CUATRO POEMAS SOBRE LOS MUERTOS Y
LA MUERTE
En estas fechas no faltará quien hable de la celebración de día de muertos como una forma de "celebrar la muerte". Disiento por completo. Cuando tenía cuatro años, no tenía ningún miedo ni angustia durante estas fechas pues no era la muerte la que reinaba, sino la vida, que es celebración, comunión, apetito de ser; es cuerpo y es flor.
No es esta una celebración a la muerte, sino un recordatorio de que la muerte no detiene la vida: a esos vivos que son nuestros muertos.
Que hoy la muerte aparezca en cultos y figuras terroríficas muestra sólo que tanto nos hemos alejado de la vida. Que el horror de la barbarie cotidiana ha contaminado de reverencia, temor y solemnidad a la imagen de la muerte.
¿Santificar la muerte? No: aceptar su presencia. Es imposible dejar de temerla, pero es necesario recordar que estas fechas no son veneración de su presencia, sino una fiesta a los antepasados que nos recuerdan que a toda muerte sigue la vida. La idea, tan cara a ciertos sectores de la población, de la fiesta del día de muertos como una pervivencia del culto a Mictlantecuhtli por más curiosa que parezca, se sostiene con mucha dificultad. El sincretismo que, inevitablemente, se produjo, no involucró la idea del dios de la Muerte. Esto se debe a que la religión con la que se produjo el sincretismo (la cristiana, en su vertiente católica) proviene de una cultura de temor a la muerte (Cristo venció a la muerte, la cual es la gran burlona; quien hace la danza de la muerte y en la esperanza de la vida eterna se difundieron sus enseñanzas), muy diferente a la concepción cíclica de las culturas prehispánicas, para quienes la muerte es un paso en la vida, que convivían con ella.
Lo que se combinó fue el respeto (que no veneración, algo más propio de la cultura china) que por los muertos tuvieron estas culturas con las celebraciones de los fieles difuntos. Sin hablar de las fiestas de la cosecha que (por el hemisferio en donde se encuentran) acompañan estas fechas y que se integraron de una manera tan coherente en el encuentro entre ambas culturas.
La actual figura de la "santa muerte" proviene de otra parte. No conserva nada del culto a la muerte (cotidiana, cercana; cíclica) de los pueblos indígenas ni del recuerdo a los muertos de las celebraciones de octubre. Ni siquiera conserva el toque de saludable desolemnización proveniente de la tradición de la caricatura mexicana en la literatura y el arte del XIX. Es una reacción al temor cotidiano que lleva a la divinización de lo que tememos y que vemos cercano. Es la enfermiza costumbre de negar a la muerte a través de una devoción que involucra el pago y el soborno.
Pero no es esa la parte que me interesa de la relación del hombre con la muerte y con los muertos, sino la forma en que la poesía (mexicana en este caso) se ha relacionado con los muertos y la muerte.
Lo que se combinó fue el respeto (que no veneración, algo más propio de la cultura china) que por los muertos tuvieron estas culturas con las celebraciones de los fieles difuntos. Sin hablar de las fiestas de la cosecha que (por el hemisferio en donde se encuentran) acompañan estas fechas y que se integraron de una manera tan coherente en el encuentro entre ambas culturas.
La actual figura de la "santa muerte" proviene de otra parte. No conserva nada del culto a la muerte (cotidiana, cercana; cíclica) de los pueblos indígenas ni del recuerdo a los muertos de las celebraciones de octubre. Ni siquiera conserva el toque de saludable desolemnización proveniente de la tradición de la caricatura mexicana en la literatura y el arte del XIX. Es una reacción al temor cotidiano que lleva a la divinización de lo que tememos y que vemos cercano. Es la enfermiza costumbre de negar a la muerte a través de una devoción que involucra el pago y el soborno.
Pero no es esa la parte que me interesa de la relación del hombre con la muerte y con los muertos, sino la forma en que la poesía (mexicana en este caso) se ha relacionado con los muertos y la muerte.
Escogí cuatro poemas. Uno de Octavio Paz, poeta eminentemente vital, que combina la reverencia por los muertos con su visión de la muerte como un vacío: un recordatorio que la vida es todo lo que existe y el mundo un desierto (¿que debe florecer en palabras que son frutos que son actos?).
El segundo es un poema de Sabines. No escogí su "Algo sobre la muerte del mayor Sabines", poema de resonancias míticas, sino uno más cercano al prosaísmo donde, con evidente buen humor, habla del horror por el vacío que parece ser la muerte y lo contrasta, de manera festiva, de aquellos muertos que en ocasiones les da por levantarse.
