El santo, el loco, el bufón, el artista y el niño
IV
"La locura sagrada", escribió Platón para
burlarse de los poetas.
El arte ha sido desde hace más de dos mil años
alternativamente la voz sumisa de la sociedad occidental, su espejo, su orgullo
y su rival.
Occidente nació cuando un grupo de griegos
destronaron a los dioses y pusieron en su lugar a la Razón. No es casual que
con ese derrumbe, también el mundo que tomó su imagen de la poesía haya
desaparecido.
Esto no debe de sorprender, pues la religión nació
y creció con el arte. La forma en que la experiencia religiosa se manifestó
corporalmentefue con los versos de los poetas, la música y el baile; las
imágenes de los pintores y escultores. La poesía no sólo hizo ver a los dioses:
les dio cuerpo e historia.
Rimbaud habló del artista como un vidente: el
desarreglo de los sentidos, la locura; la experiencia de lo sagrado y del
abismo. El artista si bien no siempre es un desquiciado ni un santo, colinda
con ambas experiencias porque conoce aquello que es inexpresable con las
palabras; con la razón. Lo conoce y busca expresarlo. No explicarlo, sino
hacerlo presente.
Tal forma de concebir al universo es incompatible
con los principios del mundo racional y menos todavía con los de un universo
como el ilustrado. El Occidente moderno nace con la objetivación y el análisis.
En cambio, la empresa del artista, como la del místico exige la participación y
la comunión.
Para que el universo pueda ser tomado como objeto
de estudio debe necesariamente ser desacralizado. Expulsar a lo sagrado permite
utilizar al universo. Y ese es el
paso inicial para dominarlo.
Para poder desterrar a lo sagrado es necesario
también proscribir aquello que le dio vida. El arte en ese sentido es incluso
más peligroso que la misma religión pues ésta, en tanto institución marca un fin;
convertida en moral es instrumento de la civilización que en ella se refleja.
Sus límites son los límites del estado: los del mundo.
La moral en sí misma no es racional, pero sí permite
racionalizar el poder sobre los hombres. Al ser creación de la cultura, permite
que ésta se perpetúe. Sin embargo, al ser imposible explicar racionalmente el
porqué de determinados límites (claro que existen ideas del pacto social, pero
este sólo se explica dentro ya de un sistema; la fijación clara de normas es
convención) y no de otros. La religión como institución que renuncia desde el
principio a la racionalidad (pero que es tolerada por la misma) es la perfecta
cristalización de una respuesta a tal galimatías.
La moral tradicional de las instituciones
religiosas fue acatada punto por punto por las instituciones ilustradas
dedicadas al “mejoramiento racional” del ser humano. Nada sorprendente pues
para dominar hay que señalar límites. El hombre mismo es visto bajo una sola
lente: objetivado. Y uno de los primeros pasos para establecer regla es ver al
sujeto como objeto social; instrumento.
Por otra parte, el arte no puede ser utilizado de
la misma manera. No tiene un fin en sí mismo pues es mientras es sentido.
No sería justo decir que arte y religión son lo
mismo y que sus destinos están indisolublemente ligados. Religión es
institución y arte es el ámbito de la libertad, así sea dentro de los límites
de cada época. Una es social, la otra es individual. Una establece reglas
morales, la otra rompe los modelos que a la vez continúa.
No es verdad que todos los artistas se conciban
como iluminados. Esa herencia del romanticismo (quienes a su vez la rescataron
de la cultura griega arcaica) ha acompañado al arte en todas sus formas y a
través de todas las culturas, pero no siempre los mismos artistas se
concibieron como tales. Empero, aunque Góngora no quiso cambiar al mundo, con
sus poemas lo hizo; no quiso revelar nada pero su poesía mostró un nuevo mundo.
El Quevedo poeta explora terrenos tan oscuros que tardarían más de dos siglos
en escribirse obras semejantes. La poesía instaura: presenta. Sacraliza.
El artista colinda por un lado con el místico, pues
su obra presenta una visión; con otra, con el loco pues su relación con la
sociedad lo ha llevado a partir del romanticismo a la desaparición del espacio
público. El artista cuando no es concebido como un objeto de venta, entonces
resulta un inofensivo chiflado. Si sus manías producen dinero, aceptaremos sus
extravagancias; si no, peor para él.
En efecto, el arte es también el abismo, pues al
contrario de lo que piensan los esteticistas, el arte no presenta lo agradable:
la mordida de lo divino es también luciferina. Y la belleza es horrible pues
nos enfrenta a verdades que el hombre es incapaz de soportar. El arte no
disfraza; presenta. Y esa presencia en verdad no es sino el rostro del caos. El
caos: belleza y al tiempo horror.
Cada obra pone en jaque los cimientos del mundo en
que se presenta pues da voz a lo innombrable. Esto, en una sociedad donde lo
sagrado es parte del mundo, se transforma en fiesta y carnaval. Pero en un
mundo que se ha pretendido ajeno a todo lo que escape de la racionalidad,
representa un reto. Un reto que ha de ser domeñado y convertido en pieza de
marquetería: diversión o negocio.
Pero el arte no puede escapar a su destino: la
locura sagrada está dentro de cada pieza, de cada línea; de cada trazo. No el panfleto
“revolucionario”, sino algo más estremecedor: la presencia física del misterio.
De nuevo: el arte es visión. Presencia de una visión. Y es entonces que los
límites de un mundo hasta entonces ordenado estallan. Risa, llanto, jadeo: no
puede explicarse la locura: sólo ser compartida. No puede conocerse el éxtasis:
sólo experimentarse.
Fue por eso que Platón temía a los poetas, pues la
obra no exige el análisis sino la
participación.
Diferencia fundamental: el santo no tiene otro fin
que su misma sensación: que su misma experiencia; el abismo del obseso no tiene
más término que el de su propia vida. Son para sí mismos y por ello mismo su
monumento es su vida misma. El artista en cambio no es sino en la obra. No es sin comunión pues la obra artística
sólo existe en la presencia que nace con cada lector.
Mientras que la mística y la locura son imágenes
completas en sí mismas, el artista no existe fuera del instante en que hace
nacer su obra. En ese momento su creación adquiere vida propia. Lo abandona. Ya
no le pertenece.
Ese instante es el que constituye la esencia del
arte. El creador, incapaz de poseer por más de un instante la experiencia tiene
que volver a recrearla. Aquella otra que lo poseyó y a la que le dio forma ha
cambiado. Le pertenece a quien la experimente: la visión sólo existe en el
momento de ser contemplada, de ser creada.
Entre la vista de lo eterno del místico y el
derrumbe son freno del loco; el artista muestra un instante: uno a la vez.
Enamorado de lo fugitivo muestra lo permanente. Fascinado por lo permanente,
muestra lo fugaz. La muerte y la vida se dan la mano.
Pero ese instante es siempre uno: uno tan solo pues
al siguiente habrá de ser creado de nuevo. Constantemente salvado y
constantemente abandonado.
Es entonces que su vida deja de pertenecerle. Su
vida no importa: su voz es su obra.
César Alain
Cajero Sánchez
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