La Revolución sí será televisada
(o mejor dicho, la provocará la tele)
Si usamos la palabra Revolución para nombrar un cambio notable
en la forma de vida de las personas; un cambio mental y de costumbres
comparable al menos hasta cierto punto con la Revolución neolítica o el
surgimiento del mundo moderno en la Ilustración, entonces debemos de confesar
que las revoluciones políticas no deberían de llamarse de esa manera.
No hay comparación al cambio mental que produjo el fin del
mundo antiguo y el cristianismo con la Revolución francesa; tampoco es posible
comparar a la Revolución rusa con el cambio que significó el uso extensivo de
la agricultura en el neolítico. Los cambios que sin duda trajeron estos movimientos
armados fueron mucho más epidérmicos de lo que suele creerse. La mentalidad de las personas no cambió con
la sustitución de un gobierno por otro. Sin duda cambiaron muchas cosas, pero
de manera lenta y nunca de forma tan profunda como el que significó el
surgimiento de los primeros núcleos urbanos; el paulatino abandono del estilo
de vida cazador-recolector que hizo posible la organización política como la
conocemos.
Imposible también comparar una revolución armada (ni
siquiera la francesa, la más lograda de todas) con el cambio que significó el
abandono del mundo clásico por el del cristianismo.
Podemos aducir que si el mundo clásico cayó es porque ya no
se sostenía a si mismo: que los dioses ya estaban vacíos en la mente de los que
vivían en esa época y que el cristianismo renovó y recreo al mundo en ruinas.
Es verdad, como es verdad que también el mundo medieval ya había sido
derrumbado cuando la modernidad vacío al mundo de lo sagrado.
Es precisamente cuando el universo mental de un pueblo se ha
ido desmoronando cuando es posible un cambio como los mencionados. Las revoluciones modernas, en cambio, eran
variaciones de la misma idea: la de un mundo ordenado por el hombre y la posibilidad
de ser dueños del futuro. Variaciones de la modernidad.
La modernidad es quizá la fe militante más agresiva surgida:
crítica por vocación, fue demoliendo todo a su paso excepto a ella misma. El
cambio fue su pasión: su meta. El futuro, el poder sobre el universo todo; su
sueño y vocación.
Nacida en una cultura militante, el cristianismo, llevó más
lejos sus metas que ninguna otra: suplantó a Dios mismo y colocó en su lugar al
hombre. O mejor dicho: a una idea de hombre.
El hombre que pretende enseñorear
al universo es, por supuesto, el de la cultura donde nació: al europeo. O mejor
dicho: al europeo moderno. Todo aquello que no se ajuste a su concepción del
mundo, más todavía: a sus costumbres se considera negativo. Atrasado:
eufemismo que sustituye al término de la
edad media: diabólico, sórdido. Los apestados ya no son los que adoran a los “demonios”,
sino los que se resisten a la diosa razón, a sus ansias de poder.
El mundo moderno, el estado
nación, la noción de progreso: todo eso surgió en la Europa del siglo de las
luces. Esos conceptos remplazaron todos los esquemas mentales precedentes y se
convirtieron en los únicos: los verdaderos.
Países como México, nacidos en
este nuestro mundo, repitieron esos verdaderos
modelos de civilización. La Civilización con mayúsculas fue sinónimo de cultura
europea.
De más está hablar de las Leyes
de Reforma y cómo afectaron a las comunidades indígenas, de las ideas de los
constituyentes de 1857 que pretendieron ignorar la herencia prehispánica para transformarnos
en una “nación moderna”. Por todas partes del mundo los gobiernos equipararon
cultura con desarrollo, y desarrollo con civilización europea.
En México, la Revolución no
cambió en nada estos conceptos. Ciertamente la cultura oficial se tiñó de un indigenismo
de museo, pero esto poco o nada cambió la manera en que se trató a las culturas
indígenas. Se sobrentendió que estas culturas pertenecían al pasado y que el
México moderno pertenecía al mestizo, fruto de los siglos. El indio bueno; el indio
muerto.
Entre los muchos documentos que
sobreviven de los siglos coloniales es siempre divertido encontrar algunos como
el de fray Matías Córdova y Ordóñez donde pregona que si los indios vistiesen y
calzasen a la española, mejoraría su condición socioeconómica y desde luego,
cultural.
Ni hablar de los reformistas que
consideraban a la propiedad comunal como algo primitivo y nefasto; los juicios
porfiristas del indio bueno para nada, borracho e inculto. O ya en el siglo XX,
los estereotipos del indígena sumiso, ignorante y folclórico. Todos hemos
escuchado en labios de alguien el típico insulto: “Pinche indio”, “indio pata
rajada”. A veces, es doloroso comprobarlo, en boca de los propios indígenas. No
nos sorprende ya: es parte de nuestra cultura, de nuestra mentalidad.
Pero está, claro, el intento de “enmendar”
el daño causado (y que como ha quedado dicho, ya es parte de la idea de mudo
inclusive del indígena: es natural que haya señores y “pobres indios”). Sin
embargo, estos intentos redencionistas siempre han girado alrededor de una
idea: redimir al indio, hacerlo salir de la pobreza a la que fue orillado
equivale a hacerlo un ciudadano europeo. Ya a través de la religión
(sustituyendo sus cultos sincréticos por una más chida, más de primer mundo), ya a través de la “educación” (donde
se tildará a su cultura de supersticiosa y atrasada), o a través del “desarrollo”
(para que se hagan gente fina, como nosotros; que ahora sí que citando a Marx, “redima
a la naturaleza –mala- a través del trabajo”).
