domingo, 15 de febrero de 2015

El lenguaje y la ciencia



El tema de este ensayo no es nuevo. Ya lo había abordado antes, aunque desde otro punto de vista.

En aquella ocasión cuestioné la idea de que la ciencia llegue a conocimientos verdaderamente objetivos. La tesis defendida es que todo lo que pasa por el lenguaje humano es por principio parte de un horizonte cultural y, por tanto, es subjetivo. La Verdad, de existir, no es accesible al ser humano pues éste la pasa por el tamiz de su cultura; de su lenguaje; de sus mitologías.

Este nuevo ensayo es un intento de explicar cómo todo lo humano es un mito y cómo el lenguaje es el mito más acabado; uno que inevitablemente da sentido a todo lo que conocemos.



¿Qué entendemos por mito?

Si asociamos esta palabra inevitablemente a los antiguos mitos griegos y a sus equivalentes en otras partes del mundo, siglos de cristianismo y de Ilustración nos habrán educado en la idea de que mito y mentira son sinónimos. Se trata, en ese caso, de una explicación fantasiosa de la realidad; una narración situada en un tiempo ideal que explica los orígenes del mundo en que vivimos.

Tal idea viene del discurso cristiano, donde se defendía la realidad histórica de Jesucristo contraponiéndola a las narraciones de otros pueblos cuya autenticidad resultaba, según ellos, poco fiable. Así, las historias bíblicas eran verdaderas y aquellas otras, falsas.

La Ilustración, hija del mundo cristiano, tildó a todas aquellas narraciones, incluyendo a la cristiana, de mitos y asoció esta palabra con la mentira y la superstición.

Ese es el mundo en que vivimos. En el discurso cotidiano es la acepción usual.

Otra forma de entender lo que es el mito proviene de la hermenéutica. Así, el mito no tiene la “verdad” histórica, sino que es una aproximación simbólica o alegórica a una verdad humana. Es decir, que detrás de las narraciones míticas existe una verdad histórica o humana que sólo es accesible por la interpretación crítica.

Los griegos mismos, una vez que la crítica filosófica tildó al mito de fábula irracional ensayaron la hermenéutica. De esta manera, sus mitologías fueron protegidas desde el discurso racional de la filosofía socrática. Mediante la hermenéutica es posible dar con “verdades” veladas detrás del discurso mítico. Hoy día es sorprendente la cantidad de estas interpretaciones a toda narración, ya bíblica, ya grecorromana, ya literaria. Y lo que es más de sorprender es que dichas interpretaciones no vienen únicamente de filósofos o literatos, sino de científicos y aun de prelados de diversas religiones.

Más perspicaces, los historiadores de la religión[1] han caracterizado al mito como una narración que da orden al mundo para hacerlo habitable al ser humano. Es decir: el mito no es una aproximación fantasiosa, sino un discurso narrativo que da lugar al hombre en el mundo: que le permite al ser humano apropiarse de aquello desconocido y así habitar el mundo.

El mito, así, no es una excrecencia de la superstición, sino la piedra de toque de cualquier cultura. Y en ese sentido resulta arbitrario catalogarlo como verdadero o falso. Para quien vive en la cultura que ha nacido de dicho mito, éste es evidente. La existencia del mundo lo prueba tanto como éste prueba la existencia del mundo.

Este acercamiento a lo que es el mito me parece la más acertada, con más que todavía considero que tiene una limitante esencial: se basa en los mitos históricos o en sus correspondientes de culturas no-occidentales.

Eliade considera que en realidad el cristianismo es también un mito, si acaso con algunas características que lo hacen diferente de otros. Sin embargo, en tanto narración que le da un sentido al mundo y que es susceptible de dar dirección a la acción humana, nada lo distingue. Asimismo, es injusto aplicar términos como “verdadero” o “falso” a aquello en lo que se basa.

Aun así, considero que estos acercamientos se quedan en este nivel porque, como ya he dicho, se basan en la lectura de las mitologías históricas: en las características de aquellos mitos que no fundan nuestro mundo.

Esto no resulta extraño: más sencillo resulta valorar aquello en lo que no creemos (o mejor: que no forma parte de nuestro mundo) que tomar distancia de nuestro propio mundo y mirarlo de la misma manera.



Como el mito da forma a cada aspecto del universo en el que vive el ser humano, nada más natural que no percibirlo. No explica el mundo: es el mundo. Su unión con la forma de pensar de cada sociedad —con aquello que ve, siente, vive— es tan perfecta que resulta, por decirlo así, imperceptible. Cuanto más vivo esté el mito, más difícil resulta distinguirlo.


Con mitos del mundo moderno no me refiero a aquello que, por ejemplo, ha señalado Umberto Eco: narraciones que pueden leerse como actualizaciones de los mitos antiguos y que resultan símbolos de las aspiraciones modernas. Por más atinadas que sean estas aproximaciones, obvian el aspecto más importante del mito: ser el elemento fundador de la realidad; cubrir cada aspecto del universo y darle un sentido.

Los mitos del mundo occidental a partir de la Ilustración no pueden estar basados en la narrativa, y esto es parte de sus limitaciones, pues con el deslinde literatura-realidad que se dio desde el Renacimiento todo discurso de este tipo ha dejado de ser medular (que no quiere decir que haya dejado de ser importante) para nuestra cultura. Los mitos modernos tienen una narrativa, así sea débil, por supuesto (ser es ser en el tiempo), pero no es lo central en ellos: no se fundan en ello.

