Mezclas,
homenajes, parodias…
César Alain Cajero Sánchez
La
literatura moderna está asociada a los grandes experimentos de las vanguardias poéticas
de principios de siglo y a la renovación estilística de la prosa visible en la
obra de James Joyce, Marcel Proust o William Faulkner. Resulta turbador darnos
cuenta que los nombres más mentados de lo que llamamos literatura moderna se
agotan poco después de la mitad del siglo XX. Hablando exclusivamente de
México, podemos coincidir en que la literatura moderna comienza con el grupo de
los Contemporáneos y los Estridentistas (con quienes se cierra definitivamente
el postmodernismo), pasa por los novelistas de la Revolución, los poetas de
Taller hasta llegar a los años sesenta con el boom y la generación de la Casa
del Lago en prosa y los Poeticistas en lírica. Es posible hablar de Ramón López
Velarde como el iniciador de la modernidad poética mexicana cuando publica La Sangre devota y de José Emilio
Pacheco como su apresurado enterrador y nostálgico de aquella época que quiso
cambiar al mundo y que no fue.
Que
una época se haya nombrado como moderna
es un inusual equívoco. En estricto sentido, todas las épocas fueron modernas
mientras duraron: moderno es lo que está pasando, lo que sucede en este
momento; de esta manera este momento en que vivimos es también parte de la
modernidad.
Sin
embargo, el término fue cargado de diferentes sentidos por la Historia, la
historiografía, la Filosofía y el Arte. Para la historiografía tradicional, sus
orígenes se encuentran en el Renacimiento y su final, en las guerras napoleónicas (a lo que siguió
el periodo todavía más confusamente llamado Contemporáneo). Para la Historia de
nuestros días, hay un cierto consenso en considerar moderno a aquello que
sucedió al Renacimiento y que llega hasta la década de los setenta u ochenta
del siglo XX. La Filosofía considera modernos al grupo de pensadores que van de
Descartes a Kant y de éste a Hegel mientras que considera que las críticas a
este pensamiento se originan ya en las obras decimonónicas de Nietzsche y
Kierkegaard. Por su parte, un historiador del arte hablará de obras modernas
cuando señale aquellas que, inspiradas en el romanticismo, recurran a métodos
más incisivos para romper la barrera entre arte y mundo. Esto, en pintura,
puede rastrearse desde la aparición del arte de Gauguin y Van Gogh, mientras
que, en literatura, surge con Rimbaud y Baudelaire y tiene su explosión con los
movimientos de inicios del siglo XX.
A
aquello que sigue a ese arte se le ha calificado, no sin polémica en los círculos
intelectuales y sí con muchos cuestionamientos, como “postmodernismo”. Algo que
comenzó como una etiqueta arquitectónica y que ha servido para hablar de cosas tan diversas como el arte conceptual y
la escritura de Monterroso.
Aunque
este laberinto de definiciones puede hacernos perder el sentido, para este
trabajo propongo un orden que se basa no en fechas ni en características
particulares, sino en el orden mental de los periodos temporales: en el mito
central de éstos.
Como
pretendí mostrar previamente, el lenguaje cristaliza en una idea de mundo y a
su vez, se hace visible como un mito: una narración que da un
sentido al mundo. Sólo nos es posible ver al universo y ordenarlo a través de
los conceptos, figuras y valoraciones que ese mito nos provee dado que sin él
(sin ese mito de mitos que es el lenguaje) nos veríamos enfrentados al caos.
Todo lo que hacemos está en relación con él.
El
mito de una civilización no está plenamente justificado racionalmente (dado que
la razón, al ser parte de la creación del lenguaje no nos permite escapar de la
idea de mundo que lo ha creado) ni sensiblemente (dado que interpretaremos lo
que sentimos a partir de los conceptos que el mito nos ha brindado) ni tampoco
es posible hablar de un sentido histórico único al que las ideologías se
dirigen, como Hegel pretendió (visiblemente lo interpretó precisamente dentro
de la idea moderna de cambio: evolución y revolución). Sin embargo, ello no
obsta para que del diálogo entre hombre y mundo (diálogo que cristaliza en un
mito y que crea una civilización y cultura) no surja una razón y una lógica
dado que el ser humano como ser racional necesita de un lenguaje lógico que
sirva para explorar consistentemente el mundo a su alrededor (exploración cuyos
resultados, sin embargo, habrán de interpretarse desde su idea de mundo).
