Judas
y otras traiciones
Me cae bien Judas. Me maravilla
el cuento que sobre él escribió Borges. Me gusta la versión de su vida
aparecida en La última tentación de
Cristo. Desde que iba en primaria me preguntaba cómo podía ser traidor
alguien que ya estaba predestinado a hacer algo que, además, suponía la
salvación de la humanidad. El drama griego en pleno, pues (lo del drama griego
sí no lo sabía en primaria; mi abuelita no contaba mucho sobre Edipo en la
Navidá).
A diferencia de la mayor
parte de mis contemporáneos, no tengo nada en contra de la religión católica. A
mí, en serio, nadie me tocó mis cositas ni me aterraron con el Infierno ni me
dijeron que todo era pecado. Vamos, ni siquiera me aburrían las misas, siempre
que agarráramos asiento (aunque nunca me ha gustado el saludo de paz, pues no
veo por qué tengo que perdonar o pedir perdón a quien ni conozco). Para mí la
religión de mi abuela y mis padres significaba cantos, esperanza, juegos;
historias y fiestas. Lo siento, pero creo que una infancia entre celebraciones
pueblerinas es algo que lo marca a uno muy hondo.
Sin embargo, lo que sí me
cae gordo es el complejo de superioridad moral. Me caen mal los regañones que
señalan, expulsan a los indecentes de su compañía impoluta.
Lo que me interesa de la
religión no es la moral, sino la sensación de lo sagrado. Tal vez —yo lo creo—
tal sensación lleva a fundar una ética; unos valores. Parece inevitable y hasta
deseable (toda sensación lleva a una acción y toda acción humana entraña un poner límites). Pero la idea de que
alguien más me regañe por no seguir su ejemplo o, peor, su monserga, me
exaspera.
No es un mal, empero,
exclusivo de las religiones: toda institución social impone fines a una
comunidad; la moral es social y pretende someter a todo aquel dentro de sus
límites (una familia, comunidad, ciudad, nación, civilización…) a una ley integral.
Toda familia tiene sus códigos morales impuestos; los que a su vez están dentro
de aquellos de su comunidad. Toda civilización tiene códigos morales que
cristalizan en códigos penales.
En ese sentido, si nos
acercamos a la historia de las religiones, en
general sus códigos penales han sido
relativamente laxos si los comparamos con los de los imperios basados en la
raza, la razón o la política.
Me resulta muy divertido
leer a autores “ateos” que señalan los males que ha traído la religión cuando
cierran los ojos a las atrocidades cometidas en nombre del poder, la razón, la “ciencia”,
la “raza” o, últimamente, las variables económicas. Más divertido me resultó
cuando leí a uno de estos supuestos predicadores de la verdad confesar, no sé
si en serio, que uno de los motivos que lo hace abominar la religión es que no
dejan comer puerco (supuse, entonces, que se refería a religiones
judeocristianas). Y que eso es incomprensible, pues los puerquitos son animales
de lo más lindos.
Pobre Porky.
Pero seamos justos: me
fastidian los abogados de la moralidad (no los valores; que considero
fundamentales). Es decir, me alteran los que por algún motivo misterioso se
sienten mejores que los demás y los adoctrinan en su verdad; sin permitirles el
beneficio de la duda.
Si algo le reconozco a
Sócrates es que se negó a dar respuestas. Lo mismo al Buda. Lao-tse y su camino
sin palabras me admira. Y, sí, me asombran Jesucristo y muchos santos
cristianos.
Lástima que las Iglesias
se apropiaran de sus palabras.
Son ellas y no Judas
quienes deberían estar en el Infierno de la Divina comedia.
Para sopesar estas
palabras habría que hacer una diferencia clara entre Iglesia, religión y lo
sagrado.
Con lo sagrado me refiero
a una visión personal; un instante —efectivo o no, no importa en este momento—
en que el ser humano se siente identificado con el universo: con algo que lo
excede. Una nota en la sinfonía del cosmos. Esta sensación no puede definirse sino con el silencio o la
poesía. No se explica: se vive; se re-vive.