Asimismo, aunque la recreación del mito en el rito es indispensable para su conservación (en tanto es la actualización y puesta al día del mito: la manera en que toma forma tangible), resultaría poco menos que inocente pensar que la forma en que estos son celebrados actualmente sería igual que aquella de las culturas antiguas. Una era política como la moderna eligió nuevas celebraciones y una era de la atomización del discurso como aquella en la que vivimos, otras muy distintas.

Esto, que será retomado más adelante, sin embargo puede seguirse de forma más profunda.

Levi Strauss imaginó que el mito puede analizarse con las mismas herramientas de la lingüística moderna. Encontró, así, formas lógicas y sistemas que se repiten en las mitologías de todos los pueblos del planeta. Una estructura lógica que es constante: una red de signos cuya misión es significar.

La forma de trabajar de Levi Strauss me repele tanto como la admiro. Su método despoja al mito de aquello que lo hace único y se queda con una abstracción. El mismo reproche que puede hacérsele a los estructuralistas respecto del poema y a muchos lingüistas respecto de la lengua.

Con esto no niego la validez de sus juicios y aproximaciones: señalo que llegar a esos extremos de la abstracción deshabita al mito de aquello que lo convirtió en el fundamento de un mundo en un principio: su belleza.

Con todo y esto, la idea de Levi Strauss me parece valiosa, aunque desde otro punto de vista.

Si es posible establecer correspondencias entre el lenguaje mítico y el lenguaje natural, ¿no puede pensarse que el lenguaje natural es ya una forma de mito?

Me explicaré: tanto el mito como el lenguaje son sistemas simbólicos que se atraen y repelen a partir de ciertos ritmos. Estos símbolos forman un discurso bien estructurado que ordena la realidad y le da sentido.

Aquello que hace que el mito sea distinto de otro tipo de narraciones es precisamente dar sentido al mundo: dar dirección a aquello que era inhabitable a través de una forma de hacerlo concebible para la mente humana. Cada una de estas características puede aplicarse al pie de la letra al lenguaje natural y de forma todavía más categórica.

El lenguaje da forma al mundo ya que es la manera en que el ser humano se relaciona con él y con sus semejantes. Aquello que es nombrado adquiere presencia en el imaginario de los hablantes: a través de él se le da un lugar en el mundo.

A nivel semántico, cada palabra es un cúmulo de relaciones con lo que podríamos llamar “realidad” y con otras palabras. Al nombrar, inevitablemente hacemos entrar en relación semántica a esa palabra en el sistema de relaciones y valoraciones que entraña cada lengua. Y así, darle a aquella realidad un espacio en la cultura humana que la nombra.

Toda cultura por la misma dinámica de la lengua hace valoraciones de palabras pues estas distan de ser sólo el “recipiente” de un significado. Se forman relaciones con todo el sistema. Esto resulta inevitable pues todo lo que toca el lenguaje es ya parte de lo humano.

Así, por ejemplo, en nuestra cultura decir que algo es una “fuerza” lleva inmediatamente a establecer relaciones con el resto del sistema. Relaciones que son tanto negativas (lo que no es) como positivas (aquello que es o con lo que lo asociamos).

Esta valoración semántica, de contraste y analogía con el resto de palabras del sistema es la forma en que aquello es humanizado: en que adquiere sentido y dirección. Es la forma en que el hombre habita un mundo.

Más todavía que los mitos antiguos, que se basan en él —que serían imposibles sin él—, es el lenguaje aquello que da sentido al mundo y que hace que el hombre y su acción tengan una dirección y una forma de habitar el universo.

Todo lenguaje encarna además en un ritmo. Hablar es ritmar el tiempo: darle un cauce. La canción, el poema, está más cerca del habla que la prosa. Y el ritmo del habla es lo que hace andar al mundo. Lo que le da movimiento a las ideas y a lo que estas nombran.

Así, desde el punto de vista fonético y sintáctico, cada idioma ya desde el momento de hablarse establece un discurso que se rige por atracciones y separaciones rítmicas (que, no es de sorprender, también son semánticas). Hablar es cantar, pero sólo cuando esta característica es dejada en libertad nace el poema. El mito en tanto obra artística y poética se basa en ese mito de mitos que es el lenguaje.

De cualquier manera, en tanto lenguaje, cualquier cosa que el ser humano diga es parte de un sistema convencional que no puede ir más allá de sí mismo. Tanto sería derribar el sistema y con ello, al universo mismo.

Los lenguajes ritman la acción de su tiempo: crean al mundo así como aquello que han creado los cambia.

Los idiomas modernos[2] con su énfasis en las palabras “verdad”, “bienestar” o “progreso” no son los mismos que hablaban en su origen medieval. El punto de gravedad del sistema ha cambiado y con ello, todo el sistema y lo que en él puede decirse.

A partir de la Ilustración el discurso narrativo de las antiguas mitologías dejó de ser lo esencial del mito. Su lugar lo ocupó la especulación racional. Es decir, la disquisición racional a través de ideas ordenadas desde una idea de mundo basada en el método científico. La ilustración (nunca mejor dicho) de los mecanismos que “rigen al mundo”.

El discurso que dio sentido al mundo moderno no fue un mito narrativo, sino el de la razón. La mitología con otro nombre: ideología, un mito basado en las ideas. No en la narración sino en la explicación.

No es mi intención esta vez criticar a las ideologías modernas. El mundo en el que vivimos ya no es el que las entronó como su razón de ser y en gran parte están tan o más desprestigiadas que las mitologías que las precedieron[3].

