones que de ella se derivan. Lo mismo
podemos decir de la variabilidad fenotípica entre los pueblos, así como su diversidad
cultural. De ella deducir la existencia de razas o culturas superiores hay una
diferencia que sólo la fe y el mito llenan.
Sin embargo, estos que he mentado
hasta este momento representan los ejemplos más perversos del mito. No es mi
intención repetir la idea común acerca del mito, que lo juzga como fuente de
perjuicios y que insta a abandonarlo en pos de una existencia “liberada”.
Esa supuesta existencia libre
inevitablemente es un mito más. Esto se debe a que al ser humano le resulta
imposible vivir sin mitologías, pues solo merced a su discurrir el mundo
adquiere dirección y sentido. La razón engendra cadenas de sentidos a
situaciones que la realidad discontinua muestra separadas o, mejor todavía,
inevitablemente enlazadas de formas que somos incapaces de concebir en su
totalidad.
La razón discrimina, escoge y moldea
un mundo que sea habitable para cada uno de nosotros. Al hacerlo, crea un orden
del discurso, único orden posible como casa del hombre. Pensar es, en sí,
crear mitologías.
La razón de que los mitos de nuestro
tiempo que he presentado hasta este punto sean tan destructivos —con la honrosa
excepción de la ciencia, la cual sólo cuando ha sido utilizada en nombre de
otros discursos espurios ha resultado intolerante— es que se trata de mitos
públicos; surgidos en unión con el Estado; con las Instituciones encargadas de
uniformar y ordenar. Mitos mutilados que llamamos ideologías.
Releo apenas este último párrafo y
me desdigo. La razón de que estas ideas se hayan presentado como creadoras de
crímenes no se debe en su origen a haber sido utilizadas por un Estado. El
problema inherente estos mitos es que se exhibieron como verdades universales y
únicas. La universalidad lleva a la ambición totalizante: o se comparte la
verdad o se la niega. La unicidad de la verdad lleva, por su parte, a la
negación de todo aquello fuera de ella.
El Estado fue sólo lo que hizo
posible el ejercicio de un poder patibulario al que el carácter de ciertas
culturas derivó inevitablemente sus certidumbres. Individuos o pueblos
enteros que vieron en los otros no sólo a hombres inferiores, sino a enemigos
que debían someterse, evangelizarse; educarse o exterminarse. Todo en pos de
defender la verdad de sus mitos.
La idolatría por nuestras
certidumbres parece, de entrada, ineludible en toda creencia. La idea de que
nuestras certidumbres son únicas y las únicas verdaderas nos parece inevitable.
Aunque es verdad que resulta muy
difícil imaginar certezas que no compartan estos terribles rasgos, eso se debe
a que vivimos en culturas centralizadas donde nos hemos acostumbrado desde
antes de nuestro nacimiento a concebir la realidad como algo que está dado de
antemano. La verdad para nosotros algo que se descubre, que se revela; algo
preexistente, único y que puede ser descubierto por un grupo de personas que se
situarán, por supuesto, en una posición de privilegio con respecto a los demás.
Esa es una de las justificaciones de
la división social de la que nace el Estado: un grupo de personas se adjudica
la posesión de una verdad a la que los demás no pueden acceder. Una verdad
superior; única.
Esto no es, sin embargo, común a
todos los mitos engendrados (o mejor; revelados) por el hombre.
No es necesario recurrir a
evidencias antropológicas en este momento. Mucho se ha escrito acerca de las
muy distintas concepciones de la verdad en las culturas orientales o en las
culturas animistas. Poco se ha dicho de otras, muy diversas, mitologías que
están presentes en la vida moderna occidental y que inevitablemente han forjado
nuestro carácter; nuestra forma de pensar y de ver el cosmos. Nuestro ser en el
mundo.
Recurramos, pues a la idea de nación,
una de las más criticadas por mí. Advertiremos entonces que antes de haber sido
instituida por el Estado moderno fue una emoción común a todos los hombres.
