sábado, 27 de octubre de 2012


El comercio de los místicos


Nada más irritante que esas obras en las que se coordina las ideas frondosas de un espíritu que ha aspirado a todo, salvo al sistema. ¿De qué sirve dar una apariencia de coherencia a las de Nietzsche, so pretexto de que giran en torno a un motivo central? Nietzsche es un conjunto de actitudes y supone rebajarle, buscar en él una voluntad de orden, una preocupación por la unidad. Cautivo de sus humores, ha recensionado sus variaciones. En su filosofía, meditación sobre sus caprichos, vanamente quisieran los eruditos elucidar constantes que rechaza.
La obsesión del sistema no es menos sospechosa cuando se aplica al estudio de los místicos. Pase todavía en el caso de un master Eckhart, que se tomó el cuidado de disciplinar su pensamiento: ¿Acaso no era un predicador? Un sermón, por inspirado que sea, tiene algo de curso escolar, expone una tesis y se atarea en mostrar lo bien fundada que está. Pero, ¿qué decir de un Angelus Silesius, cuyos dísticos se contradicen a placer y no poseen más que un tema común: Dios -quien es presentado bajo tantas caras que es difícil identificar la verdadera? El Peregrino querubínico, serie de afirmaciones irreconciliables, espléndidamente confusas, no expresa más que los estados estrictamente subjetivos de su autor: querer descubrir ahí la unidad, el sistema, es arruinar su capacidad de seducción. Angelus Silesius se preocupa menos de Dios que de su dios propio. Una multitud de locuras poéticas resultan de ello, que deberían hacer retroceder al erudito y espantar al teórico. Nada de eso sucede. Uno y otro se empeñan en poner buen orden en esas afirmaciones, en simplificarlas, en sacar de ellas una idea precisa. Maníacos del rigor, quieren saber lo que el autor pensaba de la eternidad y de la muerte. ¿Qué es lo que pensaba? Cualquier cosa. Son experiencias suyas, personales y absolutas. En cuanto a su dios, nunca acabado, siempre imperfecto y cambiante, él  consigna sus momentos y traduce su devenir en un pensamiento no menos imperfecto y cambiante. Desconfiemos de lo definitivo, apartémonos de quienes pretenden poseer un punto de vista exacto sobre algo, sea lo que sea. Que en tal dístico Angelus Silesius identifica la muerte con el mal y en tal otro con el bien, sería una falta de probidad y de humor asombrarse de ello. Como la misma muerte deviene en nosotros, consideremos sus etapas, sus metamorfosis; encerrarla en una fórmula es detenerla, empobrecerla, sabotearla.
El místico no vive ni sus éxtasis ni sus ascos en los límites de una definición: su pretensión no es satisfacer las exigencias de su pensamiento, sino las de sus sensaciones. Y tiende mucho más que el poeta a la sensación, ya que merced a ella confina con Dios.
No hay estremecimientos idénticos y que puedan ser repetidos a voluntad: la identidad de un vocablo recubre de hecho, multitud de experiencias divergentes. Hay mil percepciones de la nada y una sola palabra para traducirlas: la indigencia del discurso hace inteligible el universo... En Angelus Silesius, el intervalo que separa un dístico de otro está atenuado, si no anulado, por la imagen familiar de las mismas palabras que vuelven, por esa pobreza del lenguaje que hace perder su individualidad a los suspiros, a los horrores y a los éxtasis. A partir de esto, el místico desvirtúa su experiencia al expresarla, tanto como el erudito desvirtúa al místico al comentarle.
Es un error sobre la mística suponer que deriva de un reblandecimiento de los instintos, de una savia comprometida. Un Luis de León, un San Juan de la Cruz, coronaron una época de grandes empresas y fueron necesariamente contemporáneos de la Conquista. Lejos de ser claudicantes, lucharon por su fe, atacaron a Dios frontalmente, se apropiaron del cielo. Su idolatría del no querer, de la dulzura y la pasividad les protegía contra una tensión apenas soportable contra esa histeria sobreabundante de la que procedía su intolerancia, su proselitismo, su poder sobre este mundo y sobre el otro. Para adivinarlos, imagínese un Hernán Cortés en medio de una geografía invisible.
Los místicos alemanes no fueron menos conquistadores. Su inclinación a la herejía, a la afirmación personal, a la protesta, traducía, en el plano espiritual, la voluntad de individualizarse de toda una nación. Tal fue la significación de la Reforma que dio a Alemania su sentido histórico. En plena Edad Media, Eckhart desborda la tradición y se interna en un camino propio: su vitalidad anuncia la de Lutero. Indica igualmente la dirección que tomará el pensamiento alemán. Pero lo que le asegura una posición única es que, padre de la paradoja en materia de religión, fue el primero en haber dado un giro de drama intelectual a las relaciones entre el hombre y Dios. Esta tensión convenía particularmente a una época en que todo un pueblo estaba en fermentación y a la búsqueda de sí mismo.