En los años en que vivimos, con el ascenso del prestigio del poder sobre cualquier cosa y con él de su abstracción en el dinero, el lenguaje ha cambiado también y con él, las relaciones semánticas que establecen las palabras. “Eficacia” y “productividad” han ganado peso mientras que “verdad” lo ha perdido. O en todo caso ha mutado su significado.

La ciencia, que en la modernidad acompañó a la ideología como una justificación (sí, lo sé: una apreciación espuria de la ciencia) hoy sigue siendo apreciada, pero el centro de su discurso también ha cambiado en el imaginario popular. Para el común de los hablantes “ciencia” es sinónimo de “técnica”. Es explicable: la técnica es aquello que permite realizar un objetivo al extender con diversos métodos el poder del hombre sobre el mundo. De la explicación general de los mecanismos del mundo, la “verdad” moderna, a la utilización de diversos procedimientos para aumentar el poder del hombre sobre el universo hay la misma distancia que entre el mundo moderno y el que hoy vivimos.

Con todo, el cambio semántico no ha ido acompañado de un cambio al nivel léxico. Todavía hoy se jura en nombre de la “verdad” y de la “objetividad” con más que sea absurdo decir que la técnica tenga un fin objetivo[4].

Fuera de estos apuntes, quisiera ahora explicar por qué en múltiples ocasiones he dicho que ni siquiera la ciencia tal y como se practica en las universidades es de hecho objetiva. Que la misma idea de llegar a la “verdad objetiva” es imposible en tanto seres humanos.

Explicaré esto último.

Lejos de mi intención negar las evidencias que ha llegado el ser humano mediante el método científico (el cual tiene raíces muy anteriores a su sistematización en los albores de la modernidad). Más todavía, me parece inobjetable que la única manera de aproximarnos a la certidumbre es mediante la experimentación y la observación.

De esta manera, sólo un necio sería capaz de objetar que el método científico ha permitido conocer constantes universales que cualquiera puede comprobar; no basarse en afirmaciones sin sustento palpable. Esto es indispensable, pues incluso la indagación racional de la filosofía precedente se basa en la lógica y ningún sistema lógico ha demostrado ser perfecto.

Por supuesto, existen límites importantes a la aplicación del método científico. Hay muchos temas que no pueden ser experimentados de esta manera. No me refiero sólo a aquellos propios de las humanidades, sino inclusive a muchas áreas de interés de las ciencias puras. Gran parte de la Física moderna, por ejemplo, es imposible de demostrar con pruebas de laboratorio. Esto podría hacernos pensar si se trata en realidad de ciencia como tal o de Filosofía con un discurso científico (por razones semejantes, la Matemática no se considera una ciencia), pero no la validez de sus preguntas.

Más puede apuntarse: el método científico y la ciencia en general permiten efectivamente descubrir los mecanismos y los principios de muchas cosas que deseamos conocer. De esta manera otorga sentido. Sin embargo, nada nos puede decir del por qué las cosas son así. No puede hacerlo porque queda fuera de los límites del conocimiento comprobable a través de la experimentación.

Ilustraré este punto con un ejemplo accesible a cualquiera: el método científico ha establecido con gran precisión que hay una relación entre la masa de un objeto y la fuerza de gravedad. También ha calculado la constante gravitatoria de un objeto.

Sin embargo, no hay forma de saber por qué esto es así. Es decir, no hay forma de decir por qué a mayor masa mayor fuerza gravitatoria ni qué es exactamente esta fuerza: su origen o su sentido, si es que lo tiene.

Estas preguntas, sin embargo, no quedan sin respuestas pues el lenguaje mismo las responde al otorgarles un lugar dentro de su sistema significativo.

Aparentemente hablar de “fuerzas” suena objetivo, pero hay que recordar que esta palabra ya tiene una carga semántica asociada. Niega y afirma sin más prueba que el mismo lenguaje.

Para expresar cualquier cosa debemos usar el lenguaje y como éste es una convención, en realidad todo lo que decimos queda atrapado en los presupuestos de una cultura que no tiene nada de objetiva. Así, el lenguaje ha convertido en mitología la evidencia de los sentidos, como siempre lo ha hecho. Esto es: le ha dado un sentido en el mundo humano. Ha convertido aquello en algo pensable; con dirección: habitable.

Esto no me parece, empero, pernicioso. Como seres humanos necesitamos que aquello que conocemos entre en un orden. El lenguaje hace esto naturalmente y la cultura lo asimila a un sistema. No es algo consciente ni lesivo: es la única manera que tenemos de existir.

Esto ha sido evidente para muchos filósofos y científicos. No pocos de ellos han recurrido a evitar el uso del lenguaje natural para reemplazarlo con símbolos matemáticos o lógicos de diversos tipos. Esto se hace para dar una mayor “objetividad” al conocimiento.

A pesar de las intenciones de tales experimentos, debo apuntar que me parecen poco afortunados pues parten de un imposible.

El signo matemático “1”, por decir algo, no escapa al lenguaje. Al verlo lo pensamos con palabras. “1” es “uno”. Nada escapa al lenguaje y al sistema de relaciones semánticas que posee el sistema.

Escapar del lenguaje equivaldría a escapar del significado y con ello de todo lo humano. Un lenguaje que evadiese el significado cultural o que lo trascendiese sería incomprensible a la razón pues la lengua es la cultura.