Todos nos sentimos unidos con la tierra en la que hemos crecido; con aquellos
otros que han compartido esas experiencias; con ese espacio y esa historia que
hemos vivido. Es un sentimiento tan ancestral como el ser humano y en realidad
no tiene nada de pernicioso por sí mismo.
La diferencia entre ese sentimiento
de pertenencia y vínculo con la moderna idea de nación es muy grande. Y la
diferencia estriba en que la nación moderna es una institución que se impone al
individuo. El ciudadano es desde pequeño adoctrinado si no para amar, sí para
respetar y obedecer unas fronteras que en realidad poco significan para él pues
no ha crecido en esa abstracción, ese cúmulo de realidades, costumbres,
imágenes, encasilladas en con el nombre de un país; en una realidad intangible
llamada nación.
Ya que no es posible imponer el
amor, sí lo es adiestrar en la obediencia. Ya que no es posible construir una
imagen única con ese cúmulo de realidades que engloba cada nación, habrá que
recurrir a signos e imágenes inmutables: himnos, banderas, juramentos.
Sin embargo, el sentimiento de
pertenencia no se refiere únicamente a la realidad tangible. No es sólo una
geografía; unos edificios; unas fronteras territoriales. Va mucho más allá: es
un imaginario colectivo: una cultura, unas costumbres, una herencia compartida.
Por ejemplo, recientemente he visto
abundantes dibujos animados, programas y películas estadounidenses. A pesar de
haber crecido con estos programas, pocas veces antes había advertido la
cantidad de referencias a la imagen que ese país tiene del pionero.
Los estadounidenses tienen en esa
imagen uno de sus mitos fundadores. El hombre que va en pos de la felicidad y
que lucha contra los elementos para llegar a ella es innegablemente portadora
de una gloria propia.
No está de más señalar, por
supuesto, los prejuicios que de ella provienen, sobre todo cuando se advierte
que los indígenas norteamericanos en muchas de estas imágenes parecen más
pertenecientes al mundo natural que a los seres humanos. La amenaza de los
indios es semejante al de los tornados, los pumas o las inclemencias del
desierto.
Sin embargo estas suspicacias no
afectan la innegable grandeza del mito. Los males que de él provienen no le son
inherentes: son la forma, atroz, en que se materializó ese mito en un momento
de la historia.
Para un mexicano criado en el centro
del país este mito no carece de nobleza, pero me parece poco comprensible.
Hemos crecido con otra imagen opuesta: la del arraigo.
La cultura mexicana del centro y sur
no compartía con la del vecino país la imagen del pionero. La idea del
conquistador, la del descubridor, está presente, pero de manera muy distinta. Es
(o era) una cultura de la pertenencia a un lugar, a una familia, a una tierra
que se defiende y venera. Es Zapata abrazado a la tierra; es la madrecita que
reclama la vida y la renueva.
Probablemente esta imagen mítica,
que daba razón de ser a una no escasa parte de los mexicanos y bajo la que se
amparó entonces nuestra idea de patria hoy ya no existe. Como para nosotros
otras mitologías, como la de la tierra escogida por Dios, ya tampoco nos
parecían operantes.
Los mitos no nacen ni se mantienen
por decreto: encarnan en cada generación y más todavía; en cada individuo.
Así podemos observar que la forma en
que cada uno de nosotros da coherencia al mundo que lo rodea ha sido construida
a través de una historia compartida, pero más todavía: de unas lecturas, una
crianza, una forma de vida propia. Tenemos, como evitarlo, una serie inevitable
de imágenes y razones de ser compartidas, pero estas varían en diverso grado y
en cierto punto resultan irreconocibles.
En este sentido podríamos equiparar
a las mitologías personales con los dialectos dentro de una misma lengua.
Creo productivo equiparar la forma
en que se reproducen y estructuran los mitos con el lenguaje como lo hizo en su momento Levi Strauss, si bien a mí me
parece que los análisis de este antropólogo en este sentido revelan más una
necesidad de estructuración lógica algo aburrida que un descubrimiento
estimulante.
