La imagen de los iconoclastas
El
pasado 12 de septiembre compré, como cada semana, Milenio. En realidad el periódico, al que muchos califican como de
derecha, me gusta bastante. Los articulistas, con los que no siempre estoy de
acuerdo, tienen una personalidad definida y escriben bien. Muy legibles son,
sobre todo, la sección “Vidas ejemplares” (que los lectores de dicho diario,
seguramente ubicarán, junto a su foto de Ted Bundy) y el suplemento Laberinto (que siempre tiene uno o dos
artículos que valen por todo el periódico).
Bien; el día mencionado, leí en Laberinto cómo Heriberto Yépez decía adiós a sus lectores. En su despedida (que pueden
leer aquí), un emocionado Yépez nos hace saber sobre la valentía que lo llevó a buscar “diseccionar
un sistema cultural regido por la corrupción y la farsa” y “describir todo tipo
de mecanismos de la Alta Transa Cultural”, además de enterarnos cómo ese espacio se le hay cerrado.
Siempre
es algo triste que se cierre un espacio en la prensa cultural y debo admitir
que en más de una ocasión las cosas que escribía ahí Yépez me divertían. En
otras ocasiones, hasta llegaban a estimularme (como hoy) para escribir mis desacuerdos
con sus (como diría él) usos y costumbres.
Con todo y ello, no puedo dejar de recordar que hace exactamente un año, al
igual que el buen subcomandante Marcos (hoy Galeano; a quien por cierto, por
esas fechas dedicó una columna), el mismo Yépez había anunciado su desaparición
como nombre literario para abocarse a otros vericuetos y proyectos (si no lo
creen, aquí puede leerse). Ignoro si el señor Yépez tiene corta memoria (o neomemoria, en otro de sus
acostumbrados giros lingüísticos que hace parecer emocionantes), cree que
nosotros la tenemos o simplemente es más útil ante sus fans presentarse como el bueno al que oscuros editores anuncian su
fin.
Lo
cierto es que Heriberto Yépez es sólo un ejemplo (quizá de los más acabados) de
lo que hoy se hace pasar por cultura
crítica.
Aunque
desde inicios del siglo XX y aun antes ha existido ese afán de confundir
literatura con vida personal; como de hacer derivar todo hacia la política,
todavía hay quien lo presenta como algo nuevo y, cosa más rara aún, rebelde.
Dicho
esto, aunque la época de las ideologías como pasión de vida ha declinado, esto
no ha incidido en la comunidad literaria. Esto, que parece paradójico, no lo es
tanto.
La
pasión ideológica del siglo XX estuvo enmarcada en la época de las grandes
confrontaciones críticas; de verdaderas batallas de ideas (que no en pocas
ocasiones derivaban en peleas viscerales). Durante este siglo, la política se
volvió espectáculo y levantó pasiones. El arte —a pesar de contar con su propia
lógica de rebelión, proveniente del romanticismo— no en pocas ocasiones se
subordinó a estas pasiones. La realidad del cambio era algo visible; imaginable.
A
pesar de que hoy día, la política sigue levantando pasiones, hay muchas
diferencias entre aquellos días de principios y mediados del siglo XX y lo que
vivimos desde el fin de aquel.
La
política se ha vuelto más cautelosa y ha moderado su campo de acción. Las
grandes luchas ideológicas del siglo XX se han derrumbado. De la discusión de
grandes modelos económicos y políticos (socialismo, fascismo, anarquismo o
capitalismo por hablar de los más visibles) se ha pasado a la disputa entre
modelos de desarrollo capitalista que ponen el acento ya en el mercado, ya en
las libertades públicas; ya en el desarrollo social, ya en el bienestar privado.
Ciertamente
se han abandonado las grandes matanzas ideológicas. A cambio se ha estrenado la
mezquindad del poder. Los crímenes del siglo XXI no son ideológicos: son
batallas por el poder económico dentro de un sistema ya incuestionable.
En
lugar de trascender las barbaries del siglo XX mediante la crítica a la
ideología que les dio origen (esa que concibe al dominio sobre la naturaleza,
el origen de lo humano), se ha optado por transigir con una de sus caras (la
del capitalismo) y aceptar sus reglas. La crítica ha dado paso a la lucha por
el poder. No hay ya incidencia de las ideas en el plano social; sólo de la cara
más abstracta del poder: el dinero.
