Arte,
forma y sentido
(III)
El arte y el icono
Previamente
he manifestado que la obra de arte es inseparable del objeto físico. Más
todavía, que ese objeto físico es la
obra de arte; que ésta sólo existe en su forma integral como nos ha llegado y como
somos capaces de percibirla (porque en ese encuentro, en su percepción y
reinterpretación, radica el arte).
En
ello no se involucran de manera directa ni las lecturas ajenas ni las
interpretaciones intelectuales ni las intenciones del creador. Todas esas
variantes por supuesto pueden enriquecer la lectura, pero ni provocan una
interpretación más intensa ni mucho menos la sustituyen. Para apreciar una obra
artística sólo es necesario que haya dos factores en juego: un lector y la obra
en su forma corpórea. Sólo con la presencia de ambos en la posibilidad física de
apreciar y ser apreciado se cumple la experiencia estética.
Las
características hasta aquí expresadas pueden hacer llegar a hacer concebir a la
obra artística como una especie de epifanía de la realidad en el mundo humano
(entendidas estas palabras en un sentido heideggeriano[i]). Es decir, como la
aparición en la sociedad humana (social y construida de forma conceptual) de la
forma física (aquello que no significa, sino que es) y, con ella, de lo que
excede al hombre. Por ello, esta presencia no depende de un artista ni de una
lectura racional. Es sensación y en ella se agota en tanto experiencia estética;
es realidad física y sin ella tal sensación es imposible.
Todo
ello remite a la tradición ortodoxa de los iconos, aunque sin involucrar el
sentido religioso (al menos no aquel que la tradición occidental ha
privilegiado). En la espiritualidad ortodoxa, las imágenes son la expresión del
dogma de la encarnación: el verbo hecho carne, la espiritualidad hecha materia.
La aparición de estas figuras, como la del Cristo, tiene algo de prodigioso. No
pueden ser suplantadas ni explicadas.
La
unión íntima entre la forma física, el objeto artístico y la experiencia
estética hace dudar de una posibilidad que los seres humanos hemos anhelado
desde que sabemos que existen diversas lenguas y culturas, desde que sabemos
que existen otros hombres: la del diálogo. La facultad de que exista la
comunión y, en mayor proporción, la posibilidad de diálogo y traducción entre
distintas épocas y culturas. Entre distintas lenguas. Y lo hace dudar porque lo
que puede traducirse de un texto de una lengua a otra es el concepto que sus
palabras encierran, su significado.
Sin embargo, la literatura no es concepto; o no lo es simplemente; siempre va
más allá de él ya que, como todo arte, está intrínsecamente ligado a su forma.
Dejemos
por el momento de lado las diferencias o similitudes que existen entre los
seres humanos. Somos distintos, cada uno está encerrado en su propio ser, en su
propio lenguaje. Pero hay algo que nos hermana. No importa cómo lo llamemos en
este momento.
No
es poca cosa que el problema de la traducción nazca en el mundo de las artes y
de la religión —en un principio fueron inseparables—; estas experiencias son al
tiempo aquello de lo que nace el mundo humano y aquello que lo trasciende. No
es de sorprender tampoco que surja en el contexto del lenguaje hablado.
¿Es
posible comunicar a otro lenguaje una obra artística? Tanto valdría preguntar
si es posible glosar una pintura a un daltónico o una melodía a un sordo.
¿Podríamos traducir una pintura al lenguaje de la música?
Dolorosamente,
una persona que no tenga la capacidad física de apreciar una obra artística,
nunca podrá sufrir la experiencia estética que otras personas sienten con ella.
No se trata de una cuestión de perfección o superioridad sino de simple
diversidad. Así, los demás son incapaces, asimismo, de percibir el mundo a la
manera de ese individuo.
Aun
cuando se trate de un mismo lenguaje, dado que la obra artística es inseparable
de su corporeidad, un cambio cualquiera en ella representa ya un cambio
respecto a su significación y presencia total. Esto se puede entender claramente cuando nos referimos al arte
pictórico.
Las Meninas,
el cuadro de Velázquez, ha sido reelaborado por múltiples artistas y ha
inspirado a muchos otros (hablando hasta aquí sólo del ámbito pictórico).
Incluso cuando se trata en el primer caso de un ejercicio donde se retoma tanto
el tema como los rasgos formales más manifiestos de la obra original, no
podemos decir que estamos ante una misma obra o ante una puesta al día de la misma.
