Verde es el árbol de la vida
La
idea de que el universo ha sido escrito siguiendo una regla y una medida
humana; la idea misma de que lo humano es razón y no sueño ha durado ya desde
hace miles de años entre nosotros. De ella ha nacido la lepra que corroe al
hombre.
Cuando
se cree que el universo obedece una ley, sea la que sea ésta, no es asombroso
que los hombres dicten otras leyes para regir su pobre dominio. El orden
fascina porque entraña una imposibilidad de la libertad. Y la libertad es el
miedo más acabado de los hombres: juramento y celebración.
Las
leyes son, entonces, vistas como revelaciones de la Verdad, no como meros
instrumentos para servir al hombre. Así, los hombres terminan en siervos de su propia
creación.
La
sociedad es el modo más perfecto en el que esta sistematización del artificio
ha cristalizado. Para la civilización, sólo cuenta aquello que entra dentro de
sus límites: todo aquello fuera de ellas es inexistente, espurio o blasfemo. La
civilización occidental, fruto de la idea de Verdad única y redentora —con su corte
de mártires, fariseos e inquisidores; con sus corredores llenos de gobiernos,
reyes, prelados y ministros— es el culmen de lo que han sido todas las
sociedades.
Y
la semilla que sembró Platón, la de un orden racional tanto en las alturas,
como en la Tierra, produjo la idea de mundo que hoy nos domina: la nacida en el
Siglo de las luces. La de un universo como una maquinaria mensurable y
descifrable; analizable. Que hoy se hable de la verdad fractal no es más que una
evasiva ante la Verdad que hoy reina: todo es realidad si lo justifica la
teoría; si es disfrazado de palabras que veneran a la razón; que se disfrazan
con sus ropajes.
Que
hoy admiremos la idea de una verdad plural sólo es posible porque ya un teórico
justificó la existencia de tal idea. Sólo hasta que la teoría la sancionó como
verdadero fue que tal posibilidad nos pareció justa. No habrá, pues, que esperar
mucho para que la Razón sueñe su nuevo monstruo y arrojemos a la fractalidad al bote de basura donde
descansan otros absolutos fundados en
la Razón.
El
eclecticismo de la llamada posmodernidad muchas veces se ha presentado como la
antítesis de la verdad monolítica de la modernidad (y de Occidente). Se olvida
que tal eclecticismo cultural sólo es aceptado cuando ha sido justificado por
la Razón. Si aceptamos otras tradiciones es siempre que la ciencia, la técnica,
la Razón, nos permitan adoptarlas sin temor a caer en el ridículo.
No
es, entonces, de sorprender que hoy se jure en nombre de la Ciencia como antes
se juraba en nombre de Dios o de la Democracia. La diferencia entre los
Absolutos de épocas pasadas y el de nosotros es cuestión de un montón de
fórmulas de rutina; en donde el lenguaje pseudocientífico reemplaza los Credos
y las antiguas leyes.
Pruébese
si no recordando las conversaciones con cualquier intelectual. Su máximo
argumento siempre será acudir al testimonio de la Ciencia; a las palabras de un
teórico; a los “nuevos descubrimientos” en determinada área. Es la Razón la que
nos permite creer en algo.
Júzguese
si no en cualquier diccionario, donde la palabra “científico” se presenta como
sinónimo de indiscutible, probado, seguro, irrefutable; Verdadero.
En
el caso de las Humanidades es pasmosa la manera en que tal concepción de la
Verdad ha sido aceptada. En realidad la ciencia, sin rebajarla, pues merced a
ella se han abierto nuevas posibilidades a los sentidos, es una herramienta tan
solo. Una herramienta: no un criterio infalible, no una revelación. La ciencia
y la razón son instrumentos del hombre; no sus tiranos; no sus dioses.
Sin
embargo, no es ya sorpresa descubrir cómo en las conversaciones entre humanistas se tiene
por verdadera cualquier majadería disfrazada en un lenguaje pseudocientífico;
en una parodia empalagosa de la jerga de los lógicos. Para que un humanista
crea lo que sea basta con citar al más mediocre teórico y decirlo de manera que
nadie sea capaz de entender. Para evitar caer en el ridículo, nadie se atreverá
a decir que el Rey va desnudo.
Otros
acudirán a la justificación de la ruptura del orden monolítico; a la Verdad
como un fractal de posibilidades (repito: idea aceptable sólo porque ha sido
enunciada desde la Razón, o con algo que se parece
a ella). Merced a esto se justifica la peor de las necedades; la más absurda
pedantería; el narcisismo del lenguaje. “Una victoria sobre la monopolización
de la verdad”, corean los académicos.
Se
habla entonces del ocaso de Occidente, de la pluralidad de culturas, de las
deudas de nuestro mundo con las otras maneras de pensar; se alude a las
vanguardias, al romanticismo; se cita a Nietzsche, a Kierkegaard. Se habla
también de la filosofía como un juego y como una creación.
Pero
se sigue invocando a la Verdad.
Pero
se olvida que lo que menos quería el arte era ser Verdad (al menos en la definición de la Verdad occidental; el arte es
presencia); el romanticismo no pretendía ser explicado por la teoría. No quería
establecerse como una nueva máscara de Occidente.
Las
tradiciones occidentales no necesitan ser justificadas desde Occidente:
mientras están vivas se sostienen en dos pies; saltan, bailan, dan gritos de
júbilo.
En
el pasado era la teoría la que seguía al arte: hoy es el arte el que sigue a la
teoría. Y sólo es valioso el arte que puede ser explicado por un teórico. Hemos
olvidado la capacidad de olvidar: de perder el control de nuestro ser. De
hundirnos en la pasión.
Todos
somos demasiado racionales. Y hasta nuestros entusiasmos son el reflejo de un
silogismo.
En
realidad el ataque a la Verdad que se presenta hoy día, poco tiene que ver con
la rebelión romántica que en el mediodía de la Edad Moderna cruzó como un fuego
a Occidente. Aquella se apoyaba en los sueños; ésta, en la estructura; aquélla
prefería a la fantasía; ésta, al análisis; aquélla era visionaria a fuerza de
pasión; ésta, desdeña aquello que no puede ser enunciado. Los despojos del
romanticismo fueron envueltos cuidadosamente en un ropaje de palabras y
forzados a presentarse de nuevo ante una sociedad, que al verlos tan anémicos
como sus fantasmas, los aceptó sin chistar.
Los
poderes de seducción de aquella gran rebelión contra el racionalismo yacen en
el cajón donde guardamos todo aquello de lo que a veces nos sonrojamos; a una
era juvenil donde —reímos— todo era permitido. Hoy, es cosa de ocuparnos
seriamente de aquellas nuestras antiguas pasiones.
Racionalizar
las pasiones; desmitificar al mito. Sombra de la sombra de aquello que alguna
vez fuimos.
César Alain Cajero Sánchez
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