lunes, 22 de julio de 2013

SALUTACIÓN TERCERA



Burlémonos de la petulancia de The Times:
¡Carcajada!
y de sus críticos amordazados,
serán pagados cuando por entre sus órganos se muevan los gusanos;
son estos los que pusieron trabas a la novedad,
he aquí sus lápidas.

Dieron apoyo a la mordaza y a la argolla:
una pequeña Caja Negra les da albergue.
También a vosotros os sucederá,

obstruccionistas con vientres de furcia,
enemigos jurados de las buenas letras y la libre expresión,
hongos, gangrena que no tiene fin.

Venga, empecemos un nuevo trato,
dejemos de una vez intrigas y condescendencias,
escupamos a quienes dan palmaditas de estómago satisfecho
para sacar tajada,
salgamos un poco al aire libre.

¿O tal vez moriré a los treinta?

Tal vez tendréis el gusto de profanar mi tumba de pobre;
espero que os divirtáis, os prestaré toda mi colaboración.

Hace ya mucho tiempo que tenéis la costumbre
de eliminar a buenos escritores,
o bien los volvéis locos o bien guiñáis en cuanto se suicidan,
o bien les perdonáis sus drogas
y habláis de genio y locura,
pero yo no me volveré loco para contentaros,
ni os voy a halagar con mi muerte temprana,

oh, no voy a aguantar el tipo,
sentiré vuestro odio culebreando entre mis pies
como un agradable cosquilleo,
digno de ser mirado con desdén,
aunque muchos se muevan con recelo,
temerosos de decir que os odian:

¿a qué saben mis botas?

Aquí tenéis el sabor de mis botas,
acariciadlas,

lamed el betún.



El buen Ezra, claro.

Verde es el árbol de la vida

Verde es el árbol de la vida


La idea de que el universo ha sido escrito siguiendo una regla y una medida humana; la idea misma de que lo humano es razón y no sueño ha durado ya desde hace miles de años entre nosotros. De ella ha nacido la lepra que corroe al hombre.

Cuando se cree que el universo obedece una ley, sea la que sea ésta, no es asombroso que los hombres dicten otras leyes para regir su pobre dominio. El orden fascina porque entraña una imposibilidad de la libertad. Y la libertad es el miedo más acabado de los hombres: juramento y celebración.


Las leyes son, entonces, vistas como revelaciones de la Verdad, no como meros instrumentos para servir al hombre. Así, los hombres terminan en siervos de su propia creación.

La sociedad es el modo más perfecto en el que esta sistematización del artificio ha cristalizado. Para la civilización, sólo cuenta aquello que entra dentro de sus límites: todo aquello fuera de ellas es inexistente, espurio o blasfemo. La civilización occidental, fruto de la idea de Verdad única y redentora —con su corte de mártires, fariseos e inquisidores; con sus corredores llenos de gobiernos, reyes, prelados y ministros— es el culmen de lo que han sido todas las sociedades.

Y la semilla que sembró Platón, la de un orden racional tanto en las alturas, como en la Tierra, produjo la idea de mundo que hoy nos domina: la nacida en el Siglo de las luces. La de un universo como una maquinaria mensurable y descifrable; analizable. Que hoy se hable de la verdad fractal no es más que una evasiva ante la Verdad que hoy reina: todo es realidad si lo justifica la teoría; si es disfrazado de palabras que veneran a la razón; que se disfrazan con sus ropajes.

Que hoy admiremos la idea de una verdad plural sólo es posible porque ya un teórico justificó la existencia de tal idea. Sólo hasta que la teoría la sancionó como verdadero fue que tal posibilidad nos pareció justa. No habrá, pues, que esperar mucho para que la Razón sueñe su nuevo monstruo y arrojemos a la fractalidad al bote de basura donde descansan otros absolutos fundados en la Razón.

El eclecticismo de la llamada posmodernidad muchas veces se ha presentado como la antítesis de la verdad monolítica de la modernidad (y de Occidente). Se olvida que tal eclecticismo cultural sólo es aceptado cuando ha sido justificado por la Razón. Si aceptamos otras tradiciones es siempre que la ciencia, la técnica, la Razón, nos permitan adoptarlas sin temor a caer en el ridículo.

