Después
de las ideologías, el mercado
César Alain Cajero Sánchez
Desde
hace algunos años se habla acerca de que hemos entrado a una nueva época que
rompe con la modernidad. A partir de fines de los años ochenta con cierta
insistencia se escriben textos que hablan de algo llamado “postmodernidad”;
término con el cual parece se puede decir cualquier cosa y del cual se han querido
marcar inicios históricos a placer del autor en turno.
Hay
textos que hablan de la llamada “postmodernidad” desde el arte, la tecnología,
la política y la filosofía inclusive. Sin embargo, no hay un criterio confiable
para hablar ya no de las características de dicha etapa histórica, sino
siquiera si ésta existe o cuál es su origen, lo que es natural con algo tan
reciente que, de existir, ni siquiera tiene un nombre como tal. El término
“postmodernidad” lo único que quiere decir es aquello que está “después” o “más
allá” de la modernidad, lo cual no dice en realidad mucho.
Si
consideramos a la modernidad como aquella época histórica que nació con el
Siglo de las luces y que se caracterizó por la creencia en la posibilidad de la
racionalización del universo y la historia humana; como un movimiento de
continuo progreso a través del conocimiento, veremos qué limitado es el mismo
término de dónde se parte. Llamar a un momento histórico “modernidad” es
insólito en tanto esta palabra indica “lo que está pasando”. En ese sentido,
todo momento es (o fue) moderno. En realidad, el término usado para dicha etapa
histórica no dice nada acerca del sentido histórico de la civilización que
durante ella se desarrolló.
Sin
embargo, la elección del nombre “modernidad” no me parece tan casual como puede
parecer. Al llamar a una etapa histórica con el rótulo de aquello que “acaba de
suceder” se llega a la conclusión de que ésta es el último momento posible de
la historia humana. Que se ha llegado al pináculo del progreso.
El
progreso en la modernidad se vio a través de dos procesos: evolución y
revolución. El cambio lento y gradual, con saltos en ciertos momentos, dentro
de la ciencia y la Filosofía; el cambio rápido y violento en la política y el
arte. Las dos palabras indicaban una mejora en la forma de vida. Y ambas se
encuentran tan íntimamente relacionadas que en realidad es posible verlas como
una sola idea: la revolución como un cambio que exige grados previos y
evolución como saltos periódicos que implican una ruptura de paradigmas.
Sin
embargo, cuando se habla de “postmodernidad” llegamos a una palabra y un
sentido que todavía está por construirse. Decir simplemente que algo está
“después de otra cosa” es ya de por sí decir muy poco. Cuando decimos que algo
está después de “lo que está sucediendo”, se transforma algo insignificante en
un disparate lógico.
Es
natural que esto suceda: de existir, esta nueva etapa histórica lleva apenas
treinta o cuarenta años de existencia. Los cambios fundamentales son tan
cercanos que somos incapaces de aquilatarlos a plenitud. Tan difícil es
entenderlos que en gran parte es difícil juzgar si en verdad hablamos de una
nueva etapa histórica o simplemente de otra parte de la modernidad. El tiempo
lo juzgará con mayor justicia.
Es
por ello que, aunque evidentemente, el término “postmodernidad” no significa
apenas nada y que es insuficiente para nombrar una nueva época (si ésta
existe), no somos los indicados para juzgarlo con propiedad y mucho menos para
nombrar algo cuyas características no han sido completamente definidas. Así las
cosas, a lo largo de este texto usaré el término a pesar de que no lo considere
el más adecuado.
Para
entender el porqué de la insistencia en marcar una diferencia tajante con la
modernidad, es imprescindible hacer un bosquejo de aquellas transformaciones que
se han señalado como signos de un cambio de época. De esta manera es posible
aquilatar si tales cambios son en verdad tan importantes como para establecer
que existe algo diferente de lo que hemos vivido en los últimos siglos.
Aunque
no fue el primer cambio en ser mencionado para aducir una diferencia con la
época previa, es indudable que la caída del muro de Berlín y el colapso del
bloque socialista es con toda probabilidad el más invocado.