Al
mismo tiempo, esta cultura de la búsqueda de placeres inmediatos ha forjado su
símbolo más perfecto en el internet (como el siglo XX se reflejó primero en el cine
y luego en la televisión). De las grandes celebraciones masivas (al encender el
televisor o participar en la experiencia del cine) se pasó a la época del
individualismo y del simulacro (al escribir en las redes sociales).
Sin
embargo, como ya Marx lo había previsto, en su pleno desarrollo ya se encuentra
su fin. No tanto por la invocada posibilidad de difusión de las protestas como
por aquello que las hace casi invisibles: su falta de incidencia en el mundo
cotidiano.
Internet
ha reducido la “realidad del mundo” de la misma manera en que el dinero
(obsesión de nuestra época) es sólo la abstracción del poder. De una manera
semejante a la que podemos comparar las certezas de nuestra época como
caricaturas de aquellas de pasados siglos. Todo es simulacro y ante eso, se
manifiesta la sed de realidad.
¿Qué
es el auge de las redes sociales, de los reality shows, de la prosa de “no
ficción” sino hambre de realidad? No porque antes lo que llamamos “realidad” no
incidiese en la cultura popular y en el arte, sino porque hoy, ante el
adelgazamiento de lo tangible, se busca aquello que pase como tal. A decir
verdad, hay mucha más “realidad” en Borges y Shakespeare que en cualquier talk
show y programa de canales de “Historia”. Pero en una era de simulacros, hasta
la “realidad” se vuelve el ensayo de un espectáculo.
La
pasión del siglo XXI está enmarcada en la búsqueda de verdades simuladas; de
espectáculos que den la sensación de realidad de manera cómoda e inmediata. Las
confrontaciones son viscerales e inofensivas (pero no en pocas ocasiones se
disfrazan de batallas de ideas). Durante este siglo, el espectáculo se volvió política
y levantó pasiones. El arte —ya abandonada su lógica de rebelión, proveniente
del romanticismo, y adaptado al mercado y a la profesionalización— se
subordinó a estas pasiones. La realidad se convirtió en algo que puede
copiarse; simularse.
Hoy,
la crítica cultural ama la “realidad”. Cuestiona la valía de obras completas,
filosóficas, literarias o críticas a través de la “vida” de los autores.
Asimismo, ensalza obras basándose en la supuesta trayectoria vital de tal o
cual nueva encarnación de la rebeldía. La vida convertida en espectáculo y el
espectáculo como tabula rasa.
Nunca
he confiado del todo en aquellos escritores que hacen de su vida (de su imagen,
mejor dicho) el centro de su obra. No porque crea que los grandes creadores no obtienen
gran parte de su mejor obra de sus experiencias vitales (lo que es inevitable:
somos aquello que escribimos; escribimos aquello que con las palabras —los
recuerdos— se construye), sino porque hay obras donde lo que más interesa es
esa imagen que nos dan. El lector no se identifica ya con aquello que lee: no lo
re-vive y lo re-significa: la figura del escritor (de aquel ser simulacro de realidad)
se le presenta como un modelo. No re-significa su vida ni se re-conoce en la
obra de arte: admira, babeante, a aquel que logró ser “él mismo”. El escritor
convertido en modelo de aparador para aquellos con hambre de realidad; su obra,
apenas un pretexto para su grandeza. Un espejo para mejor admirarse.
Esa
es la tónica de las “grandes novelas” de los últimos veinte años. No es
paradójico que la figura del “poeta maldito” tenga un atractivo especial para
los jóvenes lectores (y para los no-lectores: un amigo me presentó un sitio en
donde llamaban “poeta maldito” a ¡Ian Curtis! —y sí, me gusta bastante Joy division)
mientras la lectura de poesía está en una de sus mayores crisis: lo que importa
no es la obra, sino la imagen (“realidad”) que nos presenta.
