El lenguaje y
la ciencia
El tema de este
ensayo no es nuevo. Ya lo había abordado antes, aunque desde otro punto de
vista.
En aquella
ocasión cuestioné la idea de que la ciencia llegue a conocimientos
verdaderamente objetivos. La tesis defendida es que todo lo que pasa por el
lenguaje humano es por principio parte de un horizonte cultural y, por tanto,
es subjetivo. La Verdad, de existir, no es accesible al ser humano pues éste la
pasa por el tamiz de su cultura; de su lenguaje; de sus mitologías.
Este nuevo
ensayo es un intento de explicar cómo todo lo humano es un mito y cómo el
lenguaje es el mito más acabado; uno que inevitablemente da sentido a todo lo
que conocemos.
¿Qué
entendemos por mito?
Si
asociamos esta palabra inevitablemente a los antiguos mitos griegos y a sus
equivalentes en otras partes del mundo, siglos de cristianismo y de Ilustración
nos habrán educado en la idea de que mito y mentira son sinónimos. Se trata, en
ese caso, de una explicación fantasiosa
de la realidad; una narración situada en un tiempo ideal que explica los orígenes del mundo en que vivimos.
Tal
idea viene del discurso cristiano, donde se defendía la realidad histórica de
Jesucristo contraponiéndola a las narraciones de otros pueblos cuya
autenticidad resultaba, según ellos, poco fiable. Así, las historias bíblicas
eran verdaderas y aquellas otras, falsas.
La
Ilustración, hija del mundo cristiano, tildó a todas aquellas narraciones,
incluyendo a la cristiana, de mitos y asoció esta palabra con la mentira y la
superstición.
Ese
es el mundo en que vivimos. En el discurso cotidiano es la acepción usual.
Otra
forma de entender lo que es el mito proviene de la hermenéutica. Así, el mito
no tiene la “verdad” histórica, sino que es una aproximación simbólica o
alegórica a una verdad humana. Es decir, que detrás de las narraciones míticas
existe una verdad histórica o humana que sólo es accesible por la
interpretación crítica.
Los
griegos mismos, una vez que la crítica filosófica tildó al mito de fábula
irracional ensayaron la hermenéutica. De esta manera, sus mitologías fueron
protegidas desde el discurso racional de la filosofía socrática. Mediante la
hermenéutica es posible dar con “verdades” veladas detrás del discurso mítico.
Hoy día es sorprendente la cantidad de estas interpretaciones a toda narración,
ya bíblica, ya grecorromana, ya literaria. Y lo que es más de sorprender es que
dichas interpretaciones no vienen únicamente de filósofos o literatos, sino de
científicos y aun de prelados de diversas religiones.
Más
perspicaces, los historiadores de la religión[1] han
caracterizado al mito como una narración que da orden al mundo para hacerlo
habitable al ser humano. Es decir: el mito no es una aproximación fantasiosa,
sino un discurso narrativo que da lugar al hombre en el mundo: que le permite
al ser humano apropiarse de aquello desconocido y así habitar el mundo.
El
mito, así, no es una excrecencia de la superstición, sino la piedra de toque de
cualquier cultura. Y en ese sentido resulta arbitrario catalogarlo como
verdadero o falso. Para quien vive en la cultura que ha nacido de dicho mito,
éste es evidente. La existencia del mundo lo prueba tanto como éste prueba la
existencia del mundo.
Este
acercamiento a lo que es el mito me parece la más acertada, con más que todavía
considero que tiene una limitante esencial: se basa en los mitos históricos o
en sus correspondientes de culturas no-occidentales.
Eliade
considera que en realidad el cristianismo es también un mito, si acaso con
algunas características que lo hacen diferente de otros. Sin embargo, en tanto
narración que le da un sentido al mundo y que es susceptible de dar dirección a
la acción humana, nada lo distingue. Asimismo, es injusto aplicar términos como
“verdadero” o “falso” a aquello en lo que se basa.
Aun
así, considero que estos acercamientos se quedan en este nivel porque, como ya
he dicho, se basan en la lectura de las mitologías históricas: en las
características de aquellos mitos que no
fundan nuestro mundo.