Había algo de caballeresco en esos místicos. Portadores de una coraza secreta, indomables hasta en su pasión de torturarse, poseían el orgullo del gemido, una demencia contagiosa, incendiaria. Suso no le cede en nada a los más extravagantes anacoretas, hasta tal punto supo variar sus tormentos. El espíritu caballeresco, vuelto hacia lo intemporal, perpetúa allí el gusto por la aventura. Pues la mística es una aventura, una aventura vertical: se arriesga hacia lo alto y se apodera de otra forma de espacio. En ese punto se diferencia de esas doctrinas de la decadencia, de las que lo propio es no provenir del manantial, sino venir de otra parte, como las que de Oriente fueron trasplantadas a Roma. De este modo sólo respondían al apetito de marasmo de una civilización incapaz de crear una religión nueva o de adherirse todavía a los prestigios de la mitología. Lo mismo ocurre con los místicos de hoy, con su absoluto importado, para uso de debiluchos y decepcionados.
Suspiro insolente de la criatura, la piedad es inseparable de la energía y el vigor. Port-Royal, pese a su apariencia idílica, fue la expresión de una espiritualidad desbordante. Francia conoció allí su último momento de interioridad. A continuación ya no pudo volver a encontrar exceso y fuerza más que en el laicado: hizo la Revolución tras la implantación de un catolicismo edulcorado, que es todo lo que podía emprender. Habiendo perdido la tentación de la herejía, se había hecho estéril en inspiración religiosa.
Insumisos por vocación, desenfrenados en sus oraciones, los místicos juegan, temblando con el cielo. La Iglesia los ha rebajado al rango de pedigüeños de lo sobrenatural, a fin de que, fastidiosamente civilizados, puedan servir de «modelos». Sabemos, empero, que fueron, en sus vidas y en sus escritos, fenómenos de la Naturaleza y que no podía sucederles mayor desgracia que caer en manos de los curas. Nuestro deber es arrebatárselos: sólo a ese precio el cristianismo podrá aspirar a una precaria duración. Cuando les llamo «fenómenos de la Naturaleza» no pretendo en absoluto que tuviesen una «salud» a toda prueba. Se sabe que estaban enfermos. Pero la enfermedad actuaba en ellos como un acicate, como un factor de desmesura. A través de ella aspiraban a otro tipo de vitalidad que la nuestra. Pedro de Alcántara había conseguido no dormir más que una hora cada noche: ¿Acaso no es éste un signo de fuerza? Y todos ellos eran fuertes, puesto que no destruían sus cuerpos más que para sacar de ello un suplemento de poder. Se les supone dulces, pero no hay seres más duros. ¿Qué es lo que nos proponen? Las virtudes del desequilibrio. Ávidos de todo tipo de llagas, hipnotizados por lo insólito, emprendieron la conquista de la única ficción que vale la pena; Dios les debe todo: su gloria, su misterio, su eternidad. Prestan existencia a lo inconcebible, fuerzan la nada para animarla: ¿Cómo la dulzura podría realizar tal hazaña?
En contraposición con la nada, abstracta y falsa, de los filósofos, la suya brilla de plenitud: goce fuera del mundo, alzamiento de la duración, aniquilación luminosa más allá de los límites del pensamiento. Deificarse, destruirse para reencontrarse, abismarse en su propia claridad, son tareas que precisan más ímpetu y temeridad que lo exigido por el resto de nuestros actos. El éxtasis -estado límite de la sensación, perfeccionamiento por medio de la ruina de la conciencia- es patrimonio sólo de aquellos que, aventurándose fuera de sí mismos, sustituyen a la ilusión vulgar que fundaba su vida por otra, suprema, en la que todo está resuelto y todo está superado. Ahí el espíritu está en suspenso, la reflexión abolida, y, con ella, la lógica de la zozobra. ¡Si pudiéramos, a ejemplo de los místicos, ir más allá de las evidencias y del callejón sin salida que se desprende de ellas, llegar a ser error deslumbrado, divino, si pudiésemos, como ellos, remontarnos hasta la verdadera nada! ¡Con qué habilidad desguazan a Dios, le saquean, le roban sus atributos, de los que se proveen para... rehacerlo! No hay nada que resista la efervescencia de su locura, esa expansión de su alma, siempre empeñada en fabricar otro cielo, otra tierra. Todo lo que tocan toma color de ser. Habiendo comprendido los inconvenientes de ver y dejar las cosas tal cual son, se han esforzado por desnaturalizarlas. Vicio de óptica al que prestan todos sus cuidados. Ninguna huella de lo real, bien lo saben, subsiste tras el paso, tras las devastaciones de la clarividencia. Nada es, tal es su punto de partida, tal es la evidencia que han conseguido vencer y rechazar para llegar a la afirmación: todo es. Hasta que no hayamos recorrido el camino que les ha conducido a una conclusión tan sorprendente no estaremos en pie de igualdad con ellos.
