La
ciudad y el progreso
De Nueva Jerusalén a la ciudad de
Tenosique, cabecera municipal, hay más de dos horas de camino.
Primero hay que bajar a pie una hora
aproximadamente. El trayecto es una pendiente inclinada, salvo por algunas alteraciones
del terreno. Salir es mucho más sencillo que entrar, aunque una vez
acostumbrado a la distancia y al calor, llega a parecer una sencilla caminata.
En todos los lugares donde hay
árboles y sombra se forma una pequeña nube de mariposas en el suelo. Son
mariposas pardas; del color de la miel quemada, con un diminuto ojo azul
adornando la parte final de sus alas. Se refugian del calor y buscan humedad.
Otros animales hacen lo mismo: salen de la espesura para tenderse bajo la
sombra; en el camino. Así he encontrado mofetas que se alejan bamboleándose
cómicamente; mapaches de mirada esquiva y zorras que huyen como un relámpago
gris.
De todos esos animales el más
esquivo, aunque abundante, es la diminuta zorra. De un cuerpo plateado que no
debe pesar mucho más que un gato grande, la zorra apenas deja verse, casi como un
espejismo. Cuando logras reconocerla, ha desaparecido. No hay sonidos ni
presentaciones con ella: se queda viéndote apenas te ha percibido; sólo
alcanzas a ver su menudo cuerpo gris y el perfil de su rostro cuando, nada más
moverte un poco, ya no está.
Las mofetas son menos frecuentes,
pero cuando aparecen no pueden dejar de hacer una alharaca entre pendenciera y
cómica que las convierte en grandes bufones; casi burócratas, aunque con
simpatía.
Los mapaches aparecen poco, y son
más curiosos que los otros animales del camino. La única vez que observé uno,
desapareció con celeridad, pero seguí viendo sus fisgones aunque esquivos ojos
desde los matorrales.
Nunca he visto que un tigrillo o un
mono de noche tenga tal comportamiento. Del coyote apenas he escuchado sus
aullidos en alguna caminata solitaria mientras caía la noche.
Con todo, los animales más
abundantes en todo el camino son las mariposas. Mariposas pequeñas; pardas o
negras casi todas. Del color del carbón o de la miel quemada. Con intensos ojos
rojos o azules dibujados en sus alas. De vez en cuando aparece alguna
disfrazada de tigre; otra con sus alargadas alas formando una capa azul
metálico o aquella otra que medía veinte o treinta centímetros de extremo a
extremo, con un color azul triste.
Siempre junto a la carretera,
buscando la humedad de la orina de los caballos, hay una gran nube de mariposas
negras. He caminado ya entonces por los bosques; por los cerros que están
reforestando para la silvicultura del cedro; finalmente, por las grandes
extensiones deforestadas que se talaron para hacer prados ganaderos o
simplemente porque a los propietarios les parece un símbolo del progreso los
lugares sin árboles y sobre todo, sin monos aulladores.
En la entrada a Jerusalén, junto al
camino, no hay un solo árbol para dar sombra ni una piedra para sentarse. Sólo
matorrales y algunas raíces que sirven como incómodo asiento. Y entonces hay
que comenzar la espera porque el transporte puede tardar lo mismo cinco minutos
que dos horas. Es recomendable llevar al menos un libro o una revista, a menos
que te guste ver la gris carretera y a los autos que pasan por ella.
Si llega primero el único camión
todavía en servicio en la ruta, pagarás 25 pesos hasta Tenosique; si te toca
una combi, serán 30. Eso y la experiencia de pasar más de una hora encerrado en
un pequeño transporte sin ventanas y con asientos minúsculos junto a otras
quince personas; varios de ellos de pie. Indudablemente los viejos sabían más
de este tipo de asuntos: los carcomidos camiones blancos (tan comunes en los
pueblos sureños hace poco aún) son mucho más cómodos, rápidos y frescos que los
“modernos” transportes. Además, puedes abrir las ventanas y ver el paisaje mientras
te toca el viento en lugar de preocuparte por el escaso oxígeno en el interior
y por el sujeto que te mira curioso mientras pica con un mondadientes su incisivo
de oro.
