Invocar a los dioses
[...] Nada les dejo sino este justificado asombro;
este fuego para acabar con todo
–oh mujer, oh cuerpo mío que desea-
este asombro como el fuego del crepúsculo;
el mar y el cielo
devastando el horizonte.
"Testamento", Yo mero
Usaba
entonces una camiseta del último disco de los Smashing pumpkins y escuchaba en mis walkman “Paranoid android”.
Mi
madre se reunía cada semana en un grupo católico que leía la Biblia, la comentaba
y se daba golpes de pecho. Yo y mi hermano espiábamos divertidos todo el
proceso. Nos subíamos en un sillón y detrás de las cortinas hacíamos
caricaturas de mochos y beatas en trance.
Debimos
ver mejor sobre que sillón nos subíamos porque la polilla y los tamales
hicieron su efecto y caímos un día estruendosamente al suelo. Tuvimos que
arreglar el estropicio y etcétera.
Ese
etcétera significó ir rigurosamente a dichas reuniones.
Normalmente
debíamos hablar y comentar, así que sintiéndome tristetristetriste porque mi mamá
me había regañado, procedí a alegar. Una señora dijo que debía ser sacerdote
(años antes, un tío de esos católicos de los que ya no hay soñaba con meterme
al seminario). Mi mamá dijo que no, que yo era un hereje y un descreído (aunque
los descreídos no pueden ser herejes; mi madre no era muy ducha en teología).
Es
verdad. Como todos, me burlé de la religión, me declaré ateo.
Sin
embargo.
En
los poemas que escribí hace unos años aparecían muchas menciones a los dioses.
Alguna
vez Huberto Batis en clase me preguntó que si hablaba de Tláloc. No supe qué
responder.
Y
no, claro que no hablaba de Tláloc. Ni de Jesucristo. Ni de Pachamama. Ni de
Krishna. ¿De quién hablaba?
Es
común que sienta un dolor en el hígado cuando voy en el camión y me toca ir
junto a hombres “religiosos”. Hace unos días tan solo un señor decía que los
guatemaltecos tienen pero rete harto éxito en sus ranchos y que se les da mucha
cosecha porque ellos son “del evangelio”.
Una
señora, copete antigravedad, falda negra, asentía mientras me convencía de que
si me acerco a Dios me dejará de doler la cabeza.
Lo
malo es que más que dolor de cabeza, era que reprimía la risa porque me imaginé
qué pensaría si le pregunto si también por ser “del evangelio” Guatemala tiene
hartas guerras genocidas en su cosecha que nunca se acaba (dice popular
canción).
No,
creo que no tengo religión y que aunque algunas me simpatizan más que otras, en
general aquellas que me rodean (o sea las monoteístas) no me convencen. No creo
ni en el judaísmo ni en el cristianismo ni en el Islam ni en el ateísmo
ilustrado. No creo nada en el paraíso con muchas mujeres, velos vaporosos
dejando al descubierto sus ombligos, ni tampoco en un señor enojón que se
aparece como una nube o un fuego del desierto; menos en un universo que
apareció de la nada porque sí y quién sabe cómo. Me simpatiza más eso del Dios
que ama y aquello de hermana luna, hermano sol. Pero, chingaos, no siento
todavía fe en Iglesias que han llegado a encubrir o provocar tanta sangre.
Las
otras tradiciones religiosas me intrigan, percibo su belleza. Siva bailando al
destruir al mundo y creándolo; el cuerpo del mundo como un hombre para algunos
grupos africanos; los dueños del cerro que piden la lluvia.
Sion
embargo uno no se convierte a esas religiones por decisión. Es una visión, una
forma de vivir. Y aunque tienen sus pájaros, también por ahí están sus feroces
galgos morados. Además, ni modo, algunas cosas no las acabo de creer (tampoco
las dudo, simplemente no daría mi vida por ellas; mucho menos mataría).
¿De
quién hablaba entonces?
