El
Estado somos nosotros
“Fue el Estado”
Mensaje en una esquina del Zócalo
Sí,
fue el Estado.
Siglos
atrás, fue el Estado el que dio inicio a la dominación de unos sobre otros, a
la formación de jerarquías; a la guerra permanente entre “nosotros” y “ellos”.
Fue
el Estado quien permitió la creación de “verdades únicas” que deben imponerse a
los otros. El paso de las diversas celebraciones a lo sagrado a las religiones
ortodoxas no fue posible sin él.
El
Estado no puede existir sin una pérdida de la libertad que el ciudadano le
otorga para que funcione. Esa pérdida de libertad entraña la idea de que este
mecanismo proveerá de seguridad al poblador.
El
Estado por las mismas razones debe formar una legislación y un cuerpo punitivo
que vigile el cumplimiento de lo que considera lo mejor para el funcionamiento
de la sociedad.
No
resulta sorprendente, pues que un Estado fallido se considere aquel donde el
monopolio de la violencia no es exclusivo de éste. Está en su esencia misma el
uso de la violencia y de ser necesario, del terror. Y en su esencia está
también el monopolio de ella.
¿Por
qué los seres humanos permitimos la existencia de algo como el Estado? Las
respuestas no están claras, sin embargo, todas las ensayadas llevan a la idea
de que su presencia brinda seguridad a una mayoría que prefiere el confort a la
libertad.
No
es algo inusitado: la civilización sólo es posible si existe un control
categórico tanto en la producción de alimentos como sobre las posibles amenazas
que amenacen la vida de los ciudadanos. Siempre ha sido preferible para las
grandes masas la pérdida de control sobre sus vidas en tanto haya espacio para
una relativa libertad. El castigo sobre un enemigo real o imaginario, siempre
que sea éste una minoría no sólo es visto como natural, sino como benéfico.
No
es sino hasta que el Estado pierde el monopolio sobre la violencia o que ésta
se ejerce, al parecer de la mayoría, arbitrariamente que nos damos cuenta de
que aquel poder otorgado es inmenso. Y criminal.
Mientras
le sea permitido al ciudadano mantener una cuota de poder sobre los otros y
sobre sí mismo; mientras pueda vivir del trabajo de los demás a gusto, poco
dirá de cualquier situación. Mientras el Estado mantenga la violencia lejos de
él, así sea una de las premisas de su existencia la intimidación “legítima”,
nunca se quejará.
Hoy
los crímenes de Ayotzinapa hacen que miles señalen al Estado con horror.
Fue
el Estado, no hay vuelta de hoja. Fue el Estado porque nosotros se lo
permitimos; porque desde el principio preferimos la comodidad que conlleva
dejar las decisiones sobre otros a la responsabilidad ética e intelectual que
es una decisión propia.
Siempre
ha resultado más fácil obedecer una verdad, sea esta religiosa, moral, intelectual
o política —toda verdad puede ser interpretada a la luz de nuestros prejuicios
e intereses— que aceptar la responsabilidad por la libertad —pues ésta nos
enfrenta al vacío. Al Estado hoy se le puede señalar por los crímenes
cometidos. Nunca a la sociedad que lo creó: somos, convenientemente,
herramientas en manos de los “poderosos”.
Una
gran parte de la población ha adoptado hoy día una posición incrédula ante un
Estado que no ejerce el monopolio de la violencia o que no lo hace por los
canales tradicionales. Ante un gobierno que se ve infiltrado por las mafias del
narcotráfico las cuales en los últimos años han perdido la lógica de terror que
mantuvieron por décadas para pasar a una más terrible y abierta.
Sin
embargo al parecer la gota que derramó el vaso, el crimen que inició la pérdida
de confianza en los mecanismos del Estado proviene según todas las evidencias
del uso por parte del Estado, en su tercer nivel de gobierno, del poder de las
organizaciones del crimen organizado para deshacerse de algunos muchachos. La
desproporción de tal acción destapó una cloaca donde se ven envueltos los tres
niveles de gobierno (que si no directamente responsables, sí encubrieron dichas
acciones).