La religión es la
socialización de esa experiencia; la re-creación de ese instante a través de
diversas prácticas, ritos, letanías, cantos… Se trata de un intento por
comunicar la experiencia de lo sagrado e invocarla. De restaurar las ligas que
unen al hombre con los hombres y a éstos con el universo todo.
Las Iglesias surgen cuando
las religiones se institucionalizan y forman un credo ortodoxo de creencias;
una forma inmutable que, se pregona, es la verdadera.
La religión inserta lo
sagrado en la sociedad (la experiencia de lo sagrado es de sí personal e incomunicable);
a su vez, la Iglesia constituye a la religión en una organización y prácticas dogmáticas.
En ese sentido, aunque se
señala a la católica como el modelo de Iglesia, por su continuidad con el
Imperio romano y el incontrovertible poder material y político que ostentó en
su tiempo (y que todavía tiene, si bien mermado), no hay que olvidar que ni en
sus mejores años esta iglesia formó un estado centralizado. Los reinos
cristianos medievales se encontraron bajo tutela papal, pero la inmensa mayoría
de las decisiones administrativas y de tipo secular se dejaron a los reyes. El
motivo no fue, probablemente, falta de ambición, sino que no existía forma de
justificar a través de las escrituras la existencia de un gobierno cristiano.
Aun el gobierno anglicano,
el cual se asume como deudor de una Iglesia cristiana, en la práctica, no tiene
apenas injerencia en la religiosidad de sus súbditos.
En realidad, sin tener una
organización centralizada, el Islam es en este sentido (el de imbricarse
completamente con el Estado) la Iglesia perfecta. Sus escrituras sí justifican
la creación de un gobierno de tipo religioso. Más todavía: en ellas, las reglas
seglares están especificadas de forma puntual. La sharia es revelación y código civil al mismo tiempo.
El parecido —que no
significa correspondencia— entre Iglesia y Estado no es de extrañar: lo mismo
que el segundo (del que probablemente fue origen), la Iglesia necesita
establecer un código moral universal, más relajado o más estricto, así como
medidas punitivas. Toda socialización exige una tabula rasa con la cual medir y
sancionar. Es inevitable.
Pero desvarío: aquí quiero
apuntar algo mucho más sencillo: la traición al mensaje de Jesucristo que, cada
una a su manera, han consumado todas las Iglesias cristianas.
Por su parte, en un
principio, el cristianismo se caracterizó por un mensaje universal si lo
comparamos con el judaísmo.
El mensaje de Jesucristo
está abierto a todas las personas, sin importar raza, color o clase social. No
predicó en contra de las costumbres ya existentes en las tierras a las que
llegó, siempre y cuando no fueran en contra del único mandamiento presente en
los evangelios: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Por esto se entiende que a
los cristianos de las primeras Iglesias, conversos ellos mismos de distintas
culturas presentes en el complejo imperio romano, pensaran que el mensaje
esencial, evangelio, de Jesucristo, era el amor. Y difundir ese amor era lo
esencial. Que la gente bailase frente a un árbol; en el nacimiento de un
manantial o venerase a los bosques era indiferente si creían en Jesucristo. El
amor a Cristo, se pensaba, todo lo borra, todo lo perdona, todo lo absorbe.
El sincretismo de estas
Iglesias se explica por esta idea. Transigieron y asimilaron innumerables
ritos, deidades y prácticas en los lugares a los que llegaron. Se entiende
porque todo eso, para aquellos primeros evangelistas, era secundario frente al
gran mensaje de bienaventuranza que se proponían difundir.
Por otra parte, los mismos
textos evangélicos resultan parcos en cuanto a las medidas morales y las
costumbres dogmáticas que deben aplicarse dentro de la nueva Iglesia (así como
es dudoso que Jesucristo pretendiese fundar una Iglesia).
