Contra el Tiempo
Los odios y las miserias han sido
las mismas en cualquier época. Sólo los inocentes, los hipócritas y los
embaucadores pueden seguir hablando de progreso.
El hombre, no importa la época en
que viva, siempre se ha visto aterrado por la muerte y el tiempo que,
inmisericorde, atenaza sus instantes. Los elementos que lo amenazaban en el
principio de la historia, en la Grecia antigua o en el Renacimiento son los
mismos que en nuestros días. Nacer es una caída y la enfermedad o la miseria
afectaron lo mismo a los ciudadanos de Roma que a los hombres del Siglo de las
luces.
Llorar por la horrible época que nos
ha tocado vivir y ver en ella el fin de los tiempos es la negación al humor, un
endiosamiento egoísta de nuestros errores. ¿Es que se sufre hoy más que durante
las pestes medievales?, ¿es comparable el terror que nos atenaza –dicen- con el
que debieron sufrir los refugiados durante los bombardeos sobre Londres?
Hay un tipo de personas que hace del
miedo su profesión, que goza señalando que cada vez el mundo está más lleno de dolor
y angustia. Al escucharlo uno no puede evitar sonreír ante su candidez y las
expectativas de su moral. Un tiempo donde no exista sino abundancia es un sueño
de tumba. La vida no excluye el dolor y pretender huir de él –el sueño de todo
moralista- es dirigir los pasos a la muerte. Sólo ella es tranquila. Y justa.
Si frente a los tiempos antiguos no
encontramos nuestro mundo mejor, ¿qué nos hace pensar que en un futuro –próximo
o lejano- las cosas habrán cambiado? Ni la tecnología nos ha salvado de la
soledad ni toda la filosofía del mundo nos habrá de elevar por encima de las
pasiones que, desde el Gilgamesh, han
cantado los poetas.
Algunos vuelcan sus esperanzas en la
gran solución ofrecida por los pensadores adventicios. Así, el origen del mal
se encuentra en las relaciones de poder, en las construcciones humanas. Cambiar
el sistema político o económico equivaldría a llegar a la bienaventuranza.
Pero toda época es perfecta y
depravada. No hay mayor felicidad en
un sistema o en otro. Las relaciones entre los humanos pueden ser más libres y
tolerantes, pero el dolor del hombre no desaparece jamás. Todo aquel que piense
que con un cambio político la miseria del ser humano habrá sido resuelta, no
puede ser tomado en serio. Asimismo, toda esperanza puesta en un absoluto, sea
la ciencia o la moral, debe ser comprendida y mirada con humor. El progreso no anula nuestros miedos ni
nuestra soledad. Al menos la religión nunca quiso ser lógica.
Si nuestro bienestar no ha cambiado
ni nuestros terrores son distintos, sí podemos decir que la fachada ha variado
infinitamente. Claro, la muerte provocada en la guerra o frente a un ordenador
es la misma, sin embargo ya no hay cantos, maldiciones ni letanías. La soledad
del hombre en los campos o en el tedio de la ciudad es la misma. Sólo cambian
los telones de fondo.
Así, si los terrores de hoy nos
parecen más llevaderos –ah, el optimismo ahora- es porque hemos perdido aliento lírico y nadie puede cantar tal cantidad de anónimas
desventuras. No hay un Homero de la mediocridad. Y la época moderna, si no más
desventurada o dichosa, sí ha producido a un hombre más cobarde y apocado. Un
tiempo de vates profesionales, burgueses o revolucionarios, el nuestro.
El error de todo el progreso ha sido creer que hay mayor humanidad en una época que en otra;
creer que nuestra razón avanza -¿hacia dónde?- es el privilegio del más pueril
optimista y del más timorato estudioso.
Si nuestro tiempo ha triunfado sobre
una enfermedad, otra surge para ocupar su lugar. Si el hambre ha sido abatida
en un sitio, surge en otro al momento. Si una tiranía ha sido derribada, ya
surgen las semillas de la nueva ortodoxia. De la misma manera, si pretendemos
llorar por la terrible situación que
nos ha tocado vivir, no hace falta sino ver hacia atrás un poco para comprender
que desde siempre ha existido la miseria. Y la soledad. No hay cura para la
angustia.
Pero olvidamos que el hombre no vive
en esa opereta que llamamos Historia. Muy pronto el espíritu ilustrado ha sido cegado y, aturdido por
ese desfile de ropajes que ella constituye, cree que eso es lo real. Le está vedada la vida de los hombres.
Ya sea en la dictadura del siglo XX
o bajo la tiranía de Tiberio, el ser humano ha sufrido. Pero, salvo algunos
períodos señaladamente aciagos, no vive en ese tiempo, sino en el suyo. Existencias menores, pequeños milagros. En verdad los dioses hablan en voz muy
baja.
La existencia pasa de lado la
Historia. Se necesita un tipo de hombre cobarde y medroso para que la ella
ocupe el lugar de la Vida. Nosotros conocemos a ese tipo de hombre.
Los individuos luchan, tienen miedo,
sufren de soledad y angustia. También ríen, cantan, juegan, aman. Y todo lo
hacen en sus propios instantes, a las orillas del Tiempo. Viven.
Sólo la pompa de las academias y de
los historiadores es capaz de producir un ser lo suficientemente muerto para creer en las mentiras de la
Historia. Una persona que pretenda ser objetiva y que hable con suficiencia de
“modos de producción”, “capacidades ideológicas”, “adelantos científicos” o
“verdades relativas” es alguien que no ha sido tocado por la existencia. Ante
la muerte y el deseo todo se homologa: todo es presente. Y ese presente no es
el Tiempo de los demás, sino uno que canta en voz muy baja: el nuestro.
La Historia no canta: analiza. Y
nuestra época no produce poetas, sino políticos.
Ese es nuestro telón de fondo. Casi
en silencio, los dioses siguen cantando.
César Alain
Cajero Sánchez
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