Esto
no resulta extraño: más sencillo resulta valorar aquello en lo que no creemos
(o mejor: que no forma parte de nuestro mundo) que tomar distancia de nuestro
propio mundo y mirarlo de la misma manera.
Como el mito da forma a cada aspecto del universo en el que vive el ser humano, nada más natural que no percibirlo. No explica el mundo: es el mundo. Su unión con la forma de pensar de cada sociedad —con aquello que ve, siente, vive— es tan perfecta que resulta, por decirlo así, imperceptible. Cuanto más vivo esté el mito, más difícil resulta distinguirlo.
Con
mitos del mundo moderno no me refiero a aquello que, por ejemplo, ha señalado
Umberto Eco: narraciones que pueden leerse como actualizaciones de los mitos
antiguos y que resultan símbolos de las aspiraciones modernas. Por más atinadas
que sean estas aproximaciones, obvian el aspecto más importante del mito: ser
el elemento fundador de la realidad; cubrir cada aspecto del universo y darle
un sentido.
Los
mitos del mundo occidental a partir de la Ilustración no pueden estar basados
en la narrativa, y esto es parte de sus limitaciones, pues con el deslinde literatura-realidad que se dio desde el
Renacimiento todo discurso de este tipo ha dejado de ser medular (que no quiere
decir que haya dejado de ser importante) para nuestra cultura. Los mitos
modernos tienen una narrativa, así sea débil, por supuesto (ser es ser en el tiempo),
pero no es lo central en ellos: no se fundan en ello.
Asimismo,
aunque la recreación del mito en el rito es indispensable para su conservación
(en tanto es la actualización y puesta al día del mito: la manera en que toma
forma tangible), resultaría poco menos que inocente pensar que la forma en que
estos son celebrados actualmente sería igual que aquella de las culturas
antiguas. Una era política como la moderna eligió nuevas celebraciones y una
era de la atomización del discurso como aquella en la que vivimos, otras muy
distintas.
Esto,
que será retomado más adelante, sin embargo puede seguirse de forma más
profunda.
Levi
Strauss imaginó que el mito puede analizarse con las mismas herramientas de la
lingüística moderna. Encontró, así, formas lógicas y sistemas que se repiten en
las mitologías de todos los pueblos del planeta. Una estructura lógica que es
constante: una red de signos cuya misión es significar.
La
forma de trabajar de Levi Strauss me repele tanto como la admiro. Su método
despoja al mito de aquello que lo hace único y se queda con una abstracción. El
mismo reproche que puede hacérsele a los estructuralistas respecto del poema y
a muchos lingüistas respecto de la lengua.
Con
esto no niego la validez de sus juicios y aproximaciones: señalo que llegar a
esos extremos de la abstracción deshabita al mito de aquello que lo convirtió
en el fundamento de un mundo en un principio: su belleza.
Con
todo y esto, la idea de Levi Strauss me parece valiosa, aunque desde otro punto
de vista.
Si
es posible establecer correspondencias entre el lenguaje mítico y el lenguaje
natural, ¿no puede pensarse que el lenguaje natural es ya una forma de mito?
Me
explicaré: tanto el mito como el lenguaje son sistemas simbólicos que se atraen
y repelen a partir de ciertos ritmos. Estos símbolos forman un discurso bien
estructurado que ordena la realidad y le da sentido.
Aquello
que hace que el mito sea distinto de otro tipo de narraciones es precisamente
dar sentido al mundo: dar dirección a aquello que era inhabitable a través de
una forma de hacerlo concebible para la mente humana. Cada una de estas
características puede aplicarse al pie de la letra al lenguaje natural y de
forma todavía más categórica.
El
lenguaje da forma al mundo ya que es la manera en que el ser humano se
relaciona con él y con sus semejantes. Aquello que es nombrado adquiere
presencia en el imaginario de los hablantes: a través de él se le da un lugar
en el mundo.
A
nivel semántico, cada palabra es un cúmulo de relaciones con lo que podríamos
llamar “realidad” y con otras palabras. Al nombrar, inevitablemente hacemos
entrar en relación semántica a esa palabra en el sistema de relaciones y
valoraciones que entraña cada lengua. Y así, darle a aquella realidad un espacio en la cultura humana que la
nombra.