Durante la hora de camino ves un
retrato de todo el municipio de Tenosique, excepción hecha del Usumacinta. Áreas
de selva junto a franjas terriblemente deforestadas; montes rebosantes de
vegetación junto a otros sin un solo árbol, y con un terreno que no es
utilizable en forma alguna. No faltan cargamentos de cedro ilegal listos para
embarcarse junto a valientes soldados también prestos a atrapar a algún
guatemalteco o salvadoreño. Retenes para los transportes no faltan; los mismos
que por algún milagro no ven el cargamento de maderas preciosas o especies
cazadas por furtivos. Inclusive es notable que nuestras fuerzas armadas atrapan
inclusive a migrantes perversos y astutos que nacieron en México para
disfrazarse al tiempo que el calor de la selva las hace ineficaces contra los
salteadores y violadores. Por supuesto es imposible atrapar o frenar a las
bandas de narcotraficantes (que han puesto de moda la música norteña y las
cintas de narcos al grado que es casi imposible conseguir otro tipo de melodías
o películas) y mucho menos percatarse de que hay enormes y yermas áreas de
selva deforestada.
Hay poblados; hay casas abandonadas con
techo de guano; hay casas nuevas, hechas con cemento y losa; más caras, más
calurosas. Hay también, apenas, construcciones
abandonadas. El campus, pintado de naranja y azul intensos, de una universidad
que no hace mucho edificaron a mitad de la nada. Tiendas comunales. Rancherías
pobres; lujosas; otras, abandonadas. Anuncios que hablan de restaurantes y
venta de miel o pozol. A veces el lugar aún existe; la mayor parte ha
desaparecido. Otras ocasiones sobrevive el edificio ruinoso; casi siempre una
vieja construcción de madera y guano. Pocos minutos después de salir de Nueva
Jerusalén pasamos por la zona arqueológica maya de San Carlos. Construcciones y
más construcciones; mundos abandonados por todas partes.
Algún pasajero me mira sorprendido e
incrédulo si le digo que mi casa de la ciudad es de material porque somos pobres: sólo la gente con dinero se puede
costear una de madera. Para la mayor parte de los habitantes de estos lugares “progresar”
implica el techo de losa; el calor, el sudor y el aumento en energía eléctrica
que deja la instalación de ventiladores porque las casas de concreto son
calurosas como el infierno. Pero qué diferencia con la indiada y sus frescas,
aunque en su mayoría pobrísimas, casas de guano.
Lo primero que ves en Tenosique es
una avenida muy grande; una avenida como cualquiera de las colonias en los
alrededores del DF. Quizá un poco más triste, pero con más luz. Sólo el calor te
hace recordar que no estás en la periferia de la Ciudad de México.
De un lado de la avenida verás una
tienda de pequeños artículos baratos de plástico, cintas para el cabello;
peines chinos, pilas y discos con títulos como “Apañaron a Camelia”; del otro
lado, un deslucido autoservicio local -mitad
antiguo Cemerca; mitad bodega- donde
puedes encontrar desde un refresco hasta un machete; aunque hay otro
autoservicio aún más deslucido, pero más simpático, donde encuentras inclusive
talco borado y misarios. A mitad de la avenida hay un joven aunque envejecido
tamarindo.
Caminas rumbo al centro de la ciudad
y hallas un edificio vulgar, pintado de blanco. La plaza diminuta es una
plancha de concreto con algunas bancas del mismo material a los lados. No hay
árboles; no hay kiosco; no hay tampoco mucho movimiento. Sólo una empobrecida tienda
donde encuentras frituras, refrescos y poco más.
En realidad si hay algo que
sorprende en las ciudades que he visitado de estas fronteras de Tabasco es que
casi no hay tiendas, excepción hecha de en las terminales. No siempre fue así,
pues he visto anuncios no demasiado viejos de diversos establecimientos junto a
muchas casetas telefónicas abandonadas que aún no han retirado sus letreros.
En la avenida principal hay dos
hoteles. Uno de ellos cobra doscientos pesos la noche; el otro, 120. Mis modestos
recursos me hacen optar siempre por el segundo, a pesar de que es un edificio
horrible con una arruinada fachada azul marino.
La primera vez que subí hasta mi
habitación -la 304, por lo común- me
sorprendí al ver que hay en los pasillos de ese piso un salón de descanso con
una mesa de mármol. Da a un amplio ventanal con un balcón donde aún están dos
mecedoras.
Al entrar a mi habitación me
encuentro con un lugar casi desnudo, con una mano antigua de pintura y sólo una
toma de contacto que aún funciona. Sin embargo hay un guardarropa empotrado;
hay un viejo aparato de ventilación que alguna vez fue el más moderno existente
y que ahora parece sólo un recuerdo de los años setenta. Hay un tragaluz opaco
por el polvo en los baños; hay cerámica enmohecida en la regadera; también un
buró de caoba atacado por el comején.
En el segundo piso puedes ver el
interior del edificio y descubres un patio interior con pozo; una fuente seca
con la figura de un jaguar de cuya boca debe haber salido hace muchos años el
agua. Inclusive unas begonias, único signo de vida, siguen respirando su color
intenso en ese polvo, atendidas por una anónima mano amiga.