Ya en la Edad Media ciertos espíritus, cansados de reiterar los mismos temas, las mismas expresiones, debían, para renovar su piedad y emanciparla de la terminología oficial, recurrir a la paradoja, a la fórmula seductora, ora brutal, ora matizada. Así, por ejemplo, el maestro Eckhart. Por riguroso y preocupado de coherencia que estuviese era demasiado escritor para no parecer sospechoso a la Teología: su estilo, más que sus ideas le valió el honor de ser convicto de herejía. Cuando se examinan, en sus tratados y sermones, las proposiciones incriminadas, uno se sorprende de la preocupación por el bien decir que traicionan; revelan el lado genial de su fe. Como todo herético, pecó por la forma. Enemiga del lenguaje, la ortodoxia, religiosa o política, postula la expresión prevista. Si casi todos los místicos tuvieron conflictos con la Iglesia, es porque tenían demasiado talento; la Iglesia no exige ninguno, no reclama más que la obediencia, la sumisión a su estilo. En nombre de un verbo esclereotizado, erige sus hogueras. Para escapar a ellas, el herético no tenía otro recurso más que cambiar de fórmulas, expresar sus opiniones en otros términos, en términos consagrados. La Inquisición no hubiera quizás existido jamás si el catolicismo hubiese tenido más indulgencia y comprensión por la vida del lenguaje, por sus desvíos, su variedad y su invención. Cuando se ha barrido la paradoja, sólo se evita el martirio por el silencio o la banalidad.
Otras razones concurren a hacer del místico un hereje. Si le repugna que una autoridad externa reglamente sus relaciones para con Dios, no admite tampoco una injerencia más alta: apenas tolera a Jesús. Nada acomodaticio, debe, sin embargo, prestarse a ciertos compromisos, murmurar las oraciones recomendadas, prescritas, a falta de poder improvisar siempre nuevas. Perdonémosle esta debilidad. Quizá no cede a ella más que para demostrar que es capaz de rebajarse al nivel de lo vulgar y emplear su lenguaje, quizá para probarnos que no ignora la tentación de la humildad. Pero sabemos que no cae en ella a menudo, que gusta de innovar rezando, que inventa de rodillas y que ésta es su manera de romper con el dios común.
Reanima y rehabilita la fe, la amenaza y la zapa como un enemigo íntimo, providencial. Sin él se marchitaría. Ahora se adivina la razón por la que el cristianismo se muere y por la que la Iglesia, privada de apologistas y de detractores, no tiene ya a quien alabar ni a quien perseguir. Escasa de herejes, renunciaría gustosa a exigir obediencia si, como contrapartida vislumbrase entre los suyos un exaltado que dignándose atacarla, se la tomase en serio, y le diese alguna esperanza, algún motivo de alarma. ¡Albergar tantos ídolos y no avizorar en lontananza ningún iconoclasta! Los creyentes ya no rivalizan entre ellos ni, por otra parte, tampoco los incrédulos: nadie quiere llegar primero en la carrera por la salvación o la condenación...
Acontecimiento considerable: los dos mayores poetas modernos, Shakespeare y Hölderlin, han dejado de lado el cristianismo. Si hubiesen padecido su seducción, hubieran creado una mitología propia y la Iglesia hubiera tenido la dicha de contar en sus filas dos herejes más. Sin dignar meterse con la Cruz, ni mucho menos alzarla hasta su altura, el uno fue más allá de los dioses y el otro resucitó los de Grecia. El primero se elevó por encima de la oración, el segundo invocaba un cielo que sabía impotente, que prefería difunto: el uno es precursor de nuestra indiferencia, el otro de nuestras nostalgias.
El solitario, combatiente a su manera, siente la necesidad de poblar su soledad con enemigos reales o imaginarios. Si es creyente, la llena de demonios, sobre la realidad de los cuales no se hace, a menudo, ninguna ilusión. Sin ellos, caería en la sosera: su vida espiritual se resentiría. Con justicia llamó Jakob Boehme al diablo el «cocinero de la naturaleza», cuyo arte da gusto a todo. El mismo Dios, imponiendo desde el principio la necesidad del enemigo, reconocía no poder pasarse sin luchar, sin atacar y sin ser atacado.