No
se puede decir esto porque no es la obra la que se reactualiza, o no lo hace de
esa manera: el diálogo entre la obra artística y el mundo se da cada que es
reinterpretada, experimentada nuevamente. Y esa interpretación implica no una
recreación física del objeto artístico, sino del mundo que la creó y del mundo
desde el que se lo contempla. Es, también y quizá más decisivamente, una
recreación de y desde el lector.
Las Meninas
de Velázquez y Las Meninas de Picasso,
por mencionar una de las recreaciones más conocidas, son dos obras distintas.
Dicen cosas distintas y son padecidas
de diferente manera. Esto no elude un innegable parentesco y una ascendencia
clara. Una es un homenaje de la anterior. Sin embargo, no son la misma obra ni
puede hablarse de un progreso o una renovación (si entendiéramos esto como un
perfeccionamiento). Una no remplaza a la otra.
La
lectura diferirá radicalmente porque la obra en sí misma es distinta: es otra. La obra artística es inseparable
de su materialidad y cada trazo, cada sonido, cada palabra suya es
irremplazable.
Es
el caso también de obras incompletas o perdidas. ¿Cuál era la experiencia que
tenían los antiguos frente a la Venus de
Milo o a la Victoria de Samotracia?
No lo sabemos. Tenemos aquello que nos queda y es de esa manera como la
experimentamos. ¿Eran mejores estas obras cuando estaban completas? No lo
sabemos y no importa: eran otras. La
belleza del templo antiguo, dice María Zambrano, está en su condición de ruina.
Es verdad, pero habría que agregar: la belleza que conocemos de ese templo antiguo está en su condición de ruina
porque es de esta manera en que lo experimentamos actualmente: esa es para nosotros su fisicidad.
En
ello no interesan ni las glosas ni las descripciones ni los análisis. Un análisis
formal sin lugar a dudas puede decirnos mucho sobre cómo se forma la obra y
sobre la manera en que ella, en su especificidad, crea su forma, aquella en la que nos ha estremecido. La palabra crear es, en este caso, de rigor pues
cada pieza artística crea sus reglas y las agota. Sin embargo, ningún análisis
ni la recreación más perfecta nos pueden decir estéticamente —no hablo de conceptos ni de análisis técnicos, lo
cual desde cierto punto de vista resulta importante— nada de la obra que ella
misma no nos comunique de manera directa. No pueden suplantarla.
En
cualquier sentido, aquello que haya querido decir el autor no es importante estéticamente. De la misma forma que
antes aludí respecto a las exégesis racionales, las ideas, opiniones e
investigaciones alrededor de la figura del autor pueden ser significativas para
un análisis formal, técnico, especializado o filológico. Puede darnos pistas de
cómo se gestó la obra. Sin embargo, en tanto pieza artística, nada puede añadirle.
Ésta siempre trasciende a su creador; dice otra cosa de la que él quiso decir. Tan es así que, si la obra
se limitase a expresar una idea, sensación o emoción del creador, carecería
totalmente de interés. Si la obra nos toca
es porque expresa, alude, nos hace conscientes, de nuestro mundo, no aquel del
creador. Pone en diálogo el mundo del lector con aquel otro, el de otro tiempo,
cuando fue creada la obra, y el otro tiempo que reside en la obra misma y que
no puede fecharse. Lo renueva.
¿Qué
importancia pueden tener los propósitos del autor, por muy cercanos que sean a
nuestra experiencia? Si logró acercarnos a su idea o no, no se trata de algo
que le interese más que a él. Sus esfuerzos habrán sido (si ese era su
propósito) ya un triunfo o un fracaso. Lo que importa es que la obra está ahí.
Se ha convertido en algo más: siempre algo más que el autor, algo más inclusive
que el lector, el cual se ve rebasado, pues la obra es piedra de toque.
Necesita de su intérprete, pero queda abierta a otras reelaboraciones:
provocará en otros lectores distintas recreaciones del mundo —pues dialogará a
su vez con distintos mundos— a través de sus sonidos, imágenes, o palabras.
Nuevas interpretaciones, siempre otras, necesariamente.
[i]
Recordemos la diferencia entre “tierra” y “mundo” en Heidegger. Éste entiende
por el segundo, aquel espacio que el ser humano hace habitable y entendible
mediante el lenguaje y la cultura: todo aquello que es posible pensar. Por
“tierra”, se refiere a ese espacio (si existe) incognoscible, físico, sensual:
la realidad; lo que está fuera del ser humano. Lo terrenal, por supuesto, pero
también lo divino, entendiendo esto no en el sentido judeocristiano (o no
solamente en él).
No hay comentarios:
Publicar un comentario