A pesar de que para los que nacimos cuando la Unión soviética todavía existía, el derrumbe de
los países que conformaban el bloque socialista fue un evento sin parangones
históricos, a decir verdad, durante la modernidad hubo otros momentos que por
su importancia lo opacan. Sin embargo, ni la caída de las bombas atómicas en
Hiroshima y Nagasaki ni la batalla de Waterloo ni el estallido de la Primera
guerra mundial se invocaron jamás como parteaguas históricos. No es la primera
vez en los últimos siglos que desaparece un imperio de las dimensiones o la
importancia de la URSS. Tras la Primera guerra mundial desaparecieron los
imperios otomano y austrohúngaro; las revoluciones del siglo XX terminaron con
el imperio chino tal cual se conocía… Ninguno de esos eventos se toma como
inicio de una nueva época.
Aunque
el hundimiento de la URSS y sus países aliados significó la desaparición de
toda una manera de ver el mundo, de una forma de vida y el descrédito de una
filosofía y una teoría política, económica e ideológica, no es la primera vez,
ateniéndonos únicamente a la modernidad, en que tal cosa sucede. El fin de la
Segunda guerra mundial destruyó a la ideología fascista y el hundimiento de
Napoleón acabó con la etapa más radical de las revoluciones liberales…
¿Qué
es, entonces, lo que hace diferente al colapso de la Unión soviética de los momentos
que lo precedieron?
Con
la desaparición de la Unión soviética lo que cayó en descrédito no fue un
sistema político y económico (el marxismo), sino la idea misma de la Revolución
como creadora de orden. La desaparición de los antiguos imperios durante las
pasadas guerras mundiales y el periodo entreguerras fue algo que no cimbró a la
época moderna pues en cierto modo, ella misma exigía tales sacrificios. Eran
algo que la Historia exigía: que hasta cierto punto era predecible.
La
caída del fascismo (que se ostentaba como revolucionario) no supuso un golpe a
la ideología moderna. Las razones de esto no han sido exploradas, pero
arriesgaré mi opinión. El fascismo en realidad nunca fue del todo una ideología
propia de la modernidad, aunque se alimentó de la ferocidad ideológica moderna.
La necesidad de dogma es inherente al hombre. En esto, la época moderna no es
distinta a las anteriores ni a las futuras. La diferencia estribó en su
ferocidad y en el disfraz con el que se presentaron esos dogmas.
La
modernidad no juró en nombre de los dioses (sino de los líderes) ni de la tribu
(sino de la nación); tampoco en nombre de los antepasados (sino en nombre de la
Historia). No en nombre de la religión sino de la ideología.
Así,
el fascismo disfrazó con las palabras de la ideología tendencias más viscerales
aún que las de otras ideologías “enemigas”. Si todas ellas juraron en nombre de
la razón; el fascismo lo hizo en nombre de la voluntad. La Historia más que un
proceso racional es, para el fascismo, la energía, el movimiento mismo. Hijo de
la técnica más que de la ciencia; de los desfiles tribales más que del desfile
de la Historia; el fascismo está antes y después de la modernidad. Su caída no
significó un golpe contundente al mundo moderno pues nunca se reconoció en él. Aunque
se dice con cierta razón que Hegel preludió al totalitarismo, en todo caso su
Estado perfecto no era el fascista. La revolución moderna en política tuvo
otros nombres: Rousseau y Robespierre; Saint Simon y Marx. De la utopía al terror.
El
liberalismo y el socialismo en sus muy diversas variantes fueron las dos
grandes ideologías de la modernidad. Hermanas enemigas, ambas nacieron de la
idea de progreso. Ambas fueron revolucionarias, pero mientras el liberalismo
olvidó la palabra tras varios siglos, el socialismo la convirtió en retórica.