Existían, por supuesto,
los textos del Antiguo testamento, pero por diversas citas de los Evangelios se
presupone que el nacimiento de Jesucristo y la purificación de los pecados
implican un nuevo comienzo. No es, pues, el legalismo lo que caracteriza a
estas religiones.
Esto probablemente chocará
con la idea general, que imagina que la católica y la ortodoxa, por sus
principios, son religiones centralizadas y que controlan cada aspecto de la
vida de sus practicantes.
En efecto, después de
muchos siglos, estas iglesias establecieron reglas morales más o menos rígidas
que pretendieron imponer a sus creyentes (las cuales difícilmente pueden
interpretarse desde los evangelios, insisto). No hay la libre interpretación de
las escrituras propia de las diversas iglesias protestantes: se trata de una
imposición desde el púlpito.
Empero, para poner las
cosas en su punto, hay que recordar que a lo largo de la Historia, ni la
Iglesia católica ni las ortodoxas han gozado de un poder directo sobre sus
fieles. No se han constituido en un Estado (aunque, como señalo adelante, sí
han participado de él). La Inquisición, por poner un ejemplo, no fue operante
más que en aquellos territorios donde fue impuesto a través de una corona,
además de que a pesar de la leyenda negra que se le atribuye, en realidad su
acción varió considerablemente de territorio a territorio.
Esto no es una disculpa a
estas iglesias: es imposible absolver los crímenes cometidos en nombre de Dios.
Imposible, empero, no señalar que éstos fueron realizados en unión con un Estado
sin el cual tal control hubiese sido imposible (además de que la mayoría de las
acciones punitivas fueron promovidas por los gobiernos) y que se ubican en
épocas históricas minoritarias en relación con la duración estas iglesias.
De cualquier forma, si
ahondamos en la teología de estas religiones, advertimos que detrás de las torpes,
innumerables y farisaicas reglas de conducta que se presentan al practicante,
hay un gran margen de libertad. ¿A qué me refiero con esto? Aquel que conozca
la teología católica, por decir algo, sabrá que a pesar de haber llevado una
vida en contra de los designios morales de la Iglesia, es posible ser perdonado
por Dios. La razón es que Dios es concebido como un amor sin límites. No hay
más que un pecado que Dios —en esta lógica— no puede perdonar: la falta de
esperanza. Sin esperanza, no hay arrepentimiento y sin arrepentimiento, no hay
perdón de los pecados.
Ese es el enigma del que
parte la moral del catolicismo. No se trata de evitar el pecado (los hombres
son falibles y, por tanto, pecadores), sino de aceptar el perdón de Dios. De
tener fe en éste. Para eso es necesario arrepentirse. ¿Pero es esto posible?,
¿puede un pecador arrepentirse no de palabra, sino de corazón? Es imposible,
diría la lógica; es posible, dice la teología católica, a través de la gracia
de Dios. Una gracia, en verdad, porque es gratuita y se manifiesta a través del
amor.
Puedo estar de acuerdo o
no con la teología católica, sin embargo, advierto que tal idea dista mucho de
ser legalista o moralizante. Tampoco advierto la disculpa hipócrita a los
pecados que muchos pretenden ver. El perdón de los pecados, en efecto, puede
darse al fin de una vida nefanda, pero no se otorga simplemente por la palabra.
Tampoco por compensar monetariamente a la Iglesia. El sacerdote puede
interpretar estos signos como señales y otorgar su perdón, pero esto, se
supone, no es válido para Dios pues
lo que en verdad cuenta es la fe; el verdadero arrepentimiento, el cual es
imposible sino por vía de la gracia.
La traición al mensaje de
Jesucristo en estas Iglesias deriva de la manera cínica en que se aliaron con
el Estado. Sus mayores crímenes (no todos, pues el fanatismo lleva a las
hogueras y los “puros” suelen ser victimarios), como señalé anteriormente, se
dieron en el momento en que se subordinaron a las veleidades políticas y
judiciales de un gobierno.