Aunque opino que sí existe ese tipo de lenguaje que trasciende las paredes en que la cárcel de la lengua nos aprisiona, debo apuntar que al hacerlo evade la función referencial objetiva. La poesía es este lenguaje y para nombrar lo innombrable pone en paréntesis la función comunicativa de la lengua: no comparte ideas; las recrea. Y esa recreación es totalmente incomunicable si no es vivida.

Así, aquello que evade la subjetividad de la lengua es, paradoja, romper con su nivel social. Y las ideas filosóficas o científicas no existen de otra manera. Son para ser compartidas. Así, pensar es pensar en palabras porque hasta los signos abstractos no son más que representaciones de palabras y por tanto quedan sometidos al sistema semántico de este mito de mitos. Y a la mitología que la sociedad que lo usa ha creado.

Usaré el ejemplo anterior para que se entienda de qué hablo.

La evidencia palpable de aquello que llamamos (otra convención) “gravedad” es innegable, así como las constantes que la observación y experimentación nos han permitido dilucidar. Sin embargo, al integrar tal voz al sistema de signos que es el lenguaje, al llamarla “fuerza de gravedad”, el sistema le da un sentido. Una fuerza no es un dios sino un mecanismo inconsciente, una magnitud que relaciona el movimiento de un objeto con otro. Es Arquímedes, Aristóteles y por supuesto la física newtoniana. Es un mundo vacío al que el ser humano da sentido mediante su razón y la posesión.

No hay forma de saber si esto es así o no. Pero no lo dudamos: es nuestro visión del cosmos. Tan real como lo que nos rodea pues a través de eso habitamos en él.

Todo esto y mucho más en una sola frase. Un sentido de mundo. Una mitología que da orden y dirección al mundo. Esto no es lo otro; este es el sentido del universo.

No es posible escapar del lenguaje y por tanto es imposible escapar de las mitologías.

¿Es esto inevitable? En tanto seres humanos, dueños de una razón humana, lo es. No podemos vivir en un universo sin sentido y la manera de que este exista es a través del lenguaje.

Repetiré: no es posible rebatir las evidencias de los sentidos que el método científico descubre. De forma semejante, la manera en que estas evidencias se integran a un sistema de mundo es imposible de comprobar.

El problema puede ser evadido si, como explica Kant, damos por hecho esta limitante. Si no podemos conocer más que humanamente, como humanos tal cosa no debería desvelarnos. Es idóneo para nosotros. Más allá no sabemos qué hay y como nos es inaccesible, al menos a través de la razón, ¿qué más importa?

Tal evasión del problema me parecería justa si no fuese porque también de manera casi inevitable (mejor sería decir “inconsciente” o “mecánica”) todas las grandes explicaciones de mundo, las mitologías, los lenguajes —las visiones de mundo, en otras palabras— no tardan en convertirse en absolutos. El sistema no sólo aprisiona[5] a quien vive dentro de él, sino que establece diferencia entre el discurso “real” y aquel otro que es “falso”. Así, surgen las grandes matanzas: al negar la posibilidad de que el mundo sea “otro”.

Las grandes mitologías del pasado encarnaron en imperios; las religiones se impusieron con la violencia; los imperios ideológicos de la razón pintaron sus palacios con la sangre de quienes no aceptaban “la verdad”. Ese es el peligro de las mitologías, no si son “reales” o no ya que no hay manera de negar su principio más profundo: el lenguaje.

No sé si hay una salida a esto. Por supuesto queda la crítica. Pero una crítica que ataque al mismo sistema de mundo del que proviene es insólita. Y dado que tal problema se presenta con cualquier sistema de mundo al que nos acerquemos, es inevitable ir de crisis en crisis hasta afrontar el abismo de la no-significación.

¿Puede el hombre asomarse a ese abismo? ¿Puede vivir sin algo que dé sentido y dirección al mundo? Como seres humanos, me temo que no.

Empero aventuro algo más: si no podemos vivir sin estos sistemas, ¿podemos vivir con el conocimiento de que estos no son sino convenciones? Si lo aceptásemos, podríamos aceptar la existencia del otro con total naturalidad, dado que la “verdad” está fuera de lo meramente humano.

No lo sé, pero me parece que sí. Mantener los ojos abiertos a ello es asomarse al abismo, pero a la vez es la posibilidad de la creación y del juego.

Si los niños pueden jugar con la seriedad del adulto algo que saben que es sólo un juego, ¿podríamos nosotros crear si sabemos que sólo es una posibilidad más del ser y no su “acabamiento”? ¿Podríamos aceptar la libertad?

Con esto no cuestiono la posibilidad de conocimiento (esa discusión pertenece a otras especulaciones que no me interesan en este momento), sino la forma en que, inevitablemente, ese conocimiento se integra a una visión de mundo. Tampoco cuestiono la validez del método científico el cual me parece uno de los más ciertos (si no el que más) para conocer el universo; apunto que sus evidencias habrán de conformarse en un sistema además de señalar sus límites.

Por otra parte, las conclusiones de este ensayo no pretenden desembocar en ese relativismo anémico que pregona que, dado que no hay forma de comprobar la verdad de una visión de mundo, todo lo que se diga es verdadero. Una claudicación de la crítica. Al contrario: lo que apunto es que todo, incluyendo nuestra visión de mundo, debe ser criticado. Que las culturas no deben cerrarse, sino abrirse al diálogo. Sólo en la discusión apasionada de las convicciones podemos encontrar las limitantes de nuestros propios pensamientos.

Sólo mediante la crisis de lo que parecía cierto podemos inventar nuevos juegos.