Por una parte, la manera en que los
mitos se estructuran se asemeja a la forma en que el lenguaje lo hace dado que
ambos sistemas son diacrónicos y aluden a una realidad que se supone ajena a
las palabras. Asimismo por necesidad ambos necesitan respetar una lógica
interna surgida dentro del sistema mismo que han creado. Una lógica que en el
caso de los mitos podríamos llamar de verosimilitud y en el del lenguaje de
coherencia interna, ya sea a nivel fónico o morfosintáctico.
De la misma manera, y evitando
discusiones (que no son divergencias, son problemas con el método) respecto al
análisis de Levi Strauss, en este momento me interesa subrayar cómo las
fronteras difusas entre los distintos dialectos de una lengua pueden equiparse
a las diferencias regionales entre un sistema mitológico dentro de una
civilización.
Para señalar esto acudiré a las
imágenes que son comunes a una buena parte de las culturas hispanizadas de
América.
Inevitablemente, los mexicanos por
nuestro origen pertenecemos a dos culturas: la occidental por una parte y por
otra la de las culturas amerindias que habitaban nuestro territorio antes de la
llegada de los españoles. Lo mismo ocurre con nuestro idioma, que en un
principio es proveniente de un derivado hispánico del latín: el castellano. Un
idioma que contiene ya voces griegas, germánicas y árabes y que al llegar a
este territorio se vio nutrido con voces y sintaxis de muchas lenguas
indígenas.
La mayoría de los mexicanos
pertenecemos culturalmente más a la rama occidental de nuestra ascendencia que
a la amerindia, sin que eso signifique que ésta esté ausente y no sea
manifiesta. Algo parecido se puede decir de la población indígena, donde la
cultura predominante es la amerindia —de aquella específica de donde provenga—,
pero que inevitablemente tiene enorme cantidad de rasgos ya de la occidental
(vestimenta, costumbres, formas de expresarse).
De la misma manera que respecto al
idioma, cada región de nuestro país, como el de cualquier otro, tiene
diferencias regionales importantes; nuestra cultura —y por ende, nuestra visión
de mundo, nuestra mitología— es un continuum que se presenta como un tejido de
influjos en un territorio que no respeta las fronteras geográficas ni
nacionales.
Es difícil comparar del todo la
lengua de un habitante de Chiapas con la de uno de Tijuana: en el primero el
sustrato indígena (de los pueblos mayenses, principalmente) está presente de
manera mucho más acentuada; en el segundo, la incorporación de voces y modos
del inglés es patente. Sin embargo, hay cierta base común que hace que se
puedan identificar.
Lo mismo puede decirse de la visión
mítica que comparten. La población norteña mayoritaria a diferencia de la del
centro y sur tiene una cultura de la empresa individual y de la movilidad
física y social mucho más acentuada. Esto se debe, por supuesto, a la manera en
que se constituyeron sus ciudades. Así, su identificación con la cultura
estadounidense es mucho más fácil.
El centro del país tiene un sustrato
indígena muy marcado. No sólo se trata del arraigo ya mencionado, sino de todo
un modo de ser. La formalidad en las relaciones; la tendencia a evitar la
ofensa; el carácter más reservado.
Por su parte en el sur, la presencia
netamente indígena es mucho más acusada. A pesar del mestizaje, se mantuvo una
separación entre la sociedad ladina y la de aquellos que mantuvieron su
identidad, con lo que se creó una sociedad estratificada, con una forma de ser
marcadamente retraída y otra, expansiva.
Esto como pretendo mostrar es
verdad, pero es una división esquemática que parte de una concepción grosera y
burda de la ideología de las sociedades.
Al modo de los dialectos
lingüísticos, hay un continuum entre las formas de ver el mundo de las diversas
sociedades que componen México de la misma manera que éste no respeta fronteras
nacionales. Hay una continuidad manifiesta entre las imágenes y mitologías que
caracterizan la forma de ser de los habitantes del sureste y la de los guatemaltecos
de la frontera norte; así, en un continuo que atraviesa países, continentes e
inclusive a la barrera de la lengua.