A
pesar del supuesto ateísmo adolescente que profesé, nunca me simpatizaron los
ateos furibundos ni los predicadores positivistas. Los epítetos puestos a los
creyentes: “idiotas”, “primitivos”, “pobres ignorantes” y demás me sonaban como
muestra de lo peor de la intolerancia que decían atacar.
Por
otra parte, mi abuela fue católica. Y no podía entender que hubiera no sólo
quienes dijeran que ella iba a ir al infierno (otras religiones monoteístas),
sino quien asegurará que ella, una de las personas más buenas que conocí, era
una ignorante supersticiosa.
Claro
que la bondad no se asocia con la inteligencia, pero quizá sí con la sabiduría.
Además
estaban esos momentos.
Estaba
esa navidad y el olor del musgo, las manos que limpiaban las figuras del dios
niño, la virgen; estaba la noche iluminada y el reflejo en los ojos. Y una
historia de esperanza.
También
las flores y la danza; caminar en las calles iluminadas donde ninguna puerta se
cerraba. Está esa tarde en que mi padre lloró frente a un féretro y cantaron.
El fruto de la muerte y la vida.
No
veo cómo negar esa belleza.
Ello
no hace que los dogmas cristianos sean reales. Tampoco digo que la moral
propugnada por esas iglesias (católica en el caso de mi abuela, aunque el
catolicismo abarca desde el repugnante San Pablo hasta San Francisco de Asís)
me parezca aceptable. En general la moral —toda moral—y los dogmas —todos los
dogmas—me resultan francamente inaceptables.
Por
ello entiendo a aquellos que juzgan a las religiones por esto. Empero recuerdo
que ellos mismos viven sujetos a una moral que, en general, consideran tan
única e inamovible como la que critican. También les apunto que el ateísmo ni
ha traído libertad ni belleza ni sabiduría ni nada de lo que pretenden. Las
guerras no sólo no han desaparecido del mundo laico, sino que se han tornado
peores. Y el nacionalismo ha matado más personas que todas las religiones
juntas. Y olvidamos que no es lo mismo el taoísmo que el budismo ni el
cristianismo que el Islam… y que todos ellos son distintos a esa sabiduría que
tienen los pueblos sin tradición escrita.
¿Creo en los mitos? No. No creo a pies juntillas en ninguno de ellos. Pero me parece que por lógica no se puede prescindir de ellos. Nunca han apelado a la lógica y de hecho sus presupuestos indican que están fuera de ese terreno. No creo en ellos, pero tampoco puedo asegurar que no sucedieron. Suspendo el juicio.
Y
aún si no fueran verdaderos fácticamente: en ellos se encuentran verdades más
profundas que muchas de las ahora discutidas. El árbol de la ciencia, del
conocimiento, del bien y el mal explica mejor que muchos filósofos las
consecuencias de la conciencia. La idea de las eras cósmicas de la India
explica de una manera palpable la inmensidad del tiempo y las ideas del mundo
cíclico. Los dueños del cerro y los espíritus del bosque explican muy bien la
relación entre todo el entorno ecológico y los peligros desatados al alterar
los ecosistemas.
Más
que eso, los mitos no son sólo frutos de la fantasía. O mejor dicho: la
fantasía no es un adorno superfluo, sino una manera de aparecer la realidad. No
otra manera, sino la manera de manifestarse de la realidad. No de la Verdad,
pues la verdad para los occidentales es única y monolítica (es discurso,
logos), sino la realidad en tanto presencia que se siente, se vive y, sí, se puede interpretar.
Creo
que los mitos no son fruto del hombre, no creo que el hombre haya creado a los
dioses. Los mitos están más allá del hombre. Son símbolos en su más pura
acepción: formas de pasar de un mundo a otro. Son reales y sobrevivirán a la
humanidad. El árbol, el rayo, el dios en la cueva, la serpiente del sueño; el
dios sacrificado y vuelto a nacer. Todos preexisten. No dependen ni del hombre
ni de su cultura.