César Alain Cajero Sánchez

15 de febrero del 2015






[1] Tanto Eliade como Malinowsky y a su particular manera, Levis Strauss, parten de esta idea, con más que posteriormente sus intereses y teorías sean muy distintos.

[2] Es importante notar que cada idioma es distinto, sin embargo podemos también apreciar que con todas sus diferencias, hay una imagen de mundo más o menos estable que comparten las lenguas modernas occidentales. Hay, por su historia, una posible “visión de mundo” que, con todas sus diferencias en los acentos, es posible notar en la mayor parte de los idiomas occidentales modernas.

[3] El atractivo de las ideologías es hoy mucho menor que apenas hace unas décadas, aunque indudablemente persiste, sobre todo entre la población educada. La razón no es sorprendente: aquello que se perdió con el ocaso de las ideologías es la trascendencia. Hasta ahora no hay un sustituto que palie esa nostalgia. No es hora de juzgar a las ideologías por sus crímenes (como tampoco pretendo hacerlo de las mitologías), sus impulsos fueron grandiosos y generosos. No la forma en que todo sistema se convierte en cárcel. Señalar que algo se ha perdido con su ocaso no es nostalgia de sus métodos, sino de aquello que representaban.

[4] Y antes de cualquier cosa, seamos justos: no estoy con esto juzgando a la técnica ni a la ciencia. Juzgo las pretensiones de hacer equivaler (modernamente) “explicar” o “ser eficaz” (hoy) con “develar la verdad”. Podría juzgar a aquellos que hacen de estas visiones de mundo las armas para sojuzgar al mundo y a los hombres, pero no a las visiones en sí.}

[5] Sé que el verbo es exagerado, pues la prisión le da una razón de ser al mundo, pero es útil en este momento para ilustrar lo siguiente.

martes, 3 de febrero de 2015




Se eu morrer novo,
Sem poder publicar livro nenhum,
Sem ver a cara que têm os meus versos em letra impressa,
Peço que, se se quiserem ralar por minha causa,
Que não se ralem.
Se assim aconteceu, assim está certo.

Mesmo que os meus versos nunca sejam impressos,
Eles lá terão a sua beleza, se forem belos.
Mas eles não podem ser belos e ficar por imprimir,
Porque as raízes podem estar debaixo da terra
Mas as flores florescem ao ar livre e à vista.
Tem que ser assim por força. Nada o pode impedir.

Se eu morrer muito novo, oiçam isto:
Nunca fui senão uma criança que brincava.
Fui gentio como o sol e a água,
De uma religião universal que só os homens não têm.
Fui feliz porque não pedi cousa nenhuma,
Nem procurei achar nada,
Nem achei que houvesse mais explicação
Que a palavra explicação não ter sentido nenhum.

Não desejei senão estar ao sol ou à chuva —
Ao sol quando havia sol
E à chuva quando estava chovendo (E nunca a outra cousa),
Sentir calor e frio e vento,
E não ir mais longe.

Uma vez amei, julguei que me amariam,
Mas não fui amado.
Não fui amado pela única grande razão —
Porque não tinha que ser.

Consolei-me voltando ao sol e à chuva,
E sentando-me outra vez à porta de casa.
Os campos, afinal, não são tão verdes para os que são amados
Como para os que o não são.

Sentir é estar distraído.




Si muriese joven,
Sin publicar ninguno de mis libros,
Sin ver el aspecto de mis versos con letra impresa,
Pido, que si los quisieran tachar por mi causa,
Que no los tachen.
Si así salieron, están bien así.
Así, aunque mis versos nunca sean impresos,
Ellos tendrían su belleza; si fueran bellos.
Aunque ellos no podrían ser bellos y quedar por imprimir,
Porque las raíces pueden estar bajo la tierra,
Pero las flores florecen al aire libre y a la vista.
Tiene que ser así a la fuerza. Nada lo puede impedir.

Si yo muriese muy joven, oigan esto:
Nunca fui sino un niño que jugaba.
Fui pagano como el sol y como el agua,
De una religión universal que sólo los hombres no conocen.
Fui feliz porque no pedía cosa alguna
Ni procuré hallar nada,
No hallé nada que tuviese más explicación
Que la palabra explicación no tiene sentido alguno.

No desee sino estar en el sol y en la lluvia
—en el sol cuando había sol
Y en la lluvia cuando estaba lloviendo (nunca otra cosa)—
Sentir calor y frío y viento
Y nada más, nada más lejos.

Una vez amé, pensé que me amarían,
Pero no, no fui amado.
No fui amado por la única, grande razón:
De que no tenía que ser así.

Me consolé regresando al sol y a la lluvia
Y sentándome de nuevo a la puerta de la casa.
Los campos, al final, no son tan verdes para aquellos que son amados
Como para los que no lo son.
Sentir es estar distraído.



Fernando Pessoa

Traducción de su seguro servidor


lunes, 2 de febrero de 2015

Los grilletes son por dentro



A fines del siglo XIX entre La Gaya ciencia y Más allá del bien y el mal, un desprestigiado profesor de filología escribió dos distintas visiones del hombre por venir.

El Último hombre y el Superhombre son, sin embargo versiones extremas de la misma desaparición de valores que Nietzsche percibió en su época. Dos variaciones del mismo mundo.