Toda
cultura por la misma dinámica de la lengua hace valoraciones de palabras pues
estas distan de ser sólo el “recipiente” de un significado. Se forman
relaciones con todo el sistema. Esto resulta inevitable pues todo lo que toca
el lenguaje es ya parte de lo humano.
Así,
por ejemplo, en nuestra cultura decir que algo es una “fuerza” lleva
inmediatamente a establecer relaciones con el resto del sistema. Relaciones que
son tanto negativas (lo que no es) como positivas (aquello que es o con lo que
lo asociamos).
Esta
valoración semántica, de contraste y analogía con el resto de palabras del
sistema es la forma en que aquello es humanizado: en que adquiere sentido y
dirección. Es la forma en que el hombre habita un mundo.
Más
todavía que los mitos antiguos, que se basan en él —que serían imposibles sin
él—, es el lenguaje aquello que da sentido al mundo y que hace que el hombre y
su acción tengan una dirección y una forma de habitar el universo.
Todo
lenguaje encarna además en un ritmo. Hablar es ritmar el tiempo: darle un
cauce. La canción, el poema, está más cerca del habla que la prosa. Y el ritmo
del habla es lo que hace andar al mundo. Lo que le da movimiento a las ideas y
a lo que estas nombran.
Así,
desde el punto de vista fonético y sintáctico, cada idioma ya desde el momento
de hablarse establece un discurso que se rige por atracciones y separaciones
rítmicas (que, no es de sorprender, también son semánticas). Hablar es cantar,
pero sólo cuando esta característica es dejada en libertad nace el poema. El
mito en tanto obra artística y poética se basa en ese mito de mitos que es el
lenguaje.
De
cualquier manera, en tanto lenguaje, cualquier cosa que el ser humano diga es
parte de un sistema convencional que no puede ir más allá de sí mismo. Tanto
sería derribar el sistema y con ello, al universo mismo.
Los
lenguajes ritman la acción de su tiempo: crean al mundo así como aquello que
han creado los cambia.
Los
idiomas modernos[2]
con su énfasis en las palabras “verdad”, “bienestar” o “progreso” no son los
mismos que hablaban en su origen medieval. El punto de gravedad del sistema ha
cambiado y con ello, todo el sistema y lo que en él puede decirse.
A
partir de la Ilustración el discurso narrativo de las antiguas mitologías dejó
de ser lo esencial del mito. Su lugar lo ocupó la especulación racional. Es
decir, la disquisición racional a través de ideas ordenadas desde una idea de mundo basada en el método científico. La
ilustración (nunca mejor dicho) de los mecanismos que “rigen al mundo”.
El
discurso que dio sentido al mundo moderno no fue un mito narrativo, sino el de
la razón. La mitología con otro nombre: ideología, un mito basado en las ideas.
No en la narración sino en la explicación.
No
es mi intención esta vez criticar a las ideologías modernas. El mundo en el que
vivimos ya no es el que las entronó como su razón de ser y en gran parte están
tan o más desprestigiadas que las mitologías que las precedieron[3].
En
los años en que vivimos, con el ascenso del prestigio del poder sobre cualquier
cosa y con él de su abstracción en el dinero, el lenguaje ha cambiado también y
con él, las relaciones semánticas que establecen las palabras. “Eficacia” y
“productividad” han ganado peso mientras que “verdad” lo ha perdido. O en todo
caso ha mutado su significado.
La
ciencia, que en la modernidad acompañó a la ideología como una justificación
(sí, lo sé: una apreciación espuria de la ciencia) hoy sigue siendo apreciada,
pero el centro de su discurso también ha cambiado en el imaginario popular.
Para el común de los hablantes “ciencia” es sinónimo de “técnica”. Es
explicable: la técnica es aquello que permite realizar un objetivo al extender
con diversos métodos el poder del hombre sobre el mundo. De la explicación
general de los mecanismos del mundo, la “verdad” moderna, a la utilización de
diversos procedimientos para aumentar el poder del hombre sobre el universo hay
la misma distancia que entre el mundo moderno y el que hoy vivimos.