Sin embargo, no con esto señalo sólo
la unidad: de la misma manera que con los dialectos y los idiolectos, es
posible hablar de una mitología personal, una suerte de idiolecto que cada uno
de los individuos posee. Uno que tiene buena parte de material compartido, pero
que varía en buen grado de persona a persona.
De más está señalar de mitologías de
la pobreza, de la clase media y de la clase adinerada para luego acusar que es
posible compararlas con los sociolectos.
Compartimos una serie de imágenes
que le dan sustento a nuestra forma de ver el mundo; algunas de ellas impuestas
inevitablemente por el Estado a través de la educación: una bandera, un himno;
otras, como evitarlo, por la tradición religiosa que en nuestro país sigue
siendo católica. Prácticamente todos los mexicanos conocen a la Virgen de
Guadalupe, así la forma en que la conciban varíe notablemente: de la diosa
madre-luna de los pueblos mayenses a la madrecita de los habitantes del centro
y de ahí a la imagen de la mexicanidad que ostentan jóvenes de la frontera
norte.
Otra fuente de esos mitos (y
recuerdo que con mito quiero decir una imagen, una noción o una idea que
fundamente al mundo, le otorgue coherencia y dirección) es, hay que
mencionarlo, la televisión. Por mucho que le desagrade a varios y a mí mismo en
parte, prácticamente todos somos hijos de Televisa. De su educación
lacrimógena, de su tipo de humor; de Chespirito y de Chabelo; de las canciones
de machos embriagados y de los oropeles del consumo barato.
Esas son las mitologías más notables
que compartimos en mayor o menor grado (no me canso de señalarlo porque cada
región, ciudad, colonia, ejido e individuo varía en esto notablemente) los
mexicanos y buena parte de los habitantes de la América latina.
Además, como ciudadanos de esta
época, en nosotros está presente la cultura popular norteamericana: el rock,
las caricaturas de Disney, los superhéroes… Y más todavía, como mexicano de mi
edad tengo en la mente retazos de caricaturas japonesas, de películas chinas;
de cintas francesas. Todas ellas le dan sentido a mi generación y otras muchas
son válidas sólo para mí. Otra vez una relación semejante a
lenguaje-lengua-dialecto-idiolecto.
Pero quiero señalar algo más vasto:
no son estas las mitologías más profundas y determinantes en nosotros. Hay un
sustrato más profundo, al que pocas veces se hace referencia, quizá porque está
tan interiorizado que es casi imposible advertirlo.
A continuación hablaré
específicamente de la mitología propia de un mexicano. No porque este ensayo
haya sido pensado como otro estudio anacrónico del “ser” del mexicano, sino
porque me servirá para llegar al punto que persigo. De cualquier manera apunto
nuevamente que en nuestro país, como en todos, hay tanta pluralidad como
individuos hay, sin que por ello me parezca imposible hablar de una cultura
mexicana más o menos compartida.
Con esa porción más profunda de la
mitología compartida no me refiero sólo al legado occidental mítico. No me
refiero del todo, evidentemente, al cristianismo; a la Ilustración y a los
mitos que Occidente ha creado en los últimos 2000 años. El Progreso, la Nación,
la Ciencia, el tiempo lineal, la Moralidad, la Democracia, la Verdad. Esas
palabras indudablemente han tocado a cada uno de nosotros, son parte de nuestro
legado. Todos las tenemos en la mente: vivimos en esas mitologías que hablan de
una verdad única; de un bien común; de la posibilidad de igualdad, fraternidad
y libertad.
Son ideas, pero más que ideas se
veneran como palabras talismán; y todavía más, como fetiches e imágenes que se
pueden y deben invocar en momentos aciagos.