Ya desde el fin de la Edad media el Dios cristiano, bajo cuya imagen tremenda se desarrolló la moral y la visión del mundo de Occidente, perdió su dignidad. El Renacimiento aterrizó la teología y la volvió inteligible: humana. El rito y la mística cedieron ante el empuje de la moral. Dios se hizo comprensible, aprehensible e imaginable desde la lógica humana. Esta pérdida de la idea de mundo que había guiado a Occidente durante más de un milenio produjo una conmoción en todo el mundo cristiano. Tanto Humanismo como Renacimiento como Reforma tienen un origen común. No tanto se ha dicho que el Barroco sólo es posible cuando el mundo medieval en el que se basaba el cristianismo católico ha perdido estabilidad. El barroco sólo existe en tanto el mundo cristiano-católico-medieval que añora, ha desaparecido. Con el fin de una idea de mundo.

El pasar del tiempo vio el hundimiento de la idea del dios trascendente. El principio rector de la moral poco a poco vio socavados sus poderes. Y sin idea de trascendencia, sin un principio que guie la vida humana, ésta se transforma en insignificante. La necesidad de un orden lógico, narrativo o del tipo que sea es necesario para el ser humano: somos nuestras mitologías.

Ya Hume había señalado que ante el hundimiento de los supuestos trascendentales, el ser humano se apresuraba a crear nuevos ideales a los que ceñirse.

A pesar del escándalo de Hume, creo que resulta inevitable para el ser humano crear estos ideales y creer en ellos. Considero acertado que todo conocimiento resulte de la experiencia sensible y que de esta manera, el mismo ser sólo puede entenderse como una suma de experiencias contingentes que dan la apariencia de ser inmutables. La conciencia de esto, sin embargo, no puede llegar más que a cierto límite: el del lenguaje.

El lenguaje humano es lo que nos hace distintos a los animales y a los “cerebros electrónicos”. Estos últimos tienen un lenguaje que no saben que poseen. Carecen de una noción de yo. Las máquinas son talentosamente estúpidas. Los animales sí parecen tener una tenue conciencia y capacidad de adaptarse por sí mismos a nuevas situaciones. En general todo indica que los seres vivos (incluyendo todos los reinos) están en continua comunicación a través de distintas señales. Sin embargo, la conciencia que tienen de esto parece mínima, si no es que en ciertos casos, inexistente.

La diferencia de esto con el lenguaje humano es abismal y en cierta manera, inexplicable[1]. Sólo mediante él puede existir una noción del yo comparable a la humana: sólo mediante él puede entenderse la formación de sociedades con la diversidad de las nuestras.

No se malentienda: al hablar de la complejidad de las sociedades humanas no me refiero al número de individuos ni a su eficacia (las sociedades de insectos son igual o casi igualmente numerosas e infinitamente más eficaces), sino a las diferencias culturales que resultan imposibles de enumerar.

Esta diversidad encierra dentro todavía más: cada sociedad está compuesta de miles de individuos, cada uno con unas características definidas e irrepetibles. Quizá lo mismo pueda decirse de otros seres vivos (puede hacerse), con una salvedad: los humanos somos los únicos que nos sabemos (o creemos) únicos.

El origen de esto es el lenguaje: sólo un ser con la posibilidad de decir “yo soy” puede tener conciencia plena de sí. Asimismo, a través del lenguaje se abre una puerta para relacionarse con los otros.

La paradoja del lenguaje humano es que mientras hace posible la comunicación entre diversas personas a un modo mucho más profundo y consciente de lo que los lenguajes animales lo permitirían, al mismo tiempo para ello hace necesaria la creación del yo. El ser humano nace con una creencia (ilusoria según Hume): la de que es. Ese saberse implica al mismo tiempo saber lo que no se es: todo. La única forma de acercarse a aquello que está fuera de las fronteras del yo es el lenguaje. La sociedad y el individuo nacen juntos. La sociedad y el individuo son lenguaje[2].

El lenguaje es la manera en que los humanos nos apoderamos del universo: nombrar para el ser humano equivale a conocer; y conocer, a dominar. A través de él ordenamos, damos un sentido y una dirección al universo. Lo hacemos habitable, pues la mente humana no tolera el caos.

Nueva paradoja: el lenguaje humano no es único: hay incontables maneras de decir “noche”. Esto se debe —volvemos al problema inicial— a que el mismo lenguaje dio una posibilidad: el de la libertad.

En cuanto el ser es consciente de sí, se sabe capaz de afirmar o negar; de escoger. Se sabe (o se cree, no importa en este momento) libre. La libertad es otorgada por la palabra y ella es la prueba de que no hay una sola manera de concebir al mundo. No hay una verdad sino infinitas maneras de recrear ese algo que llamamos realidad y que creímos conquistado. El lenguaje, así, permite ordenar al universo de una manera incomprensible: esa verdad hallada es sólo una entre muchas posibilidades.

Crisis: aquello que hace posible al mundo humano es tan sólo una frágil convención.

Empero, esto no es evidente para el hablante. Sólo una crisis en su mundo puede hacerlo dudar del lenguaje: mito primero; mito creador de mitos, ponerlo en duda equivaldría a poner en duda al universo mismo. Caer en el abismo.

No podemos escapar en tanto humanos del lenguaje. Él es el primer mito ya que la labor de todo mito es dar certezas del mundo: explicarlo. Cierto: constituye una tabla salvadora al tiempo que una cárcel de la que nos es imposible escapar (salir de un lenguaje consiste en crear o adoptar otro, como derribar un mito es imposible sin fundar otro). No es, creo, ese el problema de lo humano y como lo he dicho en anteriores ensayos, siguiendo a Kant, en tanto humanos no podemos soportar o siquiera concebir lo “real” sino a través de la creación. Más allá sólo están el santo o el mundo de la naturaleza[3].