La
crítica “cultural” de nuestros días, que se pretenda en realidad “revolucionaria”,
“real”, “valiente”, deberá seguir la misma tónica. Presenta la obra literaria
como un espectáculo donde el bueno
(el poeta ninguneado) se enfrenta con los guardianes del poder (quienes
envidian su talento). Buscan, rastrean cualquier alusión a la “realidad” en los
periódicos, en los chismes de cantina; en las entrevistas. Nada de esto es
nuevo ni perjudicial en realidad, resulta en más de las ocasiones intrigante y
sabroso, pero nunca se había sobrepuesto a la obra. En el pasado, los
investigadores y críticos habían indagado el pasado de los creadores y recreado
sus batallas personales para iluminar este o aquel aspecto de la obra de arte.
Hoy día, se lee la obra de arte —si es que se lee— como excusa para engrandecer
o empequeñecer la figura del escritor.
Otro
signo de esta falta de realidad —esta vez, usada por aquellos que todavía leen—
es la necesidad de contar con valores
estables, con criterios sólidos (o que den la apariencia de tal) para juzgar las
obras de arte. Temerosos de la subjetividad, de aquello que represente un
riesgo (el riesgo más temido es el de no-ser: la exacerbación del yo en una era
donde el yo se difumina es algo revelador), se opta por la palabrería
disfrazada de rigor. No se trata en definitiva de un rigor crítico; de la
lectura de la obra llevada hasta sus últimas consecuencias, sino de un
simulacro de profundidad donde el diálogo y la confrontación de ideas se suplen
con un lenguaje pretendidamente riguroso. La interpretación es la que reina en
dicho espejismo. Pero de la misma manera en que ya no importa la obra, sino el
personaje; tampoco importa la realidad física de la obra, sino su
interpretación conceptual.
Resultaría
divertido si no fuese triste: para adquirir realidad, se abstrae la obra en un
concepto igual que el dinero es la abstracción de todo valor. De esta manera,
todo es mensurable.
En
una época donde no hay valores fijos, se busca de forma desesperada el valor al
poner a competir cosas que no admiten tales competencias. Cada obra es única,
sin embargo, en la mente de estos “críticos” hay una continua tasación de la
obra en razón de un concurso que sólo puede ser dirimido, como no, a través de
la conceptualización.
La
proliferación de estas actitudes que ponen en competencia obras ya sea por la figura
del escritor y su supuesta vida, como por las ideas poco claras pero muy
disfrazadas de palabras que emiten en relación a los textos son dos formas de
intentar recuperar la “realidad” que se ha perdido. No es casual que muchas de
las personas más sensibles sean quienes caigan en esto (ellos son los que mejor
perciben el vacío que la caída del mundo moderno ha dejado). Lastimosamente,
sus esfuerzos son un producto de aquello que pretenden destruir. Iconoclastas
que aman la imagen sobre todas las cosas; lectores de la obra que para
sopesarla, la abstraen y desnaturalizan. Competencias entre escritores:
monografías académicas y páginas de revista del corazón.
No hay diferencia con el capitalismo, que valora cada cosa del universo a través de una abstracción que compra "realidad": el dinero. Una abstracción que le pone precio a todo.
He
ahí al iconoclasta enamorado de la imagen.[1]
[1]Ya
que empecé con Heriberto Yépez, quien es experto en ambas formas de “crítica”
(y que no en pocas ocasiones las mezcla alegremente), los invito a leer estos
ejemplos.
Aquí se deleita rebuscando en las anécdotas para
justificar su admiración por algún creador (de la obra, apenas habla). En este
caso, se trata de una pantagruélica valoración de Cerati donde lo pinta como un
ser mítico: http://archivohache.blogspot.mx/2014/09/sobre-cerati.html
En este otro ejemplo, ya que supongo no puede ponderar
tanto al escritor, hace gala de la sabrosa retórica pseudoacadémica para justificar
conceptualmente un libro que sólo puede ser leído así; como concepto: http://archivohache.blogspot.mx/2015/04/nafta-y-poesia-el-anti-humboldt.html
Y en este otro, de la serie “todos odian a Rulfo y
nadie lo comprende como yo”, una mezcla de ambas posiciones, donde alude a
Carballo, Alatorre, Batis y Chumacero (menciona a Arreola como apenas un autor
de “ternura”, aunque sorpresivamente, no menciona a Paz) como envidiosos de la
genialidad de Rulfo: http://hyepez.blogspot.mx/index.html#817465674959354880