No señalo con esto que sean
“falsas”. Ni siquiera que sean inútiles. Señalo que son imágenes que nos
pertenecen a todos y que adoptamos como sustitutos de los antiguos mitos. Que
invocamos su nombre como antes lo hacíamos con otros; y con la misma lógica. Le
dan sentido al mundo; nos señalan una dirección para movernos, salvos, en él.
Tampoco me refiero a los mitos que
hemos heredado del mundo indígena y que parecen menos manifiestos, pero que
existen y que en gran parte son subconscientes (hablo en este caso de las
sociedades mestizas; en el caso de los pueblos indígenas y de otras colectividades
en nuestros países, el proceso es el
contrario). La idea de la madre tierra,
la sensibilidad estética casi manierista, el terror y respeto a la autoridad; la
formalidad en el trato diario, el gusto por el juego lingüístico y casi ritual;
la visión religiosa dualista…
Este sustrato es el que más varía de
región a región pues a diferencia de los otros, no es promovido (o no lo era,
hasta hace muy poco, de manera caricaturesca) por Estado, televisora o Iglesia
alguna. Es una cultura de las colonias, de los barrios, de las comunidades,
pero sobre todo, de las casas; de las familias. Así, la forma de ser de los pueblos
mesoamericanos, bien estratificada y por su número y alcances, es mucho más
manifiesta en la sociedad ladina de sus áreas respectivas que la de los pueblos
nómadas del norte. No es un juicio en detracción: es un hecho. Las sociedades
del norte del país, con pequeñas excepciones, tienen poco influjo indígena pues
estos fueron segregados con razón de su número y los juicios racistas y “civilizatorios”
en boga durante el tiempo de la creación de las sociedades ladinas en esos
lugares.
Otra fuente poco mencionada de
nuestra forma de percibir la realidad es la cultura popular moderna. Desde hace
muchos años en nuestro país como en el resto del mundo hemos asimilado (de una
manera peculiar: toda asimilación verdadera es una recreación) mitos como el de
los superhéroes, de Batman a Spiderman; los personajes inolvidables de la
Warner brothers o de Disney. Las películas de Hollywood, la imagen de Vito
Corleone; la figura de Chaplin; la sensualidad de Marilyn Monroe; el humor
filosófico de Peanuts, las descargas de los mejores Simpsons... Todo ello inevitablemente
es ya parte de nuestra forma de percibir el mundo lo mismo que para
generaciones más recientes (de la anterior a la mía ya con Candy Candy a las
más recientes con, por decir algo, Angry birds) lo son algunas series de
televisión, anime japonés y celebridades del internet.
No me parece algo de lamentar. Lo
lamentable sería, en todo caso, que estas mitologías sustituyeran las propias,
algo que me parece difícil (aunque, lamentablemente, no imposible; pero no se
debe tan sólo a estas imágenes, sino a algo mucho más terrible: la imposición
ideológica) pues una verdadera asimilación es como ya se ha señalado, una
recreación.
Recuerdo ahora cómo algunas
comunidades tzotziles han incorporado a la Coca cola dentro de un esquema
propio de creencias, de manera semejante a como otros pueblos recrearon las
festividades católicas de acuerdo a un sistema mitológico prehispánico y otros
más atrás reestablecieron la llegada de los españoles a la cuenta de los
katunes o la existencia de los caballos a un modo de vida nómada. La historia
de la princesa caballero, que atraviesa al mundo desde los romances medievales,
pasando a las crónicas revolucionarias de los corridos donde una muchacha se
viste de hombre para vengar a sus amores; de ahí a cierta cinta de Disney y
todavía más allá: a animes japoneses. Las culturas siempre cambian, sin que
esto signifique, necesariamente que desaparezcan sus rasgos ni que sus
principios sean intercambiables[1].
Sin embargo no me quiero referir en
este momento tampoco a estas imágenes pertenecientes a la cultura popular.
