Vivir en las palabras
Hace unos días fui a la Ciudad Universitaria a ver al
maestro Huberto Batis.
No había estado presente en su clase desde hacía un par
de años, y aún en ese entonces sólo por una hora.
Recordaré ahora aquel otro viernes en que entré por
primera vez a su clase. Era entonces un salón ubicado en el sótano de la
Facultad de Filosofía y letras. Y la sorpresa ante el lugar, pues para mí la
palabra “sótano” invocaba entonces telarañas, humedad y revistas viejas
mientras que el lugar en el que me encontraba era una plaza pequeña, aledaña a
la biblioteca, con una fuente y bancas en varios puntos estratégicos donde,
tiempo después, me acostumbré a ver pasar a la gente en las pausas de las
lecturas.
En clases anteriores ya había conocido a un señor de la
tele muy buena onda; a una señora que llegaba tarde pero que impartía
ocurrentes clases sobre la cultura española; a varios maestros de los que les
gusta llevar orden y control. Todo muy bien, muy mono y muy… pues así.
De repente, en esa clase, un hombre mayor, de traje, se
presentó y comenzó a lanzar improperios contra todo escritor que recordaba (y
muchos que no conocería sino por su boca meses después). Antes de él, no había
conocido a ninguna persona que hablase de los escritores que yo leía con
veneración con semejante desparpajo. Como si fuesen sus amigos de fiesta; como
si los conociese desde la más temprana juventud.
La impresión era justa.
Chismología I llamaban otros maestros —envidiosos— a la
estrambótica clase de Huberto Batis, donde lo mismo podías enterarte de las
peleas de borrachera entre Octavio Paz y Juan Rulfo que de las maneras
correctas de citar. La capacidad de Batis de pasar de la anécdota más
vergonzosa a los datos duros del análisis literario era pasmosa. En esa clase
las palabras (y otras cosas más) volaban. No era el vuelo grácil de las aves,
empero, sino un remolino que sacudía el espacio y el tiempo, que revolvía el
pasado con el futuro y más allá.
Batis pasaba de una anécdota a otra con una sorprendente facilidad y con la misma habilidad pasmosa, recuperaba el hilo original de su arenga. En esa clase no se perdonaba a nadie: fluían las anécdotas sucias, las lacrimógenas, las historias ante las que no se podía evitar la risa.
Pero a diferencia de lo que hasta aquí parece, la clase
de Huberto no era relajo y chacota. Muchos se sentían en ese entonces
intimidados, pues Batis podía preguntarte personalmente sobre un personaje de
la cultura mexicana; sobre una figura retórica; sobre un teórico literario;
sobre una obra del arte y la literatura universales. Si le respondías, pasabas
—de momento— la prueba; si no, debías enfrentarte a una reprimenda a la que
muchos temían como al ogro de los cuentos.
Personalmente, nunca le tuve temor a Huberto. Si es
verdad que para entonces (y seguramente a sus ojos, para ahora), no sabía mucho
de literatura mexicana, sí sabía yo lo mínimo necesario en literatura
universal. Por otro lado, sus chocarreras reconvenciones no me parecieron nunca
humillantes, con más de que muchos las catalogaran como ataques directos a la
personalidad de la sana y recatada juventud. Pocas veces le he temido a las
palabras.
Al terminar aquel primer año sin duda la huella de
Huberto había calado hondo en mí. A pesar de mi natural recogimiento, había
perdido la carga de provinciano respeto a la palabra escrita. Sabía ahora que
se podía escribir como se habla y más todavía: que se puede hablar como se
escribe.
El siguiente ciclo, Huberto tomó un año sabático. Me
enteré que era el primero que pedía en mucho tiempo, aunque ni entonces ni
ahora he indagado las razones (y si lo hice, mi alzhéimer —como diría él— las
borró de mi sistema).
A su regreso, algo había cambiado. La clase
siguió con la dinámica usual (y que, me aseguran los pedagogos, es tan
funesta para las mentecitas infantiles como la mía): una cátedra del tipo
antiguo, con Huberto revelando, hurgando en los recovecos de la cultura
mexicana del siglo XX. Sin embargo, las increpaciones directas a los
estudiantes ya no eran habituales en ella. Para los que lo conocieron en esa
época, su clase era aquella donde lo escuchabas hacer pedazos a escritores
reconocidos, pero donde podías hacer gala de una ignorancia galopante sin que
apenas importase.