Tanto
el liberalismo como el socialismo parten de dos impulsos generosos del espíritu
humano: libertad y justicia. Su diferencia estriba en el acento que cada uno de
ellos pone en esas palabras. Mientras el liberalismo nació de unas sociedades
estratificadas cuya principal tara era la imposibilidad de movilidad social, el
socialismo nació en una realidad que, aunque predicaba la libertad individual,
había puesto entre paréntesis la posibilidad de comunión, convirtiendo al
tejido social en un espacio de competencia inclemente. Las soluciones
propuestas correspondieron a diferentes momentos históricos. No es de extrañar
que al mismo tiempo, hayan incurrido en crímenes contrarios.
La
libertad pregonada por el liberalismo se convirtió en aquella que permitía
explotar al prójimo y verlo morir; la igualdad del socialismo, en aquella que
condenaba a todos, menos a los elegidos por la historia, a sucumbir por la
misma muerte.
Nacido
en el siglo XIX, el socialismo científico fue el fruto tardío[1]
de la modernidad convertida en mitología: del culto al progreso, de la
superstición ante la ciencia; de la idea de la Revolución como deus ex machina universal.
La
caída del socialismo trajo el vacío ideológico. El gran mito de la modernidad
perdió su razón de ser. Si la gran revolución, la última, había perdido su cita
ante la historia, ¿qué posibilidad quedaba de completar el destino humano?
No
surgió en el lugar del marxismo ninguna ideología capaz de tomar su lugar.
Aunque el liberalismo victorioso
también había nacido de los mismos impulsos, sus orígenes habían sido olvidados
por el tiempo y por aquello que había permitido el desarrollo de las sociedades
desde inicios de las Guerra fría. La libertad pregonada quedó como una palabra
vacía de sentido. Para la forma de pensar posterior a la caída del muro de
Berlín (y más atrás: desde el final de las Guerras mundiales), liberalismo era
poco más que sinónimo de capitalismo.
De
la Revolución pasamos al mercado y de la ideología a la primacía de lo
económico. Ciertamente para el marxismo, toda realidad humana se reduce a la
economía y de ella depende el nivel de una sociedad. Así, la batalla ideológica
del siglo XX entre el comunismo y el capitalismo se llevó a cabo en gran parte
en el ámbito económico. Aunque la competencia entre estos sistemas se dio en
todos los ámbitos —de la ciencia al arte; del deporte al poderío militar—,
muchos de éstos dependen directamente de la explotación del medio y de las
formas de distribuir los frutos obtenidos. Paradójicamente, una ideología
política cuyo principio es la realidad económica, fue incapaz de satisfacer las
necesidades económicas y políticas. El comunismo no terminó por una
conflagración, sino por los anhelos de mayor libertad mercantil. De forma
análoga, los principios del liberalismo democrático burgués han sido devorados
por una de sus facetas: el libre mercado.
De
esta manera, se puede apreciar que el giro de la ideología al mercado no viene
de una ruptura con la modernidad, sino que es su resultado (por lo que, una vez
más es importante decirlo: no es irrefutable que vivamos una nueva época).
Lo
mismo puede decirse de otra metamorfosis en el discurso que se había mantenido:
la de la ciencia como constructora del futuro.
Para
las ideologías modernas, la ciencia permite al ser humano distinguir la verdad
de la fantasía; dilucidar aquello que es “la realidad”. Esto no significa que
algunos filósofos modernos no hayan analizado la disciplina científica, sino
que sus juicios tuvieron una recepción mínima. La misma vulgata de la ideología
marxista supone que la ciencia es un reflejo de la realidad en lugar de una
manera de reducir la realidad de forma manejable para el intelecto: una
teorización. El positivismo fue integrado a la idea de mundo de la modernidad y
en gran parte la ciencia fue tomada como una nueva religión. Sus grandes
hombres, convertidos en los nuevos apóstoles.
Aunque
la confianza en la ciencia no ha desaparecido, se funda menos en los hallazgos de
la Física o la Biología que en la manera en como la técnica se ha desarrollado.