Si caminas por la ciudad encontrarás
muchos otros signos.
Quizá lo que más sorprende en la
avenida principal es que tiene una iglesia. No es la construcción más bella, al
contrario; tampoco es un lugar muy grande ni muy adornado. Ni siquiera tiene
una plaza o un jardín, como la mayor parte de las iglesias de la república. Lo
sorprendente es que exista, pues hace muchas décadas el garridismo pasó por
estos lugares, regocijándose en acabar con la perversa manipulación mental de
la iglesia mientras establecía multas y penas por emborracharse o por portar
una imagen religiosa. En el municipio de Emiliano Zapata existen aún las ruinas
de una antigua catedral, de la que sólo sobrevive un único muro que resistió la
furia socialista (y nacional) de los Camisas rojas. Es difícil acceder a esas
construcciones y mucha gente ni siquiera sabe que existen; en realidad no les
importa. Si la iglesia de Tenosique es
pequeña y humilde (pero existe), en Zapata, aparte de una construcción pequeña
en la periferia, sólo hay una iglesia moderna y horrible junto al malecón y a
la presidencia municipal. Y me dirán mucho acerca de las bondades de Garrido
Canabal en la educación y el desarrollo agrario, pero yo sé ahora muy bien de
deforestaciones ganaderas; de explotación
de los recursos forestales; de progreso
económico y de educación.
Si caminas hacia el malecón desde el
centro de Tenosique, te asombras de ver que poco a poco dejas los edificios
modernos y la piratería de películas de narcos para pasar a otros enormes
edificios, pero pintados de blanco y con techos de teja roja. Algunos pocos
están perfectamente cuidados, aunque paradójicamente parece no haber vida en
ellos; los más lucen abandonados y en alguna construcción de grandes puertas -a veces con
un anuncio que habla de un restaurante lujoso o de una tienda antigua- se lee el
letrero de “Se vende” que ha sido puesto hace tanto que apenas puede notarse el
dibujo del número al que se debe llamar.
Junto al malecón encuentras un muro de
concreto recién construido reforzado con muchos bultos de arena. En un
desesperado aunque vano intento, fue edificado para tratar de contener el flujo
del Usumacinta que a últimos años ha inundado zonas de la ciudad por meses. Una
improvisada escalera para los albañiles sirve de camino para entrar al malecón.
En un añoso árbol hay un letrero del club rotario donde se lee “No tires basura
en este hermoso lugar”.
No hay mucha basura, aunque dudo
mucho sea por la recomendación de los Rotarios. He visto su edificio abandonado
al salir de la ciudad, junto al también triste Club de Leones. Es más, junto al
mercado de Tenosique he encontrado símbolos masónicos y no creo difícil
encontrar un edificio ruinoso al que no han usado en varios años, donde crezca
la hiedra y que ostente los signos de la logia en el exterior. En Zapata lo
encontré muy pronto; con una gran mesa de madera, unas sillas azules y una lata
de Chiva Cola que nadie ha retirado desde que llegué a Tabasco. Y sigue ahí,
recuerdo de un enigmático pasado reciente (no hay letreros de venta ni nada
semejante) que ya no existe; una Gran logia que no volverá a reunirse jamás,
pero que fue tan importante que ni siquiera buscó esconderse, sino que ostentó
un edificio público; con el compas, el mandil y los signos propicios.
Al ver el Usumacinta puedes quedarte
anonadado por unos instantes: el mismo Usumacinta que pasa por Zapata; el
enorme río donde aún habita el manatí. El que pasa por Chiapas, Guatemala y
Tabasco; el que entra a la selva lacandona. El río más caudaloso de México.
Cuando lo miras por vez primera, la vegetación a lo lejos, no puedes evitar
inquietarte con un estremecimiento. Quizá pensar en distancias y en barcos
blancos y enormes.
Ya no hay barcos. Algunas barcazas,
con ritmo de música norteña, pasan como balsas de un lado a otro del enorme
río. Algunos viejos pescadores pasan a lo lejos y si tienes suerte, uno de
ellos te ofrece un viaje por unas cuantas monedas. Hace todavía diez años, me
aseguran, aún había grandes barcos de vapor; hoy si tienes suerte puedes
conseguir viaje a comunidades ribereñas en un antiguo y pequeño ferry de
gasolina que pasa sólo una o dos veces por semana.
Estaba justo al lado del añoso árbol
y al río cuando descubrí una baranda pintada de blanco. Me acerqué a ella para
encontrar un mirador devastado, cuyo techo había desaparecido casi por
completo, dejando detrás sólo algunos sitios cubiertos con tejas de madera. En una de las paredes aún permanecía pintado
el arruinado anuncio de un gran baile junto al precio de la entrada: 10 nuevos
pesos. Al fondo del mediano lugar una pareja de unos cuarenta años miraba el
Usumacinta junto a dos latas de cerveza. Aparte de eso, nada.