Que esta unión haya
existido no resulta inexplicable. Después de siglos de persecución, estas
Iglesias vieron su suerte atada a la de un Imperio que las había adoptado. Aun
después de la caída de Roma, el orden de un Imperio cristiano se concebía como
la forma idónea de establecer de manera efectiva una comunidad de fieles, así
como extender el mensaje evangélico. Mantener a los gobiernos al amparo de la
Iglesia permitiría evitar reyertas que frenarían la libre acción de la
comunidad de fieles. Asimismo, autorizaría interceder en cualquier roce entre
los gobernantes o entre ellos y sus súbditos de acuerdo a la interpretación
eclesiástica de la ley divina.
Esta situación parece de
entrada coherente, sin embargo en la práctica las Iglesias ortodoxas y la
católica en la mayoría de las ocasiones privilegiaron la custodia del orden establecido con tal de mantenerlo, sin importar si éste era justo o no.
Esto podía justificarse
con las palabras de Jesucristo “mi reino no es de este mundo”, “den al César lo
que es del César”, pero en la práctica estas Iglesias no se mantuvieron al
margen de la política: la justificaron y en ocasiones actuaron como cómplices o
verdugos. No hubo un Estado cristiano, como sí existió un estado islámico en
tanto no hay en las escrituras un código jurídico ni de lejos semejante al que
aparece en el Corán. Hubo, eso sí, complicidad cínica y criminal.
Las Iglesias protestantes
y las recientes denominaciones carismáticas que de ellas provienen (pero que no
son lo mismo) en general se han mantenido al margen de la peligrosa imbricación
con el Estado, con el caso especial de la Iglesia anglicana, que mantuvo una
estructura parecida a la de la católica, pero que ató su destino a una corona.
Mucho se ha escrito,
siguiendo el eminente estudio de Max Weber del origen protestante de la sociedad liberal republicana y del capitalismo.
Coincido con tales interpretaciones, pero señalo que ello no implica ni un
compromiso como el establecido por la Iglesia católica ni mucho menos un estado
confesional al estilo del Islam. La inexistencia de tales esponsales se explica
por la libre interpretación del texto sagrado. Sin existir ortodoxia en teoría,
no hay por tanto reglas morales universales.
Las sociedades nacidas del
protestantismo privilegian al individuo sobre el pacto social; alientan la autonomía,
el trabajo y la competencia, al igual que el protestantismo privilegia la
lectura personal, la labor individual y la sublimación a través del ministerio.
Empero, quisiera advertir
que estas sociedades y las Iglesias protestantes no son, como pareciera,
modelos de pluralidad. La autonomía ganada con la libre interpretación es solo
aparente. La relación entre las distintas interpretaciones que se le hicieron
al texto sagrado no derivó en un diálogo, sino en la fragmentación de los
distintos credos, lo mismo que el individualismo de la sociedad protestante no
llevó al reconocimiento de la pluralidad, sino a la atomización del tejido social.
Con la Reforma protestante
se piensa, se ganó la batalla en contra del control moral impuesto por el
Papado y por tanto venció el individuo. Esto es verdad sólo si se reconoce otro
aspecto: lo que el individuo ganó para sí fue la posibilidad de crear una nueva
ortodoxia más feroz dentro de su pequeño círculo de influencia. Si algo es
imposible decir es que las reglas de las Iglesias protestantes y carismáticas
son más moderadas que las de la Iglesia católica o las ortodoxas.
Al igual que en el caso de
la Iglesia católica, esto debe buscarse en los orígenes de su pensamiento
religioso.
Las teologías protestantes
carecen de la sutileza de la católica (a la cual algunas incluso consideran
degenerada por el influjo grecorromano). En lo general parten, pues, de un
supuesto “retorno” a las raíces judaicas del cristianismo. De ahí su lectura
(en realidad poco justificada evangélicamente) de la legalista ley mosaica.