Es
necesario en este punto hacer un deslinde entre lo que llamamos ciencia y la
técnica. La primera es el conjunto de conocimientos verificables mediante el
método de prueba y error, así como aquello que se ampara bajo sus metodologías
(incluyendo sus hipótesis, basadas en formas de aproximación a la realidad que
han probado ser, en la mayor parte de los casos, funcionales, como las
matemáticas). Por su parte, la técnica son los procedimientos que se usan para
llegar a un fin; la forma en que el ser humano a través de sus habilidades e
ingenio llega a un objetivo. La técnica, por su parte, puede basarse tanto en la ciencia como en la
tradición como en las mismas capacidades físicas del ser humano, a su vez,
puede servir a cualquier disciplina humana, desde las ya mencionadas al arte o
la cocina.
La
tecnología moderna —que podemos definir provisionalmente como una serie de
conocimientos técnicos, basados en la ciencia, que permiten crear bienes de
servicio— ha permitido al ser humano satisfacer necesidades tanto básicas como
sociales con relativa efectividad. A cambio de logros como los conseguidos por la
ingeniería espacial, la informática o, más atrás, la misma electromecánica, ha
debido explotar al medio ambiente de forma insólita en todo el tiempo en que el
ser humano ha vivido en este planeta. Esto no es atribuible a la ciencia ni a
la técnica misma, sino a la forma en que el ser humano ha utilizado esta herramienta
y a la idea de mundo que preside a sus sociedades actuales.
Con
la modernidad, el universo se vació de
sentido. Aquello que las sociedades antiguas veían como un espacio lleno de
energías, dioses y espíritus, fue desencantado por el cristianismo. Al mismo
tiempo, aquella potencia divina que recorría al mundo (al ser creación de Dios
y parte de su plan divino) para el pensamiento medieval y renacentista, en la
modernidad se convirtió en un espacio vacío, res extensa. Esto muchas veces se ha citado como un “avance de la
ciencia” y una liberación de las antiguas trabas que impedían la experimentación y el conocimiento. Aunque
esto es debatible (ya que no veo por qué sería imposible experimentar en un
universo con otra idea del mundo), llevó a una consecuencia imprevista quizá.
Al convertir al ser humano en la única criatura pensante, en el único ser del universo, convirtió al universo
todo en espacio para su provecho. En ese sentido, y sólo en ese, en verdad
rompió una de las más antiguas barreras para el ser humano. Mientras el mundo
natural se concibió como un espacio gobernado por una razón que excedía al ser
humano (idea que, sin embargo, la ciencia no sólo no ha desechado, sino que la
apoya de diversas, maneras: el universo tiene un sentido, una lógica, pero no
basada en una razón divina, sino natural), éste mantuvo una actitud de respeto
ante ella. Una vez que se concibe a todo el universo como una cosa, se convierte en un espacio
manipulable. La explotación desenfrenada del medio no es sólo legítima, sino,
de hecho, una manera de otorgarle significado a lo que no lo tiene. Dominar es
legitimar: humanizar. Es darle sentido a lo que no lo tenía.
Para
el ser humano moderno, dominar a la naturaleza no es sólo legítimo, sino una
misión.
La
lucha ideológica de la modernidad, como ya se dijo, estuvo basada en la
economía, en la consecución de bienes y su distribución. A su vez, la economía,
como bien señaló Marx, depende de la dominación del medio; de la tecnología. Y
la ciencia, para el hombre de nuestros días, tiene razón de ser en tanto sea de
provecho para la técnica, la cual satisfará sus necesidades al dominar al medio.
De
esta manera, si en la modernidad la ciencia fue en un sustituto de la religión,
en los días que vivimos, sólo tiene sentido si es aprovechable por la economía[2].
El
desarrollo de la técnica actualmente, sin embargo, a diferencia de lo sucedido
en el siglo pasado, no depende de la competencia ideológica. Si en el pasado,
la rivalidad de los sistemas enemigos, incluyendo a la guerra misma[3],
favoreció el desarrollo de tecnologías que luego se aplicarían al consumo y de
aplicaciones tecnológicas en otros ámbitos (el más famoso: la carrera espacial,
que no tenía aplicaciones directas en
la economía), en la actualidad, en un
mundo donde la ideología como tal se desdibuja, es el consumo el que alienta la
producción. De ser un instrumento de las ideologías, la tecnología se ha
convertido en herramienta del mercado. Y el mercado depende, por supuesto, de
los consumidores; de nosotros mismos.