Es muy posible que el Huberto Batis que yo conocí no
fuese tampoco ese ser legendario, amo y cancerbero de sábado, que fustigaba la redacción y ortografía de sus
colaboradores. No recuerdo a ese gigante rabioso que recibía con un maquinazo como sí conocí al otro
Huberto, el que leía cuidadosamente tus textos y los corregía, a pesar de ser penosos
borradores sin apenas trabajo encima.
Huberto debe recordar cómo en uno de los últimos cursos
que tomé con él (asistí a cada taller que daba desde que entré y hasta que salí
de la Universidad, y lo seguiría haciendo si no fuese porque me es físicamente
imposible) me comentó que uno de sus errores había sido hacerse amigo de varios
alumnos.
En efecto, en ese entonces varios muchachos se habían
acercado a él como pocos de mi generación lo habían hecho (ni siquiera yo me
cuento entre ellos; como muchos sabrán, soy precedente de autista). Sin
embargo, en sus clases, estos muchachos estaban más atentos al repaso de otras
materias; de los trabajos de otras asignaturas y de varias lecturas. Así,
mientras un evidentemente ya cansado Batis departía en su asiento —ya no se
levantaba durante toda la clase como lo vi yo en mis primeros años—,
sus alumnos estaban interesados en “clases donde sí reprueban si no se
estudia”.
A pesar de todo, tal vez debido a mi natural sino,
tampoco conocí a ese otro Huberto del que posteriormente supe, que llevaba a
sus alumnos a su departamento a continuar la plática y hasta adoptaba para
compartir su calostro (él entenderá el chiste lácteo). Las veces que llegué a
ir a sus habitaciones, platicamos un rato y eso fue todo.
Estos últimos años han sido de pérdida y enfermedad
para el maestro Batis. Después de terminar la carrera y recibirme, partí a un largo
viaje en el que todavía estoy embarcado. En mis constantes regresos a la ciudad
procuré asistir a alguna clase toda vez que me era posible.
Algunos compañeros me habían comentado ya entonces sobre
el deterioro en la salud de Huberto. En efecto, cuando hace unos meses lo vi
fue la primera vez que lo pude calificar en una plática con el adjetivo
“cansado”. Se lo dije entonces. Esta última ocasión, la impresión se acentuó.
Pero creí que ya no era necesario repetírselo.
Nada más entrar, escucho la voz inconfundible de
Huberto leyendo. Se trata de la clase del lunes de Teoría literaria. Platón,
Aristóteles, Horacio.
Me siento en una de las bancas más próximas al maestro,
quien sigue enfrascado en la lectura. Hay un silencio que me parece imposible
en estas aulas. Ojeo el salón: cinco, tal vez seis alumnos en un curso en el
que normalmente asisten quince. Sólo uno o dos parecen prestar oídos a lo que ahí se dice. La mayoría lee, con una libreta de apuntes a la mano; otro escuchan música con los ojos cerrados; aquel cotorrea con su compañera en voz
casi inaudible.
No los culpo del todo: Batis parece abstraído a todo lo
que lo rodea. No hace las típicas correcciones al texto que lee, tampoco
aprovecha para derivar su lectura a alguna observación personal. No increpa a
los alumnos ni se mueve de su asiento en forma alguna.
Lo que dice me interesa personalmente: lee sobre las
ideas estéticas de Platón y desde hace mucho tengo interés en ese —a mi punto
de vista— genial error que significó
la estética platónica, del que no nos hemos podido recuperar.
Sin embargo, me pregunto si los alumnos que están ahí
entienden el texto. En la carrera no hay apenas sino una introducción muy
básica a la Filosofía y mucho menos a la discusión estética. Ningún profesor
que imparta Teoría literaria en la carrera hace apenas vínculo alguno con la estética,
con todo y que sean los filósofos los que iniciaron la Teoría de la literatura.
A decir verdad, la mayoría se interesan por el estructuralismo y poco más. Lo
que, para ser honestos, es lo que se espera hoy día de ellos: que brinden herramientas para
el análisis formal. Y así, hasta el aburrimiento.