Es
verdad que los mitos e ideologías del ser humano no obedecen a un desarrollo
lineal y predecible, pero sí existe una continuidad que podemos advertir (pero
no predecir). Finalmente: aunque el arte escapa al mundo que lo creó (en tanto
se convierte en parte del universo sensible: enriquece al universo con su
presencia), su aparición es parte del diálogo entre el hombre y su idea de mundo.
En ese sentido es plenamente aplicable la definición hegeliana del arte como
“manifestación sensible de la idea”: en que para comprender su origen es
necesario entender cómo era el mundo en el que nació y cómo su aparición
dialogó con ese mundo.
De
esa manera, hay una relación íntima entre periodo histórico, civilización,
arte, ideología y mito fundador. Para entender plenamente cada uno de éstos es
inevitable entender el mito que les dio sustento (mito que sólo es visible mediante el arte). Es por ello
que más que hacer divisiones basadas en fechas o en acontecimientos, sea para
este trabajo más útil hacerlas al concebir ideas de mundo que sustenten a la
cultura: mitos.
Ateniéndonos
únicamente a la civilización occidental a partir de la Edad Media, observaremos
que hay una correspondencia entre el periodo histórico renacentista, su arte y
su filosofía (cuyo eje fue el mito del hombre a imagen y semejanza de Dios).
Posteriormente, la idea del conocimiento humano como motor de la Historia y de
ésta como una línea recta corresponde al arte neoclásico y a la filosofía
ilustrada, de Kant a Hegel[1].
A tal pensamiento corresponde una transformación cuando la idea de un
desarrollo inevitable se ve confrontada con la realidad y la idea de libertad.
Al mundo armónico aunque móvil de Hegel le sigue la idea de la posibilidad de
cambiar la realidad a través de una razón activa. Es la modernidad del
romanticismo y las vanguardias, pero también de Marx, Rousseau y de la ciencia
como motor del progreso y el cambio. Es la modernidad de la acción
revolucionaria y del conocimiento en constante evolución progresiva. Más que
una completa reacción a la modernidad kantiana, es su culmen a través del
principio de libertad.
Desde
hace algunas décadas se habla de que aquello que solíamos llamar modernidad ha
sufrido un cambio de tal magnitud que difícilmente podríamos seguir llamándola
de la misma forma. Como escribí antes, a esto se le ha querido llamar
“postmodernidad”, palabra equívoca e inexacta (¿cómo algo puede estar “después
de lo que está pasando”?), pero que ha tenido éxito en el imaginario social y
se encuentra ya en el discurso cotidiano.
No
es mi intención proponer un nuevo término ni señalar una vez más los problemas
que el actual plantea, sino explorar si es posible hablar de algo diferente a
la modernidad en el plano del arte y específicamente, de la poesía. De ser así,
es necesario explorar cómo se caracteriza y cuáles elementos lo diferencian del
arte moderno. Ello lleva a una nueva pregunta: cuál es el sentido de estos
cambios y cuál la narrativa que reemplazó al mito de la Historia que le dio
sentido a la modernidad.
El
uso original del término “postmodernidad” fue en la arquitectura. Se trató en
este caso de una reacción y una continuación del estilo moderno representado
por el estilo Internacional (funcionalismo) y que se caracteriza por la
incorporación de ornamentos, técnicas y estilos de etapas previas en edificios
funcionalistas. No de una ruptura con el modernismo, sino de precisamente un
cese de rupturas: mientras la modernidad había dado la espalda al pasado, el
postmodernismo reincorporaba elementos de pasados siglos sin negar nada. Ni a la
modernidad misma.
De
la arquitectura el término pasó a las artes plásticas, el cine y la literatura.
Sin embargo, bajo esa etiqueta se han catalogado indistintamente tan sólo en
literatura obras tan diferentes e inclusive contrarias como los cuentos de
Jorge Luis Borges y las novelas de Roberto Bolaño sin siquiera dar una somera
explicación. Asimismo se señala como influencia inicial del postmodernismo a
Dadá cuando este movimiento es el punto de partida de las vanguardias: los
elementos formales de muchas obras “postmodernas” vienen directamente de los
movimientos que señalan el punto álgido de la estética moderna.