Las
características del libre mercado, que han probado ser efectivas en más de un
punto, hacen que los consumidores —esa
mayoría no tan silenciosa— dicten el ritmo y la dirección de la producción.
Esto, que es natural y puede que hasta saludable en los bienes de consumo, hoy
día se aplica a todos los ámbitos. De la ciencia y la tecnología —como fue
expuesto en anteriores párrafos— a la creación artística.
Esto,
que puede ser considerado una democratización de la cultura, tiene, sin
embargo, características que vale la pena subrayar.
En
una época donde las grandes utopías e ideologías se han desdibujado, el
individuo ha emergido como el gran protagonista de la historia reciente. Este
individuo, empero, tiene rasgos que lo hacen distinto de aquel ponderado por
anteriores épocas. Del ciudadano ateniense al consumidor de nuestros días no
hay tan sólo más de dos mil años de distancia, sino un universo mental
completo.
El
ciudadano de la polis tanto como el
soñado por los padres del liberalismo se encontraba en íntegra trabazón con su
sociedad; lo que es decir, con el diálogo y debate político, con la búsqueda
del bien común. No hay en el despertar ideológico de la modernidad,
ciertamente, el tono de discusión filosófica exigido al ciudadano griego, pero
sí su interés por los asuntos públicos.
Esta
inclinación por la vida pública no significó la sujeción a ella. Precisamente
para poder dialogar y debatir se necesita un espacio de libertad que no estuvo
presente en el Medioevo, la época barroca o durante los imperios teocráticos de
la antigüedad. Con sus grandes diferencias, aquello que dirigía la vida de los
individuos durante aquellas épocas era no la opinión personal, sino la de un
poder que los excedía: una verdad única e indiscutible.
La
existencia de un individuo como el pregonado por la polis griega, el
Renacimiento o el despertar del liberalismo quizá haya sido una quimera, toda
vez que la sociedad se agrupa alrededor de una verdad monolítica que le da
razón de ser. Sin embargo, fue en estas épocas donde un margen de libertad
permitió la aparición de la discusión de sus verdades. Una discusión acotada a
ciertos temas y presente sólo en ciertos círculos, ni qué hay que decirlo, pero
existente.
La
modernidad, nació de la idea del ciudadano proveniente del liberalismo y a lo
largo de todo su desarrollo produjo a diversos individuos que se atrevieron a
disentir de los principios de la sociedad. Algunas de estas disensiones se
convirtieron en ideologías, otras se mantuvieron como un llamado a la
divergencia. No es momento de hablar de las segundas, las cuales siguen
nutriendo las discusiones de ciertos limitados círculos de nuestra sociedad;
los segundos, en cambio, se cumplieron y se traicionaron a la par. De
disensiones pasaron a ser ortodoxias y de críticas se convirtieron en
catecismos. No es que las ideas de Marx o de Montesquieu hayan perdido validez:
es que sus palabras se convirtieron en parte misma de la Historia, a la que
pretendían criticar; de la modernidad. Sus ideas se convirtieron en ideologías.
Alrededor
de las ideologías modernas se formaron cultos y así, el ciudadano se convirtió
en soldado; la libertad de diálogo, en culto a las verdades y sus
representantes en la Tierra.
A
pesar de esto, siguieron existiendo voces disidentes (en el mundo comunista,
tierra donde la ideología se cumplió con mayor eficacia, fueron silenciadas; en
el occidente, se les ocultó mediante la indiferencia). El individuo continuó
existiendo y su diálogo con la sociedad, así fuese con dificultad, continuó.
Esto porque el mundo moderno fue político y como tal, sus sueños derivaron en
utopías colectivas[4].
Tanto el liberalismo capitalista (que es el único que encarnó en la Historia)
como el socialismo marxista (que de la misma manera, fue el único en
consumarse) eran un camino al futuro de la humanidad y las pasiones que movían
a los individuos eran encaminadas a ese sitio.