Gorostiza es un poeta que no habla de los muertos, sino de la Muerte. No una muerte de utilería y motivo de devociones pop, sino una que es motivo filosófico. Su Muerte sin fin tiene tantos matices que es imposible abarcarlos todos. Escojo en este momento la parte final, donde el poeta escucha la voz del pueblo: el baile y el jolgorio; donde en una actitud entre estoica y festiva acepta el destino.
Muy distinta es la muerte íntima de Villaurrutia. En su poesía la Muerte es una presencia inseparable de la vida y del poeta; una presencia que cada hombre lleva consigo. Villaurrutia no es estoico aunque vivaz ante la muerte como Gorostiza; tampoco festivo y cercano a los muertos, como Sabines. No habla tampoco de los muertos y de la necesaria permanencia de la vida, a pesar del mundo desierto del mundo, como Paz. La muerte de Villaurrutia, a pesar de la inquietud que le es implícita, no lo lleva a adorarla ni a negarla (dos extremos de la sensibilidad contemporánea, uno peor que el otro, sino a verla como algo cercano. Inherente al hombre: es una herida de la que somos conscientes; la que nos da la conciencia y en ella nos acompaña. Así nuestras palabras no son solamente nuestras, sino de esa conciencia desgarrada.
Elegía interrumpida
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al primer muerto nunca lo olvidamos,
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
De una puerta a morir hay poco espacio
y apenas queda tiempo de sentarse,
alzar la cara, ver la hora
y enterarse: las ocho y cuarto.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
La que murió noche tras noche
y era una larga despedida,
un tren que nunca parte, su agonía.
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro suspendida,
ojos que no se cierran y hacen señas
y vagan de la lámpara a mis ojos,
fija mirada que se abraza a otra,
ajena, que se asfixia en el abrazo
y al fin se escapa y ve desde la orilla
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a que asirse...
¿Y me invitó a morir esa mirada?
Quizá morimos sólo porque nadie
quiere morirse con nosotros, nadie
quiere mirarnos a los ojos.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe en qué silencio entró.
De sobremesa, cada noche,
la pausa sin color que da al vacío
o la frase sin fin que cuelga a medias
del hilo de la araña del silencio
abren un corredor para el que vuelve:
suenan sus pasos, sube, se detiene...
Y alguien entre nosotros se levanta
y cierra bien la puerta.
Pero él, allá del otro lado, insiste.
Acecha en cada hueco, en los repliegues,
vaga entre los bostezos, las afueras.
Aunque cerremos puertas, él insiste.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Rostros perdidos en mi frente, rostros
sin ojos, ojos fijos, vaciados,
¿busco en ellos acaso mi secreto,
el dios de sangre que mi sangre mueve,
el dios de yelo, el dios que me devora?
Su silencio es espejo de mi vida,
en mi vida su muerte se prolonga:
soy el error final de sus errores.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
El pensamiento disipado, el acto
disipado, los nombres esparcidos
(lagunas, zonas nulas, hoyos
que escarba terca la memoria),
la dispersión de los encuentros,
el yo, su guiño abstracto, compartido
siempre por otro (el mismo) yo, las iras,
el deseo y sus máscaras, la víbora
enterrada, las lentas erosiones,
la espera, el miedo, el acto
y su reverso: en mí se obstinan,
piden comer el pan, la fruta, el cuerpo,
beber el agua que les fue negada.
Pero no hay agua ya, todo está seco,
no sabe el pan, la fruta amarga,
amor domesticado, masticado,
en jaulas de barrotes invisibles
mono onanista y perra amaestrada,
lo que devoras te devora,
tu víctima también es tu verdugo.
Montón de días muertos, arrugados
periódicos, y noches descorchadas
y amaneceres, corbata, nudo corredizo:
"saluda al sol, araña, no seas rencorosa..."
Es un desierto circular el mundo,
el cielo está cerrado y el infierno vacío.
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
De una puerta a morir hay poco espacio
y apenas queda tiempo de sentarse,
alzar la cara, ver la hora
y enterarse: las ocho y cuarto.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
La que murió noche tras noche
y era una larga despedida,
un tren que nunca parte, su agonía.
Codicia de la boca
al hilo de un suspiro suspendida,
ojos que no se cierran y hacen señas
y vagan de la lámpara a mis ojos,
fija mirada que se abraza a otra,
ajena, que se asfixia en el abrazo
y al fin se escapa y ve desde la orilla
cómo se hunde y pierde cuerpo el alma
y no encuentra unos ojos a que asirse...