Cada vez que, por poner un ejemplo,
nos enamoramos, estamos recreando una actitud inmemorial. Sin embargo, nuestra
imagen moderna del amor no es en absoluto natural. Es una construcción social
que se ha formado por generaciones. Y en ella, es necesario referirlo ahora,
están presentes no sólo ni mucho menos preponderantemente las mitologías
populares modernas; menos todavía las ideologías profesadas por el estado. Ni
siquiera el sustrato dominante es perteneciente a las grandes religiones.
Cuando nos enamoramos repetimos,
muchas veces de manera inconsciente, a Romeo y Julieta, a los versos de Neurda,
a Calixto y Melibea, a los poemas de Petrarca. Todas esas imágenes del amor
están ya en nosotros. Son el sustrato más profundo, tanto como el de nuestra
“cultura nacional”. Es un fundamento mucho menos señalado por el aparato
cultural estatal o por los antropólogos, quienes hablan mucho (y creo que con
justicia) de la cultura popular. Se habla en otros lugares más de nuestros
países vinculados por la cultura moderna de masas que de esta fuente de nuestra
manera de concebir al mundo.
Lo sepan o no, los enamorados cada vez que se besan están repitiendo a Romeo y Julieta. Esa obra, esa imagen, creó la forma en que amamos actualmente. Ante la muerte, repetimos las Coplas de Manrique; al hablar del valor repetimos las palabras y frases de Homero. No tenemos que ser conscientes para hacerlo.
Para que un joven repita la actitud
del Werther no tiene que haber conocido a Goethe. La fuerza de aquella imagen
es tal que ya es inseparable de la imagen actual de la melancolía. Lo mismo puede
decirse de la idea de la locura, que Van Gogh nos hizo ver.
En verdad la poesía como ya habían
advertido los griegos no es sino la creación de la realidad: la instauración de
la realidad en el mundo. El arte es la creación de mitologías.
Cuando digo esto no quiero decir que
el arte sea el pilar de la civilización (ese crimen me parece tener otros
orígenes), sino algo mucho más profundo, determinante y al tiempo velado: el
arte es el que provee al ser humano de las imágenes que hacen posible su
existencia.
Con esto no resto importancia ni a
la religión ni a la ciencia ni a ninguna de todas las actividades del ser
humano. Señalo, en cambio, que para que ellas existan en la mente del hombre;
para que adquieran significación deben presentarse como imágenes. Deben hacerse
visibles y, al hacerse visibles, adquirir significado en el tiempo, forma y
sentido. Dar sentido y dirección al mundo.
La forma en que esto aparece en el
mundo, en que se “descubre” es a través del arte. Es arte ya la representación
física de un concepto cuando el matemático dibuja “1” y ello encierra un
significado. Es arte el lenguaje, que modula la voz humana en sonidos
armoniosos y los cubre de significación. Es arte, es decir imagen del mundo, el
relato de una virgen que da a luz a un dios hecho carne lo mismo que es arte
otro relato en que hay un punto que encierra a todo al espacio y que un disparo
hace derivar el todo del caos. Son presentaciones sensibles, creaciones de
imágenes. Son maneras de hacer visible al mundo.
Asimismo, la idea de nación para ser
verdaderamente existente tuvo que cristalizar en una forma; en una imagen. Sin
ella la nación no existe. No es de sorprender la existencia de imágenes, escudos
e himnos: crean una realidad a partir de la nada, al igual que las palabras
señalan una realidad a partir de lo informe.
¿Esto señala la irrealidad de todo?
No: señala que la verdad se está creando, se está inventando; que el universo
es continua posibilidad.
¿Hay un fondo detrás de esta
creación? Por supuesto, y ese es un regalo precioso que hizo visible la ciencia:
la experiencia sensible. Lo mismo habían señalado los poetas antes: el comienzo
del arte no es más que ese: el de la sensación; el del conocimiento de algo que
está allí y que debe ser dicho. Que debe ser revelado. Esa revelación, empero,
a diferencia de lo que opina el occidente moderno (enamorado de una de sus
imágenes más terribles: la de una verdad única[2])
no es objetiva; no será nunca lo mismo que lo que existe en aquella cosa tan
misteriosa que llamamos realidad. Será una recreación. Un verdadero símbolo, en
su acepción primigenia: puente. Al mismo tiempo será algo más; una creación.