Con
la desaparición de las ideologías, ha surgido un nuevo tipo de individuo que ya
no se identifica con las utopías sociales[5].
Los grandes discursos se han disgregado en multitud de demandas particulares.
Tanto las narrativas que ponderaban al individuo como aquellas que lo hacían
con la sociedad se han convertido en luchas por los derechos de las minorías
que todos somos: ya sea por los derechos de los sexos como de las etnias o de
la diversidad religiosa. Se busca un mayor ámbito de libertad personal, no
pocas veces en contradicción con la libertad de los demás.
Si
en la modernidad se minimizó al individuo a favor de la nación, la humanidad o
el futuro (nombres de la ideología); hoy sucede lo contrario.
Esto
no me parece nocivo, sin embargo, la forma en que se maneja, es insólita y ha
provocado efectos perturbadores.
El
poder que ha adquirido el individuo dentro de la sociedad no va aparejado a un
poder político real (dado que no hay una reunión de intereses con mayores miras),
sino a un ámbito de libertad para decir y opinar lo que se quiera… sin apenas
repercusiones en el mundo real. En efecto; hoy se puede decir y pensar lo que
se quiera (ay de quien intenté contenerlo) siempre que esto no afecte en la
realidad a nadie.
El
peligro de la sociedad en la modernidad fue la colectivización y la sujeción de
los individuos a una ideología: personas que hacen y piensan lo mismo, cortados
por el mismo molde, sin personalidad real; sin intereses algunos. El peligro de
la postmodernidad es la atomización y la virtual liberación del pensamiento en
torno al poder del mercado: personas que hacen y piensan fundamentalmente lo
mismo, cortados por el mismo molde, sin personalidad real; sin intereses
algunos.
El
poder que da el libre mercado al individuo es enorme: él es quien marca la
pauta de lo que se va a consumir; y el día de hoy, consumir es existir. Los
medios de comunicación, desde los tradicionales hasta, muy señaladamente, los
más recientes, se mueven según la pauta de los vaivenes en el gusto de sus
consumidores.
Sin
embargo, a diferencia de lo ocurrido en el pasado, no existe algo que podamos
llamar la voz de una mayoría. La disgregación del discurso social ha provocado
una atomización de los individuos, cada uno en su propio coto particular que el
mercado no tarda en satisfacer. Lo relevante del caso no es la existencia de
esta pluralidad, sino la manera en que tal pluralidad sólo es relevante sólo si
es objetivo del mercado.
Aunque
esta tendencia se nota menos en los medios tradicionales como la prensa, es la
base de espacios como las redes sociales. En ellos, cada usuario es capaz no
sólo de conformar su espacio de acuerdo a sus intereses específicos, sino de
ignorar o eliminar de su vista a todo aquello que no esté de acuerdo con sus querencias.
El espacio de diálogo está acotado porque es posible silenciar virtualmente lo
que esté en desacuerdo con lo que pensamos; de una forma tan sencilla como
apretar un botón.
Sin
embargo, se señalará, las redes sociales sí son un espacio para el diálogo y la
polémica. A través de ellas se han dado a conocer de manera inmediata asuntos
de importancia pública; desde escándalos de corrupción hasta tendencias de la
cultura popular.
La
inmediatez, la cantidad de información y la capacidad de penetración de estos
medios, nos puede hacer perder de vista que en ningún momento antes tal
cantidad de información tuvo menos impacto duradero que hoy.
La
cantidad de información disponible en el internet lleva a la virtual suspensión
del juicio. Ante la cantidad de opciones, el lector es incapaz de discriminar
entre la cantidad ingente de trivialidades y aquella información que busca. Al
final, se conformará con aquello que concuerde con sus intereses; que no
cuestione sus valores e ideas.