No es, entonces, de sorprender que hoy se jure en nombre de la Ciencia como antes se juraba en nombre de Dios o de la Democracia. La diferencia entre los Absolutos de épocas pasadas y el de nosotros es cuestión de un montón de fórmulas de rutina; en donde el lenguaje pseudocientífico reemplaza los Credos y las antiguas leyes.

Pruébese si no recordando las conversaciones con cualquier intelectual. Su máximo argumento siempre será acudir al testimonio de la Ciencia; a las palabras de un teórico; a los “nuevos descubrimientos” en determinada área. Es la Razón la que nos permite creer en algo.

Júzguese si no en cualquier diccionario, donde la palabra “científico” se presenta como sinónimo de indiscutible, probado, seguro, irrefutable; Verdadero.

En el caso de las Humanidades es pasmosa la manera en que tal concepción de la Verdad ha sido aceptada. En realidad la ciencia, sin rebajarla, pues merced a ella se han abierto nuevas posibilidades a los sentidos, es una herramienta tan solo. Una herramienta: no un criterio infalible, no una revelación. La ciencia y la razón son instrumentos del hombre; no sus tiranos; no sus dioses.

Sin embargo, no es ya sorpresa descubrir cómo en las conversaciones entre humanistas se tiene por verdadera cualquier majadería disfrazada en un lenguaje pseudocientífico; en una parodia empalagosa de la jerga de los lógicos. Para que un humanista crea lo que sea basta con citar al más mediocre teórico y decirlo de manera que nadie sea capaz de entender. Para evitar caer en el ridículo, nadie se atreverá a decir que el Rey va desnudo.

Otros acudirán a la justificación de la ruptura del orden monolítico; a la Verdad como un fractal de posibilidades (repito: idea aceptable sólo porque ha sido enunciada desde la Razón, o con algo que se parece a ella). Merced a esto se justifica la peor de las necedades; la más absurda pedantería; el narcisismo del lenguaje. “Una victoria sobre la monopolización de la verdad”, corean los académicos.

Se habla entonces del ocaso de Occidente, de la pluralidad de culturas, de las deudas de nuestro mundo con las otras maneras de pensar; se alude a las vanguardias, al romanticismo; se cita a Nietzsche, a Kierkegaard. Se habla también de la filosofía como un juego y como una creación.

Pero se sigue invocando a la Verdad.

Pero se olvida que lo que menos quería el arte era ser Verdad (al menos en la definición de la Verdad occidental; el arte es presencia); el romanticismo no pretendía ser explicado por la teoría. No quería establecerse como una nueva máscara de Occidente.

Las tradiciones occidentales no necesitan ser justificadas desde Occidente: mientras están vivas se sostienen en dos pies; saltan, bailan, dan gritos de júbilo.

En el pasado era la teoría la que seguía al arte: hoy es el arte el que sigue a la teoría. Y sólo es valioso el arte que puede ser explicado por un teórico. Hemos olvidado la capacidad de olvidar: de perder el control de nuestro ser. De hundirnos en la pasión.

Todos somos demasiado racionales. Y hasta nuestros entusiasmos son el reflejo de un silogismo.

En realidad el ataque a la Verdad que se presenta hoy día, poco tiene que ver con la rebelión romántica que en el mediodía de la Edad Moderna cruzó como un fuego a Occidente. Aquella se apoyaba en los sueños; ésta, en la estructura; aquélla prefería a la fantasía; ésta, al análisis; aquélla era visionaria a fuerza de pasión; ésta, desdeña aquello que no puede ser enunciado. Los despojos del romanticismo fueron envueltos cuidadosamente en un ropaje de palabras y forzados a presentarse de nuevo ante una sociedad, que al verlos tan anémicos como sus fantasmas, los aceptó sin chistar.

Los poderes de seducción de aquella gran rebelión contra el racionalismo yacen en el cajón donde guardamos todo aquello de lo que a veces nos sonrojamos; a una era juvenil donde —reímos— todo era permitido. Hoy, es cosa de ocuparnos seriamente de aquellas nuestras antiguas pasiones.
Racionalizar las pasiones; desmitificar al mito. Sombra de la sombra de aquello que alguna vez fuimos.