Arte.
Si tanto el Batman de la cultura de
masas como la ecuación cuadrática como los poemas de Eluard como el Iluminado
bajo el árbol Bodh gaya son imágenes, ¿son entonces intercambiables
fantasmagorías?, ¿nada vale porque todo vale?
Esa es precisamente la gran pregunta
que es necesario responder.
Personalmente, no creo en ese
relativismo simple y esquemático.
La verdad se está creando todo el
tiempo porque cada instante se nos revela distinto que el anterior y a cada
hombre en cada momento de su vida le es necesaria una verdad. Una verdad que,
en ese momento, es única y verdadera.
El poema, se señala, no existe sino
cuando es leído. Por lo mismo, cada instante engendra su verdad. El arte no
existe: se está haciendo y al hacerse, nos hace.
Los grandes poemas, las grandes
creaciones, permanecerán. Permanecerán la Novena
sinfonía y Hamlet; permanecerán
las leyendas populares, las músicas tradicionales; permanecerán Residencia en la tierra y el Gilgamesh porque cada vez que hablan, le
hablan a nuevos hombres. Encarnan en nuevas realidades.
Ello no nos debe hacer olvidar ni
despreciar a los pequeños dioses que tal vez no nos sobrevivan, pero que
hicieron —hacen— la historia de una vida.
¿Quién puede decir qué mitos
sobrevivirán y cuáles no? El tiempo, posiblemente. Pero, como no somos dioses,
no podemos saber lo que pasará en mil años. Los grandes mitos no se construyen
por la fuerza ni por decreto: nacen y quedan en los hombres.
Ello no debe conducirnos a un
mediocre relativismo. La mitología muere con la anemia. Es preciso defender las ideas, nuestros puntos de vista y creencias (todo es creencia y por ello mismo,
creación), pero aprender a escuchar, a cambiar. A jugar temblando con los dioses.
Hace más de cien años un poeta
francés lo escribió y hace más de cincuenta años otro poeta, esta vez uno mexicano escogiò sus palabras como
epígrafe: “Oh
soleil, c’est le temps du la raison ardente”.
César Alain Cajero Sánchez
[1] El verdadero problema actualmente estriba a mi modo de ver que este
intercambio es desigual. Los medios de comunicación sólo difunden una serie de
imágenes pertenecientes a la órbita de la cultura occidental. La gran mayoría
de las culturas actuales no tienen acceso real a los medios de comunicación.
Esto no se debe, como alegan algunos que disfrazan su racismo con diversas
máscaras, a una mayor “universalidad” de ciertas imágenes; tampoco a una
superioridad estética, moral o ideológica. Se debe simplemente a motivos
monetarios. Hoy que se habla de inclusión debería haber una producción mucho
más diversa en los grandes medios. Hay, eso sí, un interés en algunos lugares
por la diversidad, pero sigue siendo algo precario y casi siempre asociado al
estado (quien como sabemos tiene el peculiar don de volver tedioso todo lo que
toca). La creación de contenidos en los grandes medios con los mensajes de
culturas diversas es posible: recordemos la impresionante acogida de una
película como Kirikou o la inmensa
popularidad de series de anime que tocan la mitología japonesa.
Lamentablemente, inclusive en un medio tan aparentemente incluyente como
internet, todos estos esfuerzos se diluyen. Internet es un escaparate, pero al
mismo tiempo es un lugar donde esos contenidos quedan ocultos. Es importante
señalar que la idea de que este medio es en verdad una forma de “conectar” al
mundo es menos verdadero de lo que parece.
[2] Esto me recuerda especialmente una broma de Nietzsche: “Los dioses
murieron de risa cuando uno de ellos les dijo que no había más Dios que él”.
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