Este
y otros equívocos semejantes han hecho que muchos veamos con sospecha la
utilización del término “postmodernidad” para algo que al parecer no tiene pies
ni cabeza (ya no digamos el sentido de la palabra misma). Pareciese que todo
esto sólo alude a una transformación más de la “estética de la ruptura” que,
como señaló Octavio Paz, fue la constante del arte moderno.
Aunque
la mayor parte de los estudios que hablan de una literatura “postmoderna” se
ocupan de la narrativa, me parece que es oportuno señalar las características
que señalan y contraponerlas con aquellas que fueron constantes en la
modernidad.
Se
habla en primer lugar de la tendencia a la suspensión de la estética de la
ruptura moderna. Esto último se refiere a aquella tradición de la modernidad
que se manifestó con la negación de los valores estéticos y éticos de los
movimientos previos. La literatura moderna, ejemplificada en las vanguardias,
pretendió hacer una tabula rasa de todo arte previo (en el caso del dadaísmo,
de la misma idea de “arte”) y comenzar desde un nuevo principio. La frase
“Chopin a la silla eléctrica” de los estridentistas ilustra esta idea que
compartieron las primeras vanguardias y que de una manera u otra se mantiene,
acaso con menos virulencia. Y es que mientras el futurismo pide la aparición de
una nueva belleza “moderna”, los surrealistas y cubistas, tras la gran
demolición de dadá, buscan un
principio diferente del arte que el sancionado por las academias. Es así que se
remiten al arte áfricano e hindú; a la estética oriental y a los aspectos
rituales de la creación artística. La idea de fundación de un nuevo sagrado.
La
literatura llamada postmoderna, entonces, ya no pretende tal tabula rasa.
Retoma elementos de diferentes épocas y movimientos sin pretender ninguna
“depuración” o negación. No pretende un nuevo comienzo sino la creación de una
obra nueva con los elementos previos. Homenaje y parodia: la literatura pierde,
pues, el propósito devastador y en lugar de proponer una estética que se
presente como algo completamente nuevo, se remite a la escritura del pasado,
sin discriminar siquiera a lo hecho por la modernidad. No se pretende una
ruptura porque en sentido estricto, no rompe con nada: lo continúa, lo simula y
lo homenajea.
Lauro
Zavala identifica en Borges, Monterroso y Arreola a los primeros autores de
textos postmodernos. Y en ellos identifica esta característica.
Borges,
tras una juventud identificada con la vanguardia ultraísta, reniega en sus años
de madurez de los principios de aquella. Desconfía de la estética moderna y
propone en su lugar una escritura que, tras una redacción clásica y
equilibrada, retoma elementos de diversos discursos literarios: el género
fantástico, el relato policiaco, la novela gauchesca e inclusive la metaficción
propia del barroco[2].
Arreola, por su parte, retoma la tradición popular, la del género fantástico y
la del barroco para unirlas en una prosa que va de lo clásico de los relatos de
Confabulario a la sobria
experimentación de La feria.
Precisamente
la única novela de Arreola es ejemplo de otra de las características que
asocian con la narrativa de las últimas décadas: su carácter fragmentario.
Lo
que hace a La feria una obra de
difícil clasificación es que a diferencia del cuento y el relato modernos,
donde cada obra se concibe como un todo independiente, en ella la mayor parte
de los relatos sólo adquiere significación en relación con el conjunto. De la
misma manera, mientras en la novela hay una imbricación lógica, una unidad de
personajes, voz narrativa y cronotopo, en esta obra no existe una unidad
semejante. No sólo no hay un personaje principal declarado, sino que la acción
(si se le puede llamar de tal manera) va de un tiempo a otro. No es una
colección de cuentos, a pesar de que abreva del cuento tradicional, clásico y
moderno[3],
pero tampoco es una novela como tal aunque tiene elementos de la novela moderna
(de las atmósferas de Proust como de la verbalidad de Joyce), decimonónica (el
tema, que remite a las obras del XIX mexicano) y, por supuesto, del Quijote, con
quien comparte no sólo el carácter de fragmentos, sino el ambiente paródico.