Cambiar la forma de pensar de
culturas que han sobrevivido (algunas mejor, algunas peor) al asedio de la
cultura judeocristiana con su idea del mundo caído mediante el sincretismo y
una propia asimilación de dichas creencias. Cambiar a esas culturas que han
podido sobrevivir al embate furioso de la modernidad (mucho más agresivo que el
de los conquistadores, paradójicamente). Ese es el cambio mental que ha
propugnado el país por décadas, siglos inclusive. Esa es una verdadera
Revolución.
La religión; la educación; la repetición
insistente de su “atraso”. Ha sido hasta ahora vías para hacer esta divertida Revolución.
Han logrado que el indígena se avergüence de ser lo que es: que se sepa inferior a los demás por sus
diferencias. Ya en mitad del siglo XX se apuntó que la manera más efectiva de
lograr esto era todavía otra: la construcción de caminos.
En efecto, durante siglos la
cultura indígena a pesar del trabajo de los misioneros (aunque se debe
reconocer que algunos religiosos valoraron y aceptaron las prácticas indígenas),
de los maestros y de los representantes oficiales, en lugar de desaparecer, se
redujo al ámbito comunitario y familiar. La reproducción y la enseñanza de estos
pueblos giraron alrededor de la milpa, el fogón, las pláticas con los abuelos.
Así se conservaron conocimientos de milenios; verdadera instrucción que
propició el diálogo entre el presente y el pasado; laboratorio donde se
forjaron sincretismos y permanencias.
La cultura se refugió donde ni el
maestro ni el misionero y menos todavía el representante de la autoridad podía
incidir: la casa, el solar, la milpa. El trabajo diario donde se reprodujeron y
recrearon los mitos.
Los caminos vincularon a los
pueblos con el mundo, lo que de manera natural llevó a la acentuación de la presión
para que se diera el cambio buscado. No es necesario un maestro ni un delegado,
la racista sociedad que rodea a las comunidades (cada vez más aisladas) sin
necesidad de nada más acentuaran el autodesprecio. Y con esto, la presión por
cambiar.
Pero las comunidades continuaron
siendo refugios para estas culturas; en a casa no se podía entrar. Hasta hace
unas décadas.
Olvidemos a la educación, la religión
intolerante; la cultura oficial. No. Es la tele la que de verdad va a hacer
esta Revolución soñada. Engels se alegraba de que EU invadiera México para
sacarlo del atraso; la India y sus miles de culturas encendían el furor de los
victorianos. Para qué tanto escándalo, si lo que redimirá a los pinches indios va a ser la telenovela de las siete.
¿Para qué escuchar las historias
de los abuelos si está la chava buenota de pierna al descubierto que cede a los
ímpetus del galán engominado? ¿Qué sentido tiene conservar el respeto a la
tierra o las costumbres alimenticias si en la tele dicen que se compra más con
menos? ¿Para qué cultivar la milpa si lo que rifa es vestir como el chavo ese
que siempre tiene abierta la camisa?
Para entender una telenovela no
es necesario una gran formación cultural (en el caso de las películas es
diferente, en las comunidades películas como digamos Fight club o Forrest Gump
los dejan fríos: no tienen esas referencias culturales). No: para ver una
telenovela desde los cuatro años se puede. No hay que tener una cultura
libresca ni oral para entender los balbucientes diálogos “te amo”, “siempre
estaré a tu lado”. La escuela exige lectura y estudio; la religión, seguir unas
reglas. Los mitos e historias de los abuelos exigen atención, respeto, la interiorización
de ciertos códigos. La tele, si pide algo, es que compres Ajax.
Podría hacerse una televisión con
referencias culturales compatibles con las de estos pueblos, pero a quién le
interesa. Es curioso que cuando llevé a la comunidad digamos Kirikou y la hechicera, a pesar de la
distancia de la cultura africana tradicional, fue el éxito más grande. Todos la
querían ver. Es normal, a pesar de todo, hay constantes que se mantienen: el
héroe ancestral; el respeto por la palabra de los ancianos; el viaje
iniciático. Un esquema no igual, pero si parecido a las historias de Ijitzin,
héroe cultural de los choles, y su madre, Ch’ujuña. Pero es sólo una cinta (que
por cierto los hizo pensar en la posibilidad de hacer películas con las
historias que escucharon de sus abuelos).
Nhombre, que Revolución mexicana
ni que la tiznada, si lo que nos va a
hacer “progresar” va a ser la mera tele. Los anuncios resplandecientes con
hartos colores; las historias simples pero cachondonas. Ya el centro de la casa
no es el fogón; el centro de la vida comunitaria no es la milpa: es la tele.
Ella es la que nos da las preocupaciones. Y qué es mejor: la historia de cómo
nacimos del maíz en labios de un viejito al que no le gusta que matemos a las
plantitas o la enfermedad de María José con todo y explosiones en brazos de sus
guardaespaldas.
No nos engañemos: la Revolución
si será televisada. Por cierto, ¿ya le declaró su amor el chavo a la chica
buena y sufrida?