Con
todo, el cambio semántico no ha ido acompañado de un cambio al nivel léxico.
Todavía hoy se jura en nombre de la “verdad” y de la “objetividad” con más que
sea absurdo decir que la técnica tenga un fin objetivo[4].
Fuera
de estos apuntes, quisiera ahora explicar por qué en múltiples ocasiones he
dicho que ni siquiera la ciencia tal y como se practica en las universidades es
de hecho objetiva. Que la misma idea de llegar a la “verdad objetiva” es
imposible en tanto seres humanos.
Explicaré
esto último.
Lejos
de mi intención negar las evidencias que ha llegado el ser humano mediante el
método científico (el cual tiene raíces muy anteriores a su sistematización en
los albores de la modernidad). Más todavía, me parece inobjetable que la única
manera de aproximarnos a la certidumbre es mediante la experimentación y la
observación.
De
esta manera, sólo un necio sería capaz de objetar que el método científico ha
permitido conocer constantes universales que cualquiera puede comprobar; no
basarse en afirmaciones sin sustento palpable. Esto es indispensable, pues
incluso la indagación racional de la filosofía precedente se basa en la lógica y ningún sistema lógico
ha demostrado ser perfecto.
Por
supuesto, existen límites importantes a la aplicación del método científico.
Hay muchos temas que no pueden ser experimentados de esta manera. No me refiero
sólo a aquellos propios de las humanidades, sino inclusive a muchas áreas de
interés de las ciencias puras. Gran parte de la Física moderna, por ejemplo, es
imposible de demostrar con pruebas de laboratorio. Esto podría hacernos pensar
si se trata en realidad de ciencia como tal o de Filosofía con un discurso
científico (por razones semejantes, la Matemática no se considera una ciencia), pero no la validez de sus preguntas.
Más
puede apuntarse: el método científico y la ciencia en general permiten
efectivamente descubrir los mecanismos y los principios de muchas cosas que
deseamos conocer. De esta manera otorga sentido. Sin embargo, nada nos puede
decir del por qué las cosas son así. No puede hacerlo porque queda fuera de los
límites del conocimiento comprobable a través de la experimentación.
Ilustraré
este punto con un ejemplo accesible a cualquiera: el método científico ha
establecido con gran precisión que hay una relación entre la masa de un objeto
y la fuerza de gravedad. También ha calculado la constante gravitatoria de un
objeto.
Sin
embargo, no hay forma de saber por qué esto es así. Es decir, no hay forma de
decir por qué a mayor masa mayor fuerza gravitatoria ni qué es exactamente esta
fuerza: su origen o su sentido, si es que lo tiene.
Estas
preguntas, sin embargo, no quedan sin respuestas pues el lenguaje mismo las
responde al otorgarles un lugar dentro de su sistema significativo.
Aparentemente
hablar de “fuerzas” suena objetivo, pero hay que recordar que esta palabra ya
tiene una carga semántica asociada. Niega y afirma sin más prueba que el mismo
lenguaje.
Para
expresar cualquier cosa debemos usar el lenguaje y como éste es una convención,
en realidad todo lo que decimos queda atrapado en los presupuestos de una
cultura que no tiene nada de objetiva. Así, el lenguaje ha convertido en
mitología la evidencia de los sentidos, como siempre lo ha hecho. Esto es: le
ha dado un sentido en el mundo humano. Ha convertido aquello en algo pensable; con
dirección: habitable.
Esto
no me parece, empero, pernicioso. Como seres humanos necesitamos que aquello
que conocemos entre en un orden. El lenguaje hace esto naturalmente y la
cultura lo asimila a un sistema. No es algo consciente ni lesivo: es la única
manera que tenemos de existir.
Esto
ha sido evidente para muchos filósofos y científicos. No pocos de ellos han
recurrido a evitar el uso del lenguaje natural para reemplazarlo con símbolos
matemáticos o lógicos de diversos tipos. Esto se hace para dar una mayor
“objetividad” al conocimiento.