Si
alguien exploró la escritura fragmentaria fue Monterroso. A diferencia de
Arreola, sin embargo, su obra no tiene un plan de imbricación tan bien
construido. Ello lleva a que sea posible leer cada uno de los fragmentos de
forma individual. Minificción se ha dado en llamar a este género que tiene
antecedentes en Julio Torri, pero también en las greguerías de Gómez de la
Serna e inclusive en los poemínimos de Huerta. A diferencia del cuento breve de
la literatura moderna (incluido Chejov), sin embargo, en la minificción la
participación del lector es crucial. En toda literatura lo es, pero mientras el
cuento nos da todos los elementos para reconstruir mentalmente el mundo de la
narración, en la minificción estos elementos se encuentran elididos en su mayor
parte (e incluso, aquellos elementos más importantes). La minificción participa
de ciertos elementos propios de la poesía (donde sin la re-presentación del
lector, el texto carece de sentido), pero no deja de ser una narración (donde
existe una historia que se desarrolla).
Este
carácter inestable de las obras, que a veces parecen ser ensayos; otras,
cuentos, otras novelas, poesía o algo inclasificable lleva a otra
característica, la de la llamada hibridación de géneros.
No
es en realidad que exista algo como un género literario puro, pero durante la
primera modernidad se establecieron una serie de características que, en
teoría, eran suficientes para clasificar a una obra como narrativa o lírica y
dentro de la primera, al cuento del relato y a éstos de las novelas. A pesar de
la experimentación de principios y sobre todo, mediados, del siglo
pasado, siempre fue posible catalogar las obras dentro de la teoría literaria
tradicional, con algunos pocos cambios.
A
diferencia de las obras más visibles de la literatura moderna, la narrativa de
las últimas décadas, sin buscar una experimentación visible y militante como la
de las vanguardias poéticas de principios de siglo, ha tendido a la ruptura de
los géneros tradicionales. Esto no se debe precisamente a una voluntad
consciente de quiebre, sino a una aproximación lúdica y desprovista de interés
en las formas. Si una época artística es tan valiosa como la anterior, ¿por qué
una forma debería ser privilegiada sobre otra? Del mismo modo que en estas
obras hay una multitud de estilos históricos, hay una mezcla de formas
prosísticas.
Esta
aproximación lúdica es otra de las marcas que se suelen citar al hablar de lo
que llaman “literatura postmoderna”. Esto no significa necesariamente que se
trate en todos los casos de obras cómicas, sino en que existe un juego en el
nivel del lenguaje en la obra de estos escritores. Esto, lleva a una
manipulación de la materia verbal que se manifiesta con hibridaciones,
rupturas, homenajes y parodias, todo dentro de obras que parecen
manifiestamente experimentales.
Sin
embargo, a diferencia de la obra de los escritores modernos, tanto en poesía
como en narrativa, donde la experimentación era conducida por la idea de romper
con las obras previas y así manifestar aquello que no era expresable (la
velocidad verbal de Joyce y el flujo de la consciencia; los movimientos de la
prosa de Proust; las palabras imbricadas desde el subconsciente de los
surrealistas…), en este caso el motor de la experimentación es el juego. Un
juego que, por serlo, inventa sus reglas. No es la ruptura por la ruptura o el
ensanchamiento de lo expresable, sino el intercambio de reglas de acuerdo a los
modelos admirados. Borges usará el lenguaje de sus admirados ensayistas
ingleses para contar una historia kafkiana; Arreola hará hablar a todo un
pueblo en su lenguaje para crear una festiva catedral barroca; Lezama Lima usa
un lenguaje de otros siglos para dar sentido a un siglo de desastres; Cabrera
Infante pone a discutir al lenguaje consigo mismo para hablar de una película
de vaqueros…
La
palabra parodia no totalmente justa cuando hablamos de este tipo de obras, pues
no hay en ellas, en general, búsqueda de hacer mofa; tampoco se tratan
propiamente de homenajes, pues el carácter augusto de éstos se encuentra
ausente. Es una parodia y un homenaje. Un juego.
Aunque
en algunos casos (sobre todo de escritores más recientes) es posible hablar de
un afán moderno de experimentación, éste afán se puede ver también como un
homenaje y una parodia al pasado. La obra de Roberto Bolaño, quien es visto
como un renovador experimental, un vanguardista perdido en un mundo que no lo
entiende, no tiene sino apenas una pátina de la estética vanguardista: es
imagen de la rebelión romántica o mejor dicho: un homenaje a una vanguardia que
no fue. Y es asimismo una parodia a los discursos de aquellos que construyeron
esa modernidad a la que Bolaño no podía pertenecer porque el clima cultural que
la formó había desaparecido. Sus obras no son modernas, sino otra cosa: la
forma en que la literatura de las últimas décadas incorpora al discurso
vanguardista en sus propios términos.