¿Con
esto aludo a las ideas de los esotéricos? No necesariamente.
Digo
que preexisten, no que los seres humanos no los modelemos a partir de nuestra
cultura. El ser humano re-significa todo lo que toca. Así, estas realidades
serán conceptualizadas y reinterpretadas de forma distinta por cada grupo
humano, según les sea significativo o no.
¿A
qué me refiero entonces con los dioses?
Me
refiero a esos instantes, a todo instante que nos es regalado, a esas
experiencias gratuitas en donde somos conscientes de ser sólo una parte del
todo. Comunión y soledad; terror y dicha. Todos lo hemos sentido alguna vez.
Los dioses de las pequeñas cosas. Y también los dioses terribles de las grandes
ocasiones, del sacrificio de una madre por su hijo, de los amores suicidas; de
una mañana desnudos cubiertos de la luz matinal.
En
todo están presentes los dioses, en todo está lo sagrado. Y una taza de café humeante
merece ser santificada, merece ser agradecida.
Esa
es la clave que hemos perdido con el mundo moderno y que los antiguos intuían.
Cada uno con su propia manera de ver el mundo, con una significación distinta
pues distintos eran las necesidades y las realidades presentadas a sus
sentidos.
Qué
mayor sabiduría que la de agradecer a la Tierra por darnos alimento y saber que
u día también seremos parte del nacimiento de otro con nuestra vida. Qué mayor
sabiduría que el baile que destruye y crea al universo. Qué mayor que la de la
fraternidad divina que da su vida por amor.
¿Es verdad lo que dicen estas tradiciones? ¿Es verdad literalmente?. Lo ignoro. La verdad no me interesa: me interesa que hablan de algo que podemos sentir y negar lo que se siente es inútil. Para esas tradiciones la idea de la literalidad era extraña, además. Sólo occidente, orgulloso y vano, invento tal espejismo.
La
lluvia debió ser santificada y Tláloc y las ondinas; los bosques y las hadas,
los dueños del bosque, los genios de la selva; el amanecer y la Aurora; la
noche y… Perpetuo canto. Respeto y alegría es lo que hemos olvidado.
La
Ilustración, claro, vació al mundo. Pero la vida moderna, que no permite
apreciar la belleza y el abismo también lo hizo. La locura se extendió: se
vació de lo sagrado en ella. La locura, la verdadera locura, la llamamos
civilización. Yo la llamo esclavitud. No tenemos tiempo para sentir y a los que
sienten los llamamos locos, atrasados, inmorales.
¿No
se parece mucho esto que digo y el arte? Por supuesto, pues el artista pretende
multiplicar el mundo; repetirlo y recrearlo. Volverlo a hacer presente. El arte
es imitación de la naturaleza en tanto recrea ese momento en que se nos
presenta lo sagrado de cada instante.
La
ciencia no es enemiga de lo sagrado: su enemigo es el conformismo, la
enajenación. La ciencia, ella también, debería ser un vehículo del mundo, no de
su desequilibrio en aras de un poder ficticio.
¿Que
la ciencia destruye los mitos? No es verdad, si tomas al mito como una imagen
del mundo (y no con ese vil sentido de “mentira”) pues la ciencia misma es una
imagen —una más— del mundo. Demuestra mediante pruebas y errores, pero nombrar
no es explicar y el mecanismo no explica al ser, como la botánica no muestra lo
que es este árbol ni la anatomía lo que es este beso entre los cuerpos.
La
ciencia explica sus mecanismos. ¡Maravilloso! Ello no rebaja sino enaltece al
mundo; a lo sagrado.
Los
dioses de todos los días, los dioses que hemos olvidado. Los que no nos atrevemos
a cantar porque también son dolor y abismo.
Nadie
dijo que la santidad era dulce.
César
Alain Cajero Sánchez
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