Cuando la palabra pierde su transparencia, cuando de realidad tangible[4] se transforma en fábula bajo la cual se disfraza cualquier contenido, es posible un cambio en la ideología. Cuando la palabra “Dios” se vació en Occidente del contenido que había tenido por milenios, fue posible buscar un nuevo lenguaje que tomara su relevo. Ha habido cientos de estos apelativos que buscan llenar el vacío y muchos aspirantes lo lograron en los quinientos años de la caída del Dios medieval. Socialismo, democracia, izquierda, derecha, positivismo; las ideologías modernas tomaron el relevo. No había más qué hacer: como humanos vivimos en el lenguaje y como humanos, el lenguaje creó sus mitos con otros principios: futuro, bienestar, pueblo, nación, patria, bienestar social…

Sin embargo, estos mitos estaban mutilados de algo esencial: la ideología carece de rostro, de cuerpo. No hay fiesta en la razón que sueña.

Mitos incompletos, no es casual que la ferocidad que los proyectos de los grandes reformadores pusieron sobre el cuerpo no tenga apenas parangón con el pasado. Frente a los horrores infringidos en los dos pasados siglos en nombre de la ideología, las inquisiciones fueron apenas un juego de niños. Y si nos parecen tan terribles los crímenes de ese pasado es porque no concebimos un mundo donde el dolor se justifique por la religión: no concebimos un mundo donde la eficacia económica o política no sea el motor del crimen.

Estuve tentado a escribir en el último párrafo que no concebimos un mundo donde la ideología y el bienestar público no sean el motor del crimen, sin embargo hubiera pecado de inexactitud.

Los desaforados crímenes del pasado reciente, de Stalin a Hitler y de Pol Pot a Franco, fueron cometidos en nombre de aquel dios llamado ideología. Tales crímenes nos horrorizan hoy a la gran mayoría de habitantes de este siglo de la misma manera que los cometidos por la mucho más ceñida Inquisición. La razón de ese horror no se debe, empero, a una ilusoria “evolución”, sino simplemente a que ese mundo que tomó a la ideología como sustituto de la religión ha desaparecido.

Los grandes desfiles con los que se intentó suplir al rito; los discursos e inmolaciones humanas que resultaron epiléptico sustituto del mito religioso casi han desaparecido de nuestro mundo. Recordatorios de esa época aciaga, quedan detrás algunas naciones.

No ha desaparecido el nacionalismo ni la lucha ideológica, pero aquella batalla se ha convertido en mueca. Disfraz pasado de moda tras el que se encuentra una nueva deidad.

La mitología no ha desaparecido, sino que ha sido substituida por una nueva imagen de mundo. A diferencia de las ideologías de pasados siglos, aceptadas por todos, pero con custodios de la Verdad bien especificados, esta vez no son necesarios los carceleros. Nuestra época se caracteriza, en principio, por la aceptación gustosa de las cadenas.

La mitología de los dos pasados siglos, la era de las ideologías y del futuro donde la libertad sería de todos, ha dado paso a una donde la libertad se ejerce en el ahora. La belleza, la bondad y la verdad, ideas asociadas a aquellos ideales que desde Grecia fueron la obsesión occidental y que en el mundo moderno se prometían a todos, no gozan hoy del prestigio de hace unas cuantas décadas.

El ocaso de las ideologías coincidió no casualmente con el ascenso de la valoración del cuerpo, del ahora y de los placeres. Tras siglos de puritanismo, el hombre se creyó libre. Con la posibilidad real de la felicidad en el presente.

No ha desaparecido del todo la idea de un porvenir mejor que el actual: lo que ha desaparecido es la idea de futuro. El futuro es ahora. El pasado también. No hay tiempo o mejor dicho: el hombre vive como si todos los tiempos fueran este tiempo y como si este tiempo careciera de límites. La libertad de ser alguien: la libertad de ser quien se es realmente.

Pocas cosas más valoradas que la libertad. Una que en lo individual no conoce de límites. La idea del límite o de las reglas repele a la sensibilidad contemporánea. Sin embargo, pocas veces han existido más límites en lo público (y menos en el privado). La discusión de ideas públicamente se ha ido estrechando a la vez que la posibilidad de exponer esas ideas ha aumentado exponencialmente.

El lenguaje social se ha adelgazado.

Me explicare. En este momento el ciudadano común de las ciudades se encuentra en posibilidad de acceder de manera casi instantánea a un medio donde en teoría hay la posibilidad de dar una opinión de prácticamente cualquier tema. La libertad individual conoce hoy pocos límites en ese sentido.

Muchos han creído con esto en una nueva época de información accesible a todos. En el fin de la alienación: una comunidad mundial con capacidades de comunicación casi ilimitadas y una capacidad de reacción inmediata.

Esto, sin embargo, no ha sucedido. ¿Por qué?

En una época donde se puede decir todo, el impacto real de cualquier comentario es casi nulo. La gravedad no es bien vista en una época sin modelo de mundo. Al desaparecer cualquier noción de trascendencia, una opinión es tan válida como otra. Esto, que parece un triunfo de la libertad, no lo es tanto si advertimos que cuando cualquier cosa es válida, entonces ninguna lo es: todo se ha convertido en parloteo in-significante.