Sólo
un gobierno estúpido, corrupto y paranoico hasta la médula puede hacer algo
semejante a unos muchachos que bien visto, no amenazaban a nadie en forma
alguna. No hay que exagerar: los egresados de las normales por muy “combativos”
que sean no pasan en su gran mayoría de defender su status quo y los privilegios obtenidos durante el tiempo del estado
corporativo priista. Por ello resulta tan inexplicable la actuación de los
poderes del Estado; por eso el horror ante el obsceno amasiato entre el crimen
organizado y la persecución política.
En
este escándalo se vieron envueltos no sólo, aunque lo pretendan, los políticos
del PRI. Ni el PAN ni el PRD ni ninguna de las fuerzas políticas tienen las
manos limpias. Esta descomposición alcanza a todos, aunque muchos se empeñen en
cerrar los ojos y evitar la autocrítica.
Fue
el Estado, sin duda. Pero el Estado dista de ser sólo un señor que —como no lo
hacían los muchachos de antes— usa gomina. Imaginar a Peña Nieto conspirando
secretamente la desaparición de algunos estudiantes de una normal es síntoma de
una paranoia tan aguda como aquella que tuvo el edil directamente responsable.
El
Estado lo integran los tres niveles de gobierno; los partidos políticos. El
Estado fue responsable, sí. Pero el Estado es todos.
Los
líderes mesiánicos que juran por el Pueblo y la Honestidad mientras arreglan y
promueven campañas a favor de individuos de dudosa confianza; aquellos otros
que desatan una guerra para las cámaras a fin de legitimarse en lugar de
privilegiar el trabajo de inteligencia; la “izquierda” que adopta las mañas de
la política más añeja; un gobierno federal indiferente y corrompido. Todos
ellos forman el Estado y juegan sus juegos.
Es
por ello que me dan miedo las demandas de un sector de la población en el
sentido de fortalecer a un gobierno que se ha revelado corrupto e incompetente.
Sin
embargo, este sector no es el mayoritario (la derecha en el país poca voz tiene
desde hace años). Otra propuesta, esta vez desde la “izquierda” mexicana,
propone la desaparición de poderes y el establecimiento de un gobierno honesto
e incorruptible. La renovación moral del Estado desde el Estado mismo. La
confianza en un partido o una figura supuestamente incólume que, no hay que
pensarlo, recuerda demasiado los reclamos de las sociedades italiana y alemana
antes del ascenso del fascismo.
El
poder de violencia del Estado al servicio de la Nación, el Pueblo, la Clase o
cualquier otra entelequia revela hasta qué punto estamos enamorados de la
fuerza y de las jerarquías tradicionales. No piden estas personas la
desaparición de la violencia institucional, sino su ejercicio severo en pos de
la “justicia”. O lo que pase como tal.
Otro
sector muy desacreditado como es natural por los poderes fácticos (frase que me
parece en extremo desagradable, pero me es útil) recurre a una versión cándida
del anarquismo que hace pensar en las falacias “anarquistas” que Hemingway
describió en ¿Por quién doblan las
campanas?
Ciertamente
hay otras voces que piden una reforma que dé poder a los ciudadanos en
sustitución de los poderes institucionales marcados por la tradición moderna.
Un proyecto mucho más maduro que, ese sí, coincide así sea inconscientemente
con los postulados de la tradición anarquista, de Proudhon a Tolstoi; de
Bakunin a Fourier. Y que, sí, hay que decirlo, viene siendo ensayada por los
zapatistas en Chiapas y por otros diversos proyectos autogestivos a lo largo
del país.
Celebro
la aparición de estos proyectos (así no esté de acuerdo con algunos de sus
métodos), sin embargo, me parece que hay un error de fondo en su actitud. El
mismo que se les puede reclamar a los pensadores anarquistas y que Gandhi
percibió con lucidez.