Por muy libre que sea su
lectura, fragmentos del Antiguo testamento dejan poco espacio para la interpretación.
Son, por encima de un texto inspirado, una sucesión de fórmulas legalistas:
para el pueblo judío no existía separación entre Estado, Iglesia y Religión.
Por otra parte, la
censura, justificada, de los primeros reformadores era esencialmente moral.
Condenaron con justicia que la Iglesia católica se manejase como un Estado.
Empero, ello derivó a la idea de que en esa conducta aparecían las huellas del
mundo y, por tanto, del pecado.
Tal señalamiento era
justo, sin embargo, si vas a juzgar moralmente una acción, es inmediatamente
necesario establecer los límites de la ortodoxia. Una ortodoxia que descansa no
en el rito (como la católica o en muchos sentidos, la judía de la diáspora),
sino en la moral.
Cada reformador estableció
un código moral (y uno ritual, muy parco). Al mismo tiempo, la presumible libre
interpretación llevó a otros nuevos líderes religiosos a establecer sus propios
códigos que entraban en conflicto con los precedentes. La historia de las
Iglesias reformadas y sus descendientes son las de interminables rupturas por
desacuerdos en torno al ritual o a la moral. Rupturas que llevan a la formación
de nuevas Iglesias. Dentro de cada denominación, por esto mismo, lo que impera
es la vigilancia estricta de la recién nacida ortodoxia. Esto es natural: si la
ruptura inicial se dio por la discrepancia en los códigos, ¿cómo aceptar que
los practicantes relajen la moral por la que se ha luchado?
Por esto las Iglesias
protestantes y las carismáticas nunca han aceptado el sincretismo: para ellas
al contrario de las ortodoxas y la católica, lo que importa es la moral recién lograda;
no el mensaje evangélico de amor de Cristo. Y así, la supuesta libertad se
descubre como una esclavitud más acendrada: la libertad de forjarse unas nuevas
y más pesadas cadenas en el ámbito individual.
Como la moral es lo más
importante para estas Iglesias, el mal que les es intrínseco es el fariseísmo.
La presunción de poseer una ética intachable y superior a la de los demás. Un
mal que Jesucristo señaló una y otra vez en su prédica.
Frente a las palabras de
muchos predicadores “cristianos” (es tal la jactancia de los miembros de estas
Iglesias que insisten en denominarse de esta manera) es imposible no recordar
aquel pasaje en los evangelios donde el publicano y el fariseo se encuentran en
el templo.
Por otra parte, a pesar de
las interminables rupturas en estas Iglesias en razón de la moral defendida, en
realidad si nos situamos lejos de las
minucias que gustan en discutir, en general, hay ciertas bases comunes entre ellas.
Para empezar, la famosa doctrina de la predestinación es tan sólo un pretexto
para las rupturas porque en la práctica su moral es rígida.
Se trata en primer lugar
de una serie de Iglesias que acentúan más si es posible la separación entre
cuerpo y espíritu. Todo elemento que remita al cuerpo; sea el goce, el dolor,
el nacimiento o la muerte es parte del pecado original. Por ello su ética es en
este punto tan estricta. Por otra parte, la principal forma de redimir al
cuerpo y, por tanto, el pecado es a través del trabajo. No del ritual ni de la
ayuda al pobre; tampoco por la fe, pues ésta se manifiesta a través de la labor
misional que, en estas Iglesias, se asocia por metonimia con el trabajo físico.
El universo entero es
pecado, pero el trabajo lo redime. A través de éste, el universo se humaniza y,
con ello, se transforma en espíritu. El ejemplo más claro al respecto es el
pecado corporal más temido: la lujuria. Ésta resulta un pecado en un contexto
improductivo, la molicie. En cambio cuando está encauzado a la procreación o a
la higiene; cuando se convierte no en placer, sino en trabajo, queda redimido.
No es extraño que la
noción de sexo como deporte; de erotismo como competencia y como higiene sea
proveniente de los países protestantes. El esfuerzo dispensa al placer.