En la práctica el discurso social se ha convertido en la censura a cualquier forma de discusión franca y apasionada. Me refiero con esto a que en el medio público el diálogo verdadero y polémico ha desaparecido: lo que existen son multitud de monólogos que temen contradecirse entre sí. Con esto no existe tampoco mayor comprensión del “otro”: el “otro” se ha perdido de vista, se ha evaporado en el ruido insignificante de los medios modernos de comunicación, opacado detrás del mundo al alcance de la mano que nos construimos.

Las mitologías y el lenguaje con el que hablaba la modernidad nos parecen anticuadas porque ya no son nuestro mundo. Se olvida, sin embargo, que fue durante la modernidad en que la libertad fue un arma y una pasión. La esfera privada y la pública (a veces en sonrojante confusión) pudieron ponerse a prueba pues la discusión era posible. La censura fue terrible, por supuesto, pero existió así de forma oculta, la crítica y la confrontación de opiniones.

La pasión crítica aterra a nuestra época donde se confunde la discusión con la agresión y donde se prefiere el placer de ver corroborada la opinión propia en otros espejos.

El amor por el ahora se ha confundido con la búsqueda de placeres. Y el placer ha dejado de ser una pasión: se ha convertido en una forma de pasar un rato.

El cambio de paradigma no ha llevado a la inclusión del otro ni a ver de cara al abismo. El presente continúa desvaneciéndose a cada instante, pero el ser humano no puede ya mirarlo a la cara porque toda cifra temporal le es desconocida. Vivir en un presente continuo, en un tiempo que ignora su término, es la moneda corriente. No se ha dejado de morir: esas muertes han dejado de ser trascendentes y se transforman en espectáculos. Somos para los otros porque nosotros mismos ya hemos perdido valor y todos somos para todos sólo una figura más. Así se evade la responsabilidad. Y el dolor.

Muchos se preguntan qué ha pasado en nuestro mundo. China, superviviente del mundo moderno, es ahora una potencia capitalista.

El capitalismo no sólo no resulta exclusivo de las democracias liberales, sino que se ajusta perfectamente a una sociedad cerrada como la china. Nada más natural: la apertura a las libertades individuales y al espíritu de libre empresa no llevan implícitamente a cuestionar a la esfera pública. Los seres humanos somos felices si se nos da la apariencia de libertad. Ese es el secreto de China. Y de prácticamente todos los Estados de nuestra época.

El futuro terrible no fue adivinado por Orwell, sino por Huxley.

Si la ideología no es el dios contemporáneo es porque fue sustituido por uno nuevo. Las mitologías anémicas del pasado reciente necesitaron los desfiles y las matanzas para formarse un rito y un sacrificio. En el presente el nuevo Dios da la posibilidad de convertir en cuerpo —en placer, sucedáneo de la felicidad— cualquier momento. Un Dios que puede poseerse y que da una razón para vivir. El consumo, la posesión de cosas; el dinero.

El dinero no posee trascendencia: el futuro no le interesa. No posee pasado: aquello que pasó no podrá ser. Sólo vale el presente: tener cosas, disfrutar la “libertad” que da la época más feliz de la humanidad.

No somos más felices que nuestros antepasados. Sin embargo, las casi irrestrictas posibilidades que nos disfrazan los derechos individuales han creado un mundo sin significados donde el único valor es el placer.

¿Esto quiere decir que el placer nos ha vuelto estúpidos? No. Significa que un mundo que no se atreve a mirar a la cara al tiempo no conoce lo que en verdad son los placeres. Ante el hombre que no tiene ya conciencia siquiera de la muerte no hacen falta las cadenas: los grilletes no son necesarios. Nunca se dará cuenta de aquello que ha olvidado.

Para aquel profesor alemán, llegar a la pérdida de valores podía ser un paso hacia la aceptación de la vida en toda su plenitud. De otra forma, sería el ocultamiento narcotizado de todo lo que le da sentido. El anhelo de crear, el amor, el dolor; la alegría misma:


Nosotros hemos inventado la felicidad” - dicen los últimos hombres, y parpadean.
Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se restriega contra él: pues necesita calor.
[…] Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.
La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse.[…] ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas.
[…] Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio.
“En otro tiempo todo el mundo desvariaba” - dicen los más sutiles, y parpadean.
Hoy la gente es inteligente y sabe todo lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse.
La gente continúa discutiendo, mas pronto se reconcilia - de lo contrario, ello estropea el estómago.
La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud.
“Nosotros hemos inventado la felicidad” - dicen los últimos hombres, y parpadean.”





[1] En otro momento escribí algo acerca del problema que representa explicar el nacimiento del lenguaje humano. Espero en breve hacer una versión depurada de aquel texto.

[2] Sería muy intrigante estudiar de dónde está separación tan profunda entre nuestro lenguaje humano (tan profunda y a la vez tan simple) y el de los otros seres vivos. Tal vez la respuesta se encuentre en el yo. Pero, ¿cómo es posible esta noción sin lenguaje?

[3] Y yo sigo preguntándome: ¿no será que ese mundo es el de los dioses y hemos sido expulsados de él?

[4] Valdría la pena también preguntarse si acaso hay un lenguaje humano verdaderamente tangible; que escape a este hasta ahora señalado por mí. Uno que esté antes o después de los significados humanos. Yo opino que sí existe ese idioma “brutalmente virgen/ y no catequizado/ que sin pasar por la palabra/ salta desde el aullido hasta el canto”, como diría el admirado Marco Antonio Montes de Oca. En un futuro texto expondré por qué lo creo.

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