El
Estado no es una institución independiente del pueblo al que gobierna; no es del todo
ese ogro filantrópico que cuida y
castiga a un rebaño impotente. El Estado somos todos.
Fue
un error de los anarquistas señalar al Estado como el monstruo origen de todos
los pecados (aunque en esto fueron mucho más lúcidos que otros pensadores) e
imaginar a una sociedad civil inerme e indefensa. Como si el Estado brotase de
la nada; como si nada lo precediese.
El
mito del “buen salvaje” que Rosseau propuso ha sido leído como el individuo
inocente fuera del Estado y de la Civilización. Es un mito con tanta fuerza que
ha conquistado la imaginación por generaciones.
Sin
embargo, esa lectura no es la única, pues una imagen de trasfondos míticos como
ella debe leerse precisamente como eso: un mito; esto es, un símbolo de la
inocencia que late en todos los hombres. En tanto seres conscientes, somos
seres caídos.
El
mito del Edén es también una ilustración de esto. El fruto del conocimiento, de
la consciencia nos arroja a la muerte; al trabajo y, sí, al conocimiento del
mal. Al hambre del poder.
En
anteriores escritos he ensayado una idea del origen de esto. No pretendo
repetir estas ideas, sino señalar que el ser humano, en tanto consciente de sí
(esto es: en tanto ser humano) ya tiene un hambre de poder. La primera
violencia sobre la naturaleza, ya lo señala Rosseau, no fue cometida por el
Estado: “El primero que habiendo cercado el terreno, se le ocurrió decir “esto
es mío”, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ese fue el
verdadero fundador de la sociedad civil”.
La
tan exaltada sociedad civil es, para Rosseau, ya el origen de las
desigualdades. No se equivoca, pues en el ser humano (“lobo del hombre”) late
desde el inicio la violencia sobre el mundo y sobre sus semejantes.
El
pecado original es la consciencia. También, empero, es la única forma de
enfrentar esa situación. Si no dioses (Rosseau concuerda con Nietzsche cuando
dice que “la democracia sólo es posible en una sociedad de dioses”) ni bestias
(Nietzche concuerda con Rosseau cuando dice que el fauno dionisiaco es una
imagen de la naturaleza); la única manera de evitar la catástrofe es por la
razón. O de una forma de la razón: la crítica.
Las
sociedades, empero, han encontrado a lo largo de los siglos la forma de
contener este instinto. Esta imaginación en movimiento, verdadero juego entre
creación y crítica, creó las grandes sociedades del pasado y los mitos que le
dieron forma.
Paradójicamente,
la sociedad moderna entroniza la crítica y la razón para enamorarse luego de
uno de sus frutos: la técnica.
Creyéndose
dios; el animal hombre ha llevado su instinto depredador al último límite. Ese
límite es el universo: ese límite es el mundo en que vivimos.
No,
el Estado no creó la situación actual. Fue el endiosamiento de la criatura
hombre. Nosotros somos los que valoramos sobre todas las cosas al poder sobre
los otros. ¿Quién que lea este escrito no usaría
los instrumentos a su alcance para mantener la pequeña o grande cuota de poder
que posee?, ¿por qué las librerías están atestadas de tomos que prometen “influir
en los demás”?, ¿por qué esa obsesión en los medios por el lujo —símbolo
material del poder—, el dinero —abstracción del poder— y la fuerza?
El
culpable fue el Estado, sí. Pero quien creó y quien ha formado al Estado somos
nosotros. Gandhi no se equivocó: antes de cambiar al mundo hay que cambiar al
hombre. Criticarse es mirarse al espejo para ver lo que hemos hecho; lo que creemos;
lo que adoramos.
Todos
caemos en la misma lógica; todos somos culpables. Los que en nombre de la verdad
imponen sus razonamientos; los que en nombre de un Dios, desprecian a los
otros; quienes venden su vida por un fajo de billetes y quienes creen comprar
de esa manera la cura a su soledad.
Fue
el Estado.
El
Estado somos, también, nosotros.
César Alain Cajero Sánchez
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