El
internet, al parecer, tiene una enorme capacidad de penetración entre la clase
media (la cual, no por casualidad es aquella con mayor capacidad de compra y,
por tanto, la más visible), sin embargo, esta capacidad va aparejada a una
situación de credulidad inusitada. Cualquier cosa que esté de acuerdo con las
convicciones del individuo será apoyada y difundida sin tomarse el tiempo
siquiera de averiguar las fuentes. Todos hemos caído en la trampa de difundir
una noticia que será desmentida al instante siguiente. Como las consecuencias
son nulas, olvidamos el incidente con la misma celeridad, listos para creer en
el siguiente rumor a conveniencia de nuestros caprichos.
Precisamente
la inmediatez del internet permite la proliferación de noticias y rumores, los
cuales se convierten en fenómenos sociales en cuestión de minutos. Escándalos
políticos y deportivos; eventos de la farándula; videos del suceso en boga… Son
consumidos y desechados con prisa e igualmente reemplazados por la siguiente tendencia. Una noticia que dure más de
una semana es inusitada en este mundo de la información.
Estos
fenómenos (ya que afecten a toda la sociedad o sólo a un pequeño círculo), sin
embargo, provocan reacciones en una gran cantidad de individuos. Se abren
entonces foros y cadenas de comentarios. En éstos se ventilan los puntos de
vista en un griterío que suple a la verdadera polémica. El diálogo exige
atender las razones del otro de igual a igual. En una verdadera dialéctica, los
participantes se ven como iguales intelectualmente, así sostengan puntos de
vista opuestos. El enfrentamiento se da entre las ideas, no entre los
individuos. En el mundo actual se entiende el diálogo como el bullicio de
personas que vociferan cada una su verdad y la polémica, como el escándalo
trivial de esas voces gritando en el desierto.
Este
bullicio, esta necesidad de ser visto, es síntoma de un mundo donde se ha
perdido el sentido de verdadera comunidad. En un universo de individuos solitarios,
la creación de pequeñas islas de consumo (de productos, de ideas, de seres
humanos) es un fantasmal relevo de la comunicación y la comunión; la comunicación
a gritos indica la pérdida de lo que, según Aristóteles, nos hace humanos.
Esta
falta de real comunicación provoca el grito como la sensiblería. No es casual
que en una sociedad como la moderna el gran arte haya sido suplantado por un
arte que aboga por la vociferación de conceptos y el sentimentalismo
amarillista. El arte de academia se ha convertido en una aburrida sucesión de
obras que no provocan estremecimiento alguno, pero sí discursos y estudios; el
arte popular se caracteriza ya por su machacona reiteración de tópicos burdos.
No
es casual que el individuo actual se encuentre tan lejos del arte académico:
éste no le ofrece ya nada más que verborrea. El arte popular de hoy día tal vez
sea grosero e insubstancial, pero al menos hay en él aún un dejo de entusiasmo.
Pálido
reflejo; nostalgia vocinglera… Pasiones de mercado.
[1] De
la misma manera, el liberalismo fue su fruto original. La idea del progreso se
encuentra tanto en los socialistas utópicos y científicos como en los padres
del liberalismo; el furor ante la ciencia (y ante la pseudociencia) recorrió a
todos los grandes ideólogos de la modernidad; tanto Robespierre como Lenin
consideraron a la Revolución como el gran acontecimiento de la Historia.
[2] Esto
es perceptible en los mismos centros de estudio de ciencias: aquellos proyectos
que sean aprovechables económicamente (en medicina, aplicaciones para la
ingeniería…) son recibidos y alentados, mientras que aquellos que persigan el
conocimiento desinteresado, muy difícilmente consiguen interés ni cobijo.
[3] Se
ha dicho atinadamente que durante las grandes conflagraciones mundiales del
siglo pasado se desarrollaron tecnologías que más adelante serían aprovechadas
en otros ámbitos; la misma internet, como es sabido, se inventó durante la
Guerra fría.
[4]
Para entender esto; con la palabra “colectivas” me refiero a futuros compartidos, a ideales de un futuro
mejor para la humanidad toda, no a las economías colectivizadas.
[5]
Aunque no ha desaparecido la discusión política, ha transmutado, como más
adelante se detallará.