A
pesar de las intenciones de tales experimentos, debo apuntar que me parecen
poco afortunados pues parten de un imposible.
El
signo matemático “1”, por decir algo, no escapa al lenguaje. Al verlo lo
pensamos con palabras. “1” es “uno”. Nada escapa al lenguaje y al sistema de
relaciones semánticas que posee el sistema.
Escapar
del lenguaje equivaldría a escapar del significado y con ello de todo lo
humano. Un lenguaje que evadiese el significado cultural o que lo trascendiese
sería incomprensible a la razón pues la lengua es la cultura.
Aunque
opino que sí existe ese tipo de lenguaje que trasciende las paredes en que la
cárcel de la lengua nos aprisiona, debo apuntar que al hacerlo evade la función
referencial objetiva. La poesía es este lenguaje y para nombrar lo innombrable
pone en paréntesis la función comunicativa de la lengua: no comparte ideas; las
recrea. Y esa recreación es totalmente incomunicable si no es vivida.
Así,
aquello que evade la subjetividad de la lengua es, paradoja, romper con su
nivel social. Y las ideas filosóficas o científicas no existen de otra manera.
Son para ser compartidas. Así, pensar es pensar en palabras porque hasta los
signos abstractos no son más que representaciones de palabras y por tanto
quedan sometidos al sistema semántico de este mito de mitos. Y a la mitología
que la sociedad que lo usa ha creado.
Usaré
el ejemplo anterior para que se entienda de qué hablo.
La
evidencia palpable de aquello que llamamos (otra convención) “gravedad” es
innegable, así como las constantes que la observación y experimentación nos han
permitido dilucidar. Sin embargo, al integrar tal voz al sistema de signos que
es el lenguaje, al llamarla “fuerza de gravedad”, el sistema le da un sentido. Una
fuerza no es un dios sino un mecanismo inconsciente, una magnitud que relaciona
el movimiento de un objeto con otro. Es Arquímedes, Aristóteles y por supuesto
la física newtoniana. Es un mundo vacío al que el ser humano da sentido
mediante su razón y la posesión.
No
hay forma de saber si esto es así o no. Pero no lo dudamos: es nuestro visión
del cosmos. Tan real como lo que nos rodea pues a través de eso habitamos en
él.
Todo
esto y mucho más en una sola frase. Un sentido de mundo. Una mitología que da
orden y dirección al mundo. Esto no es lo otro; este es el sentido del
universo.
No
es posible escapar del lenguaje y por tanto es imposible escapar de las
mitologías.
¿Es
esto inevitable? En tanto seres humanos, dueños de una razón humana, lo es. No
podemos vivir en un universo sin sentido y la manera de que este exista es a
través del lenguaje.
Repetiré:
no es posible rebatir las evidencias de los sentidos que el método científico
descubre. De forma semejante, la manera en que estas evidencias se integran a un sistema
de mundo es imposible de comprobar.
El
problema puede ser evadido si, como explica Kant, damos por hecho esta
limitante. Si no podemos conocer más que humanamente, como humanos tal cosa no
debería desvelarnos. Es idóneo para nosotros. Más allá no sabemos qué hay y
como nos es inaccesible, al menos a través de la razón, ¿qué más importa?
Tal
evasión del problema me parecería justa si no fuese porque también de manera
casi inevitable (mejor sería decir “inconsciente” o “mecánica”) todas las
grandes explicaciones de mundo, las mitologías, los lenguajes —las visiones de
mundo, en otras palabras— no tardan en convertirse en absolutos. El sistema no
sólo aprisiona[5]
a quien vive dentro de él, sino que establece diferencia entre el discurso
“real” y aquel otro que es “falso”. Así, surgen las grandes matanzas: al negar
la posibilidad de que el mundo sea “otro”.
Las
grandes mitologías del pasado encarnaron en imperios; las religiones se
impusieron con la violencia; los imperios ideológicos de la razón pintaron sus
palacios con la sangre de quienes no aceptaban “la verdad”. Ese es el peligro
de las mitologías, no si son “reales” o no ya que no hay manera de negar su
principio más profundo: el lenguaje.