¿Y me invitó a morir esa mirada?
Quizá morimos sólo porque nadie
quiere morirse con nosotros, nadie
quiere mirarnos a los ojos.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al que se fue por unas horas
y nadie sabe en qué silencio entró.
De sobremesa, cada noche,
la pausa sin color que da al vacío
o la frase sin fin que cuelga a medias
del hilo de la araña del silencio
abren un corredor para el que vuelve:
suenan sus pasos, sube, se detiene...
Y alguien entre nosotros se levanta
y cierra bien la puerta.
Pero él, allá del otro lado, insiste.
Acecha en cada hueco, en los repliegues,
vaga entre los bostezos, las afueras.
Aunque cerremos puertas, él insiste.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Rostros perdidos en mi frente, rostros
sin ojos, ojos fijos, vaciados,
¿busco en ellos acaso mi secreto,
el dios de sangre que mi sangre mueve,
el dios de yelo, el dios que me devora?
Su silencio es espejo de mi vida,
en mi vida su muerte se prolonga:
soy el error final de sus errores.
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
El pensamiento disipado, el acto
disipado, los nombres esparcidos
(lagunas, zonas nulas, hoyos
que escarba terca la memoria),
la dispersión de los encuentros,
el yo, su guiño abstracto, compartido
siempre por otro (el mismo) yo, las iras,
el deseo y sus máscaras, la víbora
enterrada, las lentas erosiones,
la espera, el miedo, el acto
y su reverso: en mí se obstinan,
piden comer el pan, la fruta, el cuerpo,
beber el agua que les fue negada.
Pero no hay agua ya, todo está seco,
no sabe el pan, la fruta amarga,
amor domesticado, masticado,
en jaulas de barrotes invisibles
mono onanista y perra amaestrada,
lo que devoras te devora,
tu víctima también es tu verdugo.
Montón de días muertos, arrugados
periódicos, y noches descorchadas
y amaneceres, corbata, nudo corredizo:
"saluda al sol, araña, no seas rencorosa..."
Es un desierto circular el mundo,
el cielo está cerrado y el infierno vacío.
Octavio Paz
Qué
costumbre tan salvaje...
¡Qué
costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de
aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es
negarles la posibilidad de revivir.
Yo siempre estoy esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras? Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales. Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlo a un río? Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir. |
Jaime Sabines
MUERTE
SIN FIN (fragmento)
XVIII
¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.
¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en un solo golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.
¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas;
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.
¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.
¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en un solo golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.
¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas;
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.
[ Baile ]
Desde mis
ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!
José Gorostiza
Nocturno
en que habla la muerte
Si la muerte hubiera venido aquí, conmigo, a New Haven,
escondida en un hueco de mi ropa en la maleta,
en el bolsillo de uno de mis trajes,
entre las páginas de un libro
como la señal que ya no me recuerda nada;
si mi muerte particular estuviera esperando
una fecha, un instante que sólo ella conoce
para decirme: "Aquí estoy.
Te he seguido como la sombra
que no es posible dejar así nomás en casa;
como un poco de aire cálido e invisible
mezclado al aire duro y frío que respiras;
como el recuerdo de lo que más quieres;
como el olvido, sí, como el olvido
que has dejado caer sobre las cosas
que no quisieras recordar ahora.
Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:
estoy tan cerca que no puedes verme,
estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.
Nada es el mar que como un dios quisiste
poner entre los dos;
nada es la tierra que los hombres miden
y por la que matan y mueren;
ni el sueño en que quisieras creer que vives
sin mí, cuando yo misma lo dibujo y lo borro;
ni los días que cuentas
una vez y otra vez a todas horas,
ni las horas que matas con orgullo
sin pensar que renacen fuera de ti.
Nada son estas cosas ni los innumerables
lazos que me tendiste,
ni las infantiles argucias con que has querido dejarme
engañada, olvidada.
Aquí estoy, ¿no me sientes?
Abre los ojos; ciérralos, si quieres."
Y me pregunto ahora,
si nadie entró en la pieza contigua,
¿quién cerró cautelosamente la puerta?
¿Qué misteriosa fuerza de gravedad
hizo caer la hoja de papel que estaba en la mesa?
¿Por qué se instala aquí, de pronto, y sin que yo la invite,
la voz de una mujer que habla en la calle?
Y al oprimir la pluma,
algo como la sangre late y circula en ella,
y siento que las letras desiguales
que escribo ahora,
más pequeñas, más trémulas, más débiles,
ya no son de mi mano solamente.
Xavier Villaurrutia
No hay comentarios:
Publicar un comentario