Sabía que Batis iniciaba con los griegos. Varias veces
lo escuché decir que nadie ha podido superar la Poética aristotélica, lo que no deja de ser verdad.
Sin embargo, están en los últimos meses del ciclo y veo
que no han avanzado demasiado. Batis lee y los alumnos apenas lo miran. Cuando
lo hacen, lo ven como a un ser extraño, venido de otro mundo.
Después de una pausa, Huberto me mira. Lo saludo con
una seña.
En otra pausa aprovecho para hacer algunos
señalamientos a lo que plantea la lectura. Y entonces es de nuevo la clase de
Batis. Hablamos del texto, comentamos lo que nos parece. Huberto increpa a una
muchacha acerca de la estética griega. Luego sobre si le parecen atractivos
físicamente los dioses griegos; luego, deriva a los dioses mesoamericanos.
Batis comenta algunos pareceres y, lamentablemente para mí, la clase acaba
entonces.
Siempre en la clase de Batis aprendo algo, reflexiono
sobre algo. Una de las muchas cosas que aprendí con él es que el conocimiento
puede ser jovial. Más todavía: que puede ser una pasión.
Lo que sigue es muy breve. No platicamos mucho sobre lo
que pienso hacer en mi inevitable regreso a la ciudad. Conseguir un trabajo,
supongo; dar clases; retomar proyectos que he retrasado pero que considero
urgentes. Él, por su parte, me comenta que los muchachos nuevos no leen a
Platón, que saben muy poco. Culpamos a la Lingüística, a la indiferencia a las
letras. La verdad no sé mucho ya sobre cómo se encuentre la facultad. Algunas
impresiones recibidas en mis últimas visitas me deprimen, pero es solo
nostalgia, tal vez. Fueron de mis años más felices aquellos, pero tal vez sólo
estaba enamorado o drogado o las dos cosas. Después de todo, alguna vez creí al
paraíso en forma de una biblioteca.
Dejé sólo a Huberto en el salón para ir por la silla de
ruedas. Mi particular salazón —muy parecida a la que aquejaba a Pedrito en la
inmortal A toda máquina—provocó que
quien siempre lo recoge para llevarlo a su auto, no se presentase. Además, la
burocracia universitaria (la cual no puedo atribuir a arcano alguno) exige una
credencial para recoger una silla de ruedas.
Al regresar, el salón está vacío salvo por su
portafolios. Pienso entonces en secuestradores, en combustiones espontáneas, en
el hombre que fue jueves (aunque es lunes) y demás. Casi veinte minutos
después, aparece Huberto.
Regresa del baño —a unos 60 metros, de ida y vuelta.
Mientras lo llevo a su auto me cuenta que los alumnos de cursos anteriores en
la evaluación al personal académico lo califican de "momia viviente".
Mientras lo veo alejarse en su auto, me pregunto qué
pasará en estos estudiantes que no comprenden que a la clase de Huberto Batis
hay que ir con distintas expectativas que a las demás. Si lo que quieres es un
plan pedagógico encaminado a la consecución de determinadas competencias
(cháchara muy del gusto de los pedagogos), saldrás mal parado. Aunque de un
tipo aparentemente tradicional, su clase entra en calor cuando empieza el
diálogo. Basta un poco de interés, mostrar dudas, señalamientos o divergencias
para que de ahí parta todo. Sin eso, lo que sucederá es lo que ya relaté
anteriormente: Batis leyendo y es todo.
Si conocieran a Batis, sabrían que ese hombre que
califican de momia puede enseñarles algo más valioso que todas las evoluciones
de una palabra latina: a jugar con la literatura porque es demasiado valiosa
para dejársela a los que la analizan como en mesa de operaciones. Para los
taxidermistas, Batis es un brujo que regresa la vida a esas palabras.
No necesitas estar de acuerdo con todo lo que dice.
Personalmente no concuerdo con muchos de sus juicios respecto a Jorge Cuesta u
Octavio Paz, por decir algo. No confío en juicios estéticos basados en la
biografía. Sin embargo, Batis enseña algo más: que los escritores son seres
humanos. Y que su vida determina sus obras. Que la literatura es algo vivo. Y que es posible
vivir en las palabras.
Huberto las ha vivido durante todo este tiempo.
César Alain Cajero Sánchez