lunes, 17 de diciembre de 2018


Literatura e interpretación


César A. Cajero Sánchez

¿Qué sucede en el caso de la literatura? Podríamos en un primer momento ubicarla en lo que en la primera parte de este ensayo llamé “artes contemplativas”. En efecto: concebimos la obra literaria como un todo integral que ha sido forjado por el autor y que experimentamos pasivamente, que no tiene un "intérprete" visible.

Por supuesto, en el arte literario sólo difícilmente podemos hablar de un intérprete que actúe frente a un público, como en el caso de la música o la danza. Hay, sin embargo, nexos ya muy evidentes con este tipo de artes. No es necesario hablar del más obvio: el de la dramaturgia; está también la unión intrínseca y casi indisoluble entre la lírica y la música, así como aquellas historias que han servido como principio de diversas obras coreográficas. Existe un continuo entre las diversas artes.

A pesar de esto, podríamos decir que, sin tomar en consideración para este trabajo a los cuentacuentos y a los declamadores, la literatura se entiende en los tiempos modernos como un arte que se experimenta de manera individual, sin un intérprete manifiesto.



Una vez más es necesario recordar que esto es cierto sólo desde el punto de vista más evidente. En el caso de la literatura —inclusive en la moderna, en una cultura donde se privilegia al texto escrito—, sí debe haber alguien que “le dé cuerpo y forma material a lo que no son más que indicaciones en un papel”. Alguien que reviva esas palabras y las recree; las haga de nuevo presentes. Ese alguien, por supuesto, es el lector.

Aunque ya anteriormente hemos expuesto que tanto la arquitectura como las artes plásticas y el cine requieren de una interpretación y recreación —dado que no hay arte si no hay quien lo padezca[i] —, en el caso de la literatura, la experiencia de esta recreación, la lectura, es más consciente que en el caso de otras artes. No leemos como al pasar —o al menos no es lo normal fuera de un contexto de lectura por obligación—; no tomamos una obra literaria y leemos sus páginas por mero descuido. Siempre hay ya una intención consciente de convertirnos si no en intérpretes (no usaríamos esa palabra), sí en lectores.

El lector de una obra literaria moderna, para serlo, debe ser también necesariamente intérprete activo de la misma. Es decir, debe convertir los signos escritos en palabras físicas y revivir esas palabras, recrearlas. No puede ser tan sólo espectador ante la obra artística. Esto es verdad en todo arte que es padecido (es decir, en todo arte que es), pero podríamos decir que, por las características de su evolución, la literatura es el puente en el continuo entre artes como la arquitectura y la pintura, y aquellas como el teatro y la música. Exige una lectura conscientemente activa, participativa.

Las características de la lectura de una obra literaria, de su interpretación, no son distintas de las de otras formas artísticas. Cada lectura recrea a las formas que de otra manera son únicamente signos en un volumen. Para ello, esos signos se transforman en palabras, es decir, en ondas sonoras que contienen con una carga semántica definida, que encierran un concepto o enlazan de determinada manera conceptos. En cierto sentido, la literatura se acerca de manera primaria a la música: también ella usa los sonidos de una manera armónica (toda lengua hace uso de las armonías vocálicas) para expresar sensaciones, sólo que la expresión sonora de la literatura es sólo vocálica, mucho más restringida, y acotada por el sentido del lenguaje. Todo lenguaje encierra un sentido conceptual, y la literatura no puede eludirlo (aunque sí jugar con él, tenderle trampas, trascenderlo).

A su vez, en lo que anteriormente señalé como una restricción de la literatura frente a la música hay también una apertura de posibilidades. La palabra no sólo abre la significación conceptual del ser humano: es su frontera. No hay nada que el ser humano pueda pensar fuera del lenguaje. Es a través de éste como nos apropiamos del mundo y creamos sus imágenes. La literatura no sólo permite expresar sensaciones, sino también aludir y reinventar al mundo al que ha dado forma ese lenguaje que es la materia y creación de la misma literatura. Permite crear un mundo: darle forma e imagen. Una característica que lo acerca a todo arte visual.
 
Esta imagen, sin embargo, tiene un límite si lo comparamos frente a las artes visuales: se trata de una recreación mental. Cuando las palabras de la literatura aluden a una forma visual, ésta es absolutamente subjetiva. No hay una forma física real. Podríamos decir que la imagen se ha vuelto concepto, pero erraríamos: el concepto se distingue por la posibilidad de comunicarlo; es razón. La imagen mental es sensual e intransferible.

En el caso de la narrativa, donde la formación de imágenes es más palpable, podemos tener un mínimo de acuerdo de lo que representa la imagen literaria, precisamente el contenido de las palabras. Sin embargo, fuera de ello, no hay un control acerca de lo que éstas despertarán en cada persona.

Esta limitante respecto a las artes plásticas, de nuevo, es aprovechada porque permite no sólo el juego con dicha subjetividad, sino por la posibilidad de crear imágenes imposibles de expresar visualmente en nuestra realidad. Una suerte de imágenes que descansan únicamente en el sonido: una recreación mental de visión, sonido y sentido. Es el caso, en la poesía, de versos como “Sur la lampe qui s'allume/ Sur la lampe qui s'éteint/ Sur mes maisons réunis/ J'écris ton nom”. Una vez más, la literatura en este caso representa un continuo entre las distintas artes[ii].

Lo que hace esto posible es que la palabra hablada, que es la materia del arte literario, se manifiesta ante todo como un sonido armónico y, a la vez, ese sonido remite a una realidad física, sensual o mental que experimentamos. La palabra establece un sentido y expresa una sensación. Da forma a un mundo mediante una imagen sonora (o al contrario: debido al mundo nace esa imagen sonora, lo mismo da). La palabra no elude al concepto: lo integra. En la literatura no se puede separar una cosa de la otra. No hay sentido sin sonido ni sonido sin imagen.

Por ello, cada elemento físico de la obra literaria —exactamente igual a lo que pasa en la música, la pintura, la arquitectura o la danza— es insustituible. Cada sílaba de la obra remite a una armonía sonora, ésta a una imagen, y ambas, a una recreación mental que el lector realiza al reinterpretar el texto, es decir, al leerlo. Como en toda realidad, esta lectura será personal e inalienable, pero para que ésta nazca, debe existir una forma física: la palabra, ese punto de origen de donde parten las distintas lecturas. Cada palabra, cada sonido, la clave armónica que es el lenguaje.

No es posible abstraerla[iii] pues el arte de la palabra regresa a las fuentes del lenguaje, donde éste no disuelve la realidad en un concepto: la hace presente.

Así cada lectura es la re-presentación de una realidad, su creación.



[i] En el sentido original de “padecer”, proveniente del pathos.

[ii] Repetiré que esto no la hace ni mejor ni peor, sólo distinta. Las posibilidades sonoras de la música son infinitamente más ricas, y la vivacidad de la imagen plástica es muchísimo mayor.

[iii] Me refiero a que no se puede abstraer el sentido sin perder a la obra como la totalidad que es, no a que sea imposible y mucho menos a que esté prohibido. Sin embargo, es importante recordar que esas abstracciones, no son sino un acercamiento parcial (toda abstracción lo es, aunque tendemos a olvidarlo), nunca algo más que ella.


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