César Alain Cajero Sánchez

Una casa azul donde siempre llueve

Una casa azul donde siempre llueve



A las doce de la noche de aquel sábado, todos los habitantes escucharon el correr de caballos alrededor de la casa.

Los niños fueron los primeros en adivinarla: debajo de las mantas soñaron con una gran nube que volaba alrededor de una cumbre mientras el viento iba tirando uno a uno los árboles. Soñaron después con una mesa roja donde alguien vertía arena y soplaba.

La mujer de diecisiete años, pensó en una serpiente que silbaba y que en la boca llevaba una flor que moría cada día y nacía al siguiente.

La madre soñó a continuación con unos botines llenos de sal que había que llevar al abismo, a la orilla de la Tierra. El padre; con la carga de mil fanegas cayendo en el camino, con doce veces doce insectos batiendo sus alas alrededor.

Un ave tocó tres veces el piso y comenzó.

Afuera la casa es azul, casi toda. Los niños la pintaron hace siglos aquí y allá de verde con sus manos; de café con lo que existía de tierra entonces; de blanco con la sal y la mañana.

Por dentro hay que ir de un lado a otro con canoas y ponerse ropa donde no crezcan el musgo, la orquídea ni la sanguijuela. Los niños juegan en los cuartos superiores a atrapar sapos o salamandras para quitarles los ojos. Los padres al principio se molestaban, pero descubrieron que el sabor de las ancas de rana no se ve afectado por ser de criaturas ciegas y ahora les dejan hacer a su gusto.

Dormida en otra habitación, habita una gran pitón que come peces en los niveles más bajos y que pasa rozando las piernas de las mujeres. Ellas al principio gritaban, alarmadas y clausuraron la habitación. Meses después, maravilladas por el descubrimiento de la flora que crecía en aquel rincón prohibido, recorrieron cada lugar y conocieron el lenguaje de esas noches. Finalmente, hastiadas, acabaron aceptando al animal como algo cotidiano. Sólo en algunas noches van a ver cómo florece el loto entre las escamas del gigante.

En algunas de las antiguas habitaciones habitan caimanes; otras, asediadas por el agua, son morada de algún tiburón, una manta, incluso una que otra piraña.

Siempre llueve en esta casa. Siempre.

Mientras se está despierto hay que habituarse al sopor que provoca la flora que ha invadido parte de la planta alta. A veces hay que saludar a algún enorme lagarto que, cansado de comer peces en las plantas bajas, quiere saludar a los que viven allá arriba.

Después, el padre baja a atrapar ranas, peces distraídos y en días felices, una morsa con cuyos colmillos se fabrican albos juguetes que son la distracción de los niños. Osos, leones, jaguares, tigres y elefantes, memorias ancestrales de un mundo en el que la lluvia no estaba siempre presente.

Al principio era una sorpresa abrir algunas puertas y encontrar todavía algún vestigio de esa era de claridad. Un libro, cuando había libros, que no se deshiciera entre los dedos; un sombrero, una pieza de metal todavía no herrumbrada.

De la luz hubo siempre un recuerdo antiguo ahora que hasta la llama más profunda cedía al cabo de pocos minutos si no se le cultivaba de manera escrupulosa. Pero del fondo de las aguas surgía, en esa noche primera, un brillo como venido de ninguna parte. Al fin de ese día cuyo nombre no debe decirse, los niños se congregaban alrededor de los demás para escuchar historias de lo que era un mundo sin agua, sin enfermedad, vejez, ni trabajos. Y así hicieron sus hijos y los hijos de sus hijos; recordando, prediciendo o inventando ese universo, aún cuando su destreza para bucear los hubiera podido llevar a la antigua puerta de esa casa azul donde nunca para de llover.
Lo que hubieran visto entonces, lo que sólo los hombres de fe han visto en esas noches en que el viento deja entrar nuevos sueños, hubiera sido una gran llanura sedienta; un polvo gris y un silencio tan enorme como ya nadie lo recuerda.

Y en otra parte, tal vez, otras casas, quizá de otros colores, donde siempre llueve.


César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...