El
ánimo lúdico que se puede apreciar en las obras llamadas postmodernas (o en su
lectura) no significa befa, como en algunos modernos, sino homenaje. Juego no
significa crítica (como fue lo normal en las obras menos serias de la
modernidad). Ciertamente la risa no estuvo ausente en las obras de la primera
mitad del siglo XX, pero se trató de una risa crítica: de un juicio y una
parodia a la edad moderna; en la literatura actual esta crítica se encuentra
muy atenuada, si no ausente: el juego es homenaje al pasado. No es que el arte
de nuestros días, o el artista que lo crea, enaltezca la forma de vida en que
se mueve (para así contraponerlo al ánimo polémico de la modernidad con la
sociedad), sino que ese no es el punto medular de sus esfuerzos. A pesar de
que, sobre todo en las artes visuales, existe disposición crítica a la
sociedad, muy lejos han quedado las propuestas revolucionarias y explosivas del
pasado siglo. El ánimo genésico de la modernidad ha desaparecido y se ha transitado
a un lúdico manejo de los materiales y procedimientos propios del pasado, tanto
de la tradición como de la modernidad. Nostalgia y juego.
De
esta manera, precisamente en la falta de ruptura con el pasado inmediato y
antiguo es donde podemos darnos cuenta que hay una diferencia con la estética
moderna, la cual hizo del cambio y la revuelta su caballo de batalla. No se
trata de una ruptura, sino de una continuación de los siglos. Y en esto radica
su diferencia. Una que es suficiente para despertar la duda: ¿de dónde vienen
estas divergencias?, ¿qué significado tienen, si es que tienen alguno?
Hay
diferencias tanto formales (propensión a la parodia, a la hibridación genérica
y a lo fragmentario) como de contenidos (nostalgia y juego) entre las obras
modernas y las que han venido escribiéndose en las últimas décadas. Por ello, a
juicio mío, sí hay algo que es diferente a la gran sacudida de la modernidad.
¿Cómo llamarlo y a dónde va? No es mi intención tocar esos puntos, como tampoco
hacer un juicio de valor (¿comparándolas con qué y por qué con ello?) sino
pensar que si la obra de arte es la realidad en el espejo, ¿cuál es la realidad
con la que ésta habla y dialoga?
Cuando
hablamos de poesía, por otra parte, creo necesario explorar, ante el poco interés hasta ahora mostrado, si existe un cambio entre la lírica moderna
y aquella que se viene haciendo. Creo que en la misma
recepción de la obra poética contemporánea podemos advertir un cambio. Mientras
el caballo de batalla de la modernidad fue la poesía y los grandes renovadores
fueron poetas, a partir de la aparición de los poeticistas[4],
la lectura de poemas y la importancia de sus autores ha ido en paulatina merma.
La poesía, a pesar de la enorme cantidad de autores que la practican (posiblemente
más que en ninguna otra época, por cantidad de obras publicadas), ocupa un
lugar muy modesto en la escena literaria de hoy.
¿Qué
significa esto? ¿En qué momento y debido a qué circunstancias la actividad que
fue en un momento la que guio el movimiento no sólo literario, sino artístico
desde el romanticismo hasta mediados del siglo XX sufrió tal opacamiento? ¿Existen algunas
características en la lírica contemporánea donde sea posible advertir
diferencias entre ésta y la propia de la modernidad?
[1]El
barroco español y sus correspondientes en otros países representa un
interesante momento: no se trata de un periodo de transición, sino una cultura
surgida de la crisis de valores todavía medievales (la idea del universo
ordenado por la Razón divina presente inclusive en los renacentistas) a unos
modernos (un universo vacío, ordenado sólo por el Espíritu humano) que no se
aceptaban plenamente.
[2] Lo
que resulta interesante, pues a pesar de que Borges aceptó a la literatura como
un “perpetuo presente” y a toda obra artística como más allá del tiempo,
siempre tuvo cuidado de marcar sus diferencias con los escritores barrocos, con
cuya estética no concordaba.
[3]
Chejov da forma a esa tradición del cuento donde no parece suceder nada: en
donde el sentido se establece por la lectura, la atmósfera y el lenguaje. Gran
parte de los fragmentos de
La feria
sólo tienen sentido al ser leídos de esta manera.
[4]
Precisamente en la obra y los presupuestos de los poeticistas en México creo
advertir un cambio generacional que abordaré en un capítulo posterior.