No
sé si hay una salida a esto. Por supuesto queda la crítica. Pero una crítica
que ataque al mismo sistema de mundo del que proviene es insólita. Y dado que
tal problema se presenta con cualquier sistema de mundo al que nos acerquemos,
es inevitable ir de crisis en crisis hasta afrontar el abismo de la
no-significación.
¿Puede
el hombre asomarse a ese abismo? ¿Puede vivir sin algo que dé sentido y
dirección al mundo? Como seres humanos, me temo que no.
Empero
aventuro algo más: si no podemos vivir sin estos sistemas, ¿podemos vivir con
el conocimiento de que estos no son sino convenciones? Si lo aceptásemos,
podríamos aceptar la existencia del otro con total naturalidad, dado que la
“verdad” está fuera de lo meramente humano.
No
lo sé, pero me parece que sí. Mantener los ojos abiertos a ello es asomarse al
abismo, pero a la vez es la posibilidad de la creación y del juego.
Si
los niños pueden jugar con la seriedad del adulto algo que saben que es sólo un
juego, ¿podríamos nosotros crear si sabemos que sólo es una posibilidad más del
ser y no su “acabamiento”? ¿Podríamos aceptar la libertad?
Con
esto no cuestiono la posibilidad de conocimiento (esa discusión pertenece a
otras especulaciones que no me interesan en este momento), sino la forma en que,
inevitablemente, ese conocimiento se integra a una visión de mundo. Tampoco
cuestiono la validez del método científico el cual me parece uno de los más
ciertos (si no el que más) para conocer el universo; apunto que sus evidencias
habrán de conformarse en un sistema además de señalar sus límites.
Por
otra parte, las conclusiones de este ensayo no pretenden desembocar en ese
relativismo anémico que pregona que, dado que no hay forma de comprobar la
verdad de una visión de mundo, todo lo que se diga es verdadero. Una claudicación
de la crítica. Al contrario: lo que apunto es que todo, incluyendo nuestra
visión de mundo, debe ser criticado. Que las culturas no deben cerrarse, sino
abrirse al diálogo. Sólo en la discusión apasionada de las
convicciones podemos encontrar las limitantes de nuestros propios pensamientos.
Sólo
mediante la crisis de lo que parecía cierto podemos inventar nuevos juegos.
César Alain Cajero Sánchez
15 de febrero del 2015
[1]
Tanto Eliade como Malinowsky y a su particular manera, Levis Strauss, parten de
esta idea, con más que posteriormente sus intereses y teorías sean muy
distintos.
[2] Es
importante notar que cada idioma es distinto, sin embargo podemos también
apreciar que con todas sus diferencias, hay una imagen de mundo más o menos
estable que comparten las lenguas modernas occidentales. Hay, por su historia,
una posible “visión de mundo” que, con todas sus diferencias en los acentos, es
posible notar en la mayor parte de los idiomas occidentales modernas.
[3] El
atractivo de las ideologías es hoy mucho menor que apenas hace unas décadas,
aunque indudablemente persiste, sobre todo entre la población educada. La razón
no es sorprendente: aquello que se perdió con el ocaso de las ideologías es la
trascendencia. Hasta ahora no hay un sustituto que palie esa nostalgia. No es
hora de juzgar a las ideologías por sus crímenes (como tampoco pretendo hacerlo
de las mitologías), sus impulsos fueron grandiosos y generosos. No la forma en
que todo sistema se convierte en cárcel. Señalar que algo se ha perdido con su
ocaso no es nostalgia de sus métodos, sino de aquello que representaban.
[4] Y
antes de cualquier cosa, seamos justos: no estoy con esto juzgando a la técnica
ni a la ciencia. Juzgo las pretensiones de hacer equivaler (modernamente) “explicar”
o “ser eficaz” (hoy) con “develar la verdad”. Podría juzgar a aquellos que
hacen de estas visiones de mundo las armas para sojuzgar al mundo y a los
hombres, pero no a las visiones en sí.}
[5] Sé
que el verbo es exagerado, pues la prisión le da una razón de ser al mundo,
pero es útil en este momento para ilustrar lo siguiente.