La misma ética del trabajo
lleva a otra consecuencia lógica: la idea de que la pobreza es un pecado.
Si la manera en que el
mundo se redime es el trabajo y éste es seña de los elegidos, aquellos que no
trabajen deben ser, por fuerza, nocivos. Esto, que en principio puede parecer
aceptable (excepto para quienes, como yo, bendicen a la pereza), toma un matiz
turbador cuando de ahí se deriva que si los que trabajan tienen dinero; los
pobres deben, a la fuerza, padecer indolencia y, por tanto, ser pecadores.
Un paso muy grande debe
haberse dado para explicar cómo se interpreta esto a partir de unos evangelios
donde se bendice al pobre y se llama a dejar todas las posesiones, creo yo…
Más interesante sería
preguntar cómo concilian la idea de un cuerpo y un alma separados con su
supuesta búsqueda de los orígenes de la religión cristiana. Digo esto porque ni
para los judíos ni para los cristianos primitivos existía tal separación, la
cual es procedente del platonismo grecorromano.
Sobre cómo el fariseísmo
de las estas Iglesias se comportan frente a prácticas ajenas a la cultura
europea (que son muy distintas de las de los cristianos originales), es ocioso
hablar. Para la inmensa mayoría de “cristianos”, y en especial para sus
predicadores, el mundo es prácticamente una tentación de Satán. El día de
muertos, los bailes tradicionales, los videojuegos, la Navidad; en fin, todo es
malo y debe ser no sólo sancionado, sino prohibido.
Vaya pues con la libre
interpretación que tanto se aplaude.
Claro, puede argüirse
siempre que quienes esto dicen son extremistas. Pero en tal caso cómo podemos
entender que lo primero que hacen los misioneros (hablemos por ejemplo de la
experiencia del ILV en las poblaciones indígenas de nuestro país) sea amonestar
a las poblaciones locales por mantener sus tradiciones.
Incluso para los
misioneros protestantes mejor intencionados, ayudar a los pueblos a los que
llegan equivale a hacer que cambien su modo de vida por el de la cultura
europea, fundamentalmente en su variante norteamericana.
Las Iglesias católica,
anglicana y ortodoxas no se quedan atrás en el fariseísmo, sólo que como
escribí antes, se concentran en la moral pública. Su modelo y su caída están en
haberse asociado con el Estado. Y como el Estado, su preocupación principal es
la vida pública. Y, así como el Estado han sido origen de crímenes,
persecuciones y odio.
No es extraño que en
muchas poblaciones que se han visto sojuzgadas históricamente por los sucesivos
gobiernos, el catolicismo (sobre todo) haya ido perdiendo terreno: se le ve
como asociada al Estado. Se le concibe con justicia como justificadora de la
situación de miseria y opresión que unos pocos ejercen contra muchos de sus
semejantes.
Una gran diferencia, sin
duda, del mensaje de Cristo.
En cambio, estas Iglesias
han sido relativamente flexibles, por sus principios, con la moral privada.
Caso contrario es el de
las Iglesias surgidas del cisma protestante.
Las sociedades de ellas
surgidas han valorado la relativa libertad pública. En la práctica, estas Iglesias
y los gobiernos se han mantenido separadas en sumo grado. Su farisaísmo se
concentra en lo individual. La ética del trabajo va aparejada al desprecio del
placer; el amor por la lectura personal lleva a la atomización y al egoísmo; su
idea de la recompensa por el trabajo lleva al endiosamiento del dinero.
No juzgo con esto a todos los practicantes de estas Iglesias ni siquiera
a la totalidad de sus ministros, muchos de los cuales son personas nobles, que
actúan bajo el ejemplo de los evangelios.
No puede decirse lo mismo
de las Instituciones eclesiásticas, las cuales funcionan y pregonan de manera
poco acorde con las palabras de su supuesto fundador.
César Alain Cajero Sánchez