Junto a las calles donde se
estacionan todo los transportes de Tenosique está el mercado. Un edificio
blanco, con muy pocos puestos funcionales. En la entrada varios vendedores
ofrecen productos de temporada. Sus remotos rostros, como en todas partes del país,
parecen mirar a ningún sitio; resignados y apacibles. En los ojos aparece un
asomo de lágrima o de risa antigua, pero
fuera de eso, sólo hay silencio en ellos. No hay muchos marchantes, pero como
hay tanto movimiento en la zona, es un lugar ideal para la merca; mucho más que
el mercado a medias vacío. Ofrecen frutas, hierbas, pero sobre todo verduras y
ñame, además de varias especias desconocidas para mí.
Sólo a unas calles del mercado está
un verdadero supermercado abarrotado de gente a pesar de su modesto tamaño. No
está tan surtido como sus símiles locales en la avenida principal, pero me
imagino que es una gran novedad y sus luces atraen a toda la población. En
realidad también en Zapata hay un supermercado de similares dimensiones -y están
construyendo una tienda de ropa tan cara como fea, pagada a plazos-, ahí los
efectos sobre el mercado fueron devastadores: hay sólo dos o tres puestos
abiertos. Además, como he comprobado, además de algunos productos difíciles de
encontrar en estos lugares, resultan más caros y menos surtidos que las tiendas
o los autoservicios locales (aunque de un lado u otro, son lugares casi igual
de deslucidos).
Si se camina por varios días en
Tenosique se puede encontrar algunos signos menguantes, pero ciertos. Muy cerca
de la presidencia hay una calle antigua que alberga una vieja recaudería al
mismo tiempo que en su planta alta se anuncia una “disco” (así dicen) a la que
no me han dado ganas de entrar. Un día, al caminar ya caída la noche, me
percaté que también tenía un verdadero restaurante, más bien una fonda. Me
llamó la atención, pues además de taquerías, puestos de antojitos y demás, hay
muy poco diferente. Además, el nombre del lugar, Tía Chulita, me sedujo, en parte porque me recordó a una muy
querida tía.
Es un lugar muy pequeño, con apenas
dos o tres mesas. Lo atienden tres mujeres, entre ellas la misma tía Chulita
(aquí de cualquier manera le dicen tía a todas las señoras de cierta edad y
respeto). Normalmente no le tomaría mayor importancia al sitio, pero aquí en
verdad es algo notable, pues como dije antes, no existen restaurantes
familiares ni otra cosa que no sean puestos de antojitos.
También en la avenida puede
encontrarse una sombrerería. El lugar es insólito pues hay pocos que usen
sombrero. Sin embargo, todo se explica cuando descubrimos que los compradores
son los rancheros y trabajadores de las fincas vecinas. De cualquier forma,
también ahí -quizá más ahí que
en ningún otro lado- ha cundido la moda
norteña. La inmensa mayoría de los sombreros que se trabajan son los tejanos.
Sólo tienen unos pocos sombreros de ciudad y algunos antiguos, de palma,
típicos de esta zona; útiles por su frescor.
Casi me voy de Tenosique cuando al
salir del hotel descubro que en la misma construcción nostálgica existe una gran
tienda desgarbada. Entro y me doy cuenta que es una verdadera tienda de pueblo,
con sombreros de palma, correas, cuerdas para el ganado; redes para los
pescadores; cartas, dominós; velas, veladoras; machetes, cuchillos; petates,
hamacas. Le pago un dominó al dueño, un hombre de unos setenta años, y salgo,
no sin antes haber preguntado por el precio del metro de cuerda para mi hamaca.
El empleado, un muchacho ostensiblemente homosexual, me informa que el metro
cuesta 20 pesos. Le doy las gracias por la información pues aunque me hace
falta, he tenido muchos gastos; además, las cuerdas que tengo todavía
funcionarán más de dos meses.
Una vez fuera, algo me hace volverme
y por casualidad descubro que junto a esta tienda hay un minúsculo comercio de
recuerdos: máscaras talladas en madera con la figura de tigres, monos y diablos.
Le pregunto al dependiente -ahora lo
sé: hermano del dueño del hotel y del de
la tienda- si alguien compra
recuerdos; me responde que casi no, pero que hace muchos años, sí; “cuando esta
ciudad era importante”. Cuando todos esos recuerdos y esos signos aún vivían.
Creo que escogí un buen lugar para
pasar la noche.
César Alain Cajero Sánchez
19 de noviembre 2010