Como lo más frecuente es que el místico invente sus adversarios, de ello se sigue que su pensamiento afirma la existencia de los otros por cálculo, por artificio: es una estrategia sin mayores consecuencias. Su pensamiento se reduce, en última instancia, a una polémica consigo mismo: él se pretende multitud, se convierte en multitud, aunque no fuese más que fabricando siempre rostros, multiplicando sus caras: en esto se parece a su creador, cuyo trapicheo perpetúa.
Al fenómeno místico le falta continuidad: se expande, alcanza su apogeo, y después degenera y acaba en caricatura. Tal fue el caso del florecimiento religioso en España, en Flandes o en Alemania. Si, en las artes, el epígono a veces logra imponerse, nada, por el contrario, más lamentable que un místico de segunda categoría, parásito de lo sublime, plagiario de éxtasis. Puede jugarse a la poesía, puede incluso darse la ilusión de la originalidad: basta con haber penetrado en los secretos del oficio. Estos secretos apenas cuentan a los ojos del místico, cuyo arte no es más que un medio. Como no aspira a gustar a los hombres y quiere ser leído más allá, se dirige a un público bastante restringido, bastante difícil y que exige de él mucho más que simple talento o genio. ¿A qué se dedica? A buscar lo que escapa o sobrevive del desperdigamiento de sus experiencias: el residuo de la intemporalidad bajo las vibraciones del yo. Desgasta sus sentidos en el roce con lo indestructible, lo contrario que el poeta, que los desgasta por el roce en lo supremo (la el uno se abisma casi carnalmente mística: fisiología de las esencias), el otro se deleita en la superficie de sí mismo. Dos gozadores en niveles diferentes. Tras haber paladeado las apariencias, el poeta no puede olvidar su sabor; es un místico que, a falta de poder elevarse a la voluptuosidad del silencio, se limita a la de la palabra. Un charlatán de calidad, un charlatán superior.
Cuando se leen las Revelaciones de Margarita Ebner y se recorren sus crisis, su adorable infierno, se siente uno celoso. Durante días enteros, no despegaba los labios; cuando al fin abría la boca, era para proferir gritos que exaltaban y hacían temblar al convento. Y ¿qué decir de Angela de Foligno? Es mejor escucharla directamente: «Contemplo, en el abismo en que me veo caída, la sobreabundancia de mis iniquidades, busco inútilmente cómo descubrirlos y mostrarlos al mundo, quisiera ir desnuda por las ciudades y las plazas, con pedazos de carne y pescado colgados de mi cuello, y gritar: ¡aquí tenéis a la criatura más vil!»
Temperamentos sanguíneos, que se complacían en los extremos de la degradación y de la pureza, en el vértigo de los bajos fondos y de las alturas, los santos no se acomodan a nuestros razonamientos y nuestras cobardías en absoluto. Ver en ellos un tipo de meditativos, es equivocarse de medio a medio. Demasiado desbocados, demasiado feroces para poder detenerse en la meditación (que supone control de sí mismo, luego mediocridad de la sangre), si aspiran a descender hasta los cimientos de las cosas, el proceso que les conduce a ello no es precisamente «reflexivo». Sin ningún pudor, sin ninguna traza de estoicismo en sus gestos ni en sus palabras, creen que todo les está permitido, pasean su indiscreción a través de los corazones que turban, porque les horroriza la paz y no pueden soportar un alma que ha llegado. Se condenarían a sí mismos antes que aceptarse. Escuchemos de nuevo a Angela de Foligno: «Aunque todos los sabios del mundo y todos los santos del Paraíso me abrumasen con sus consolaciones y sus promesas, y Dios mismo con sus dones, si no me cambiase a mí misma, si no comenzase en el fondo de mí una nueva operación, en lugar de hacerme ningún bien, los sabios, los santos y Dios exasperarían más allá de toda expresión mi desesperación, mi furor, mi tristeza y mi ceguera». ¿Acaso no deberíamos, frente a estas declaraciones y estas exigencias, liquidar nuestros últimos restos de buen sentido y lanzarnos como bárbaros hacia las «tinieblas de la luz»? ¿Cómo resolvernos a ello, clavados como estamos a las taras de la modestia? Nuestra sangre es demasiado tibia y nuestros apetitos demasiado domados. No tenemos ninguna posibilidad de ir más allá de nosotros mismos. Hasta nuestra locura es demasiado mesurada. Abatir los tabiques del espíritu, sacudirlo, desear su ruina -¡fuente de novedades!-. Tal como es ahora, es remiso a lo invisible y no percibe más que lo que ya sabe. Para que se abra al verdadero saber, necesita dislocarse, franquear sus límites, pasar por las orgías del aniquilamiento. No sería la ignorancia nuestro patrimonio si nos atreviésemos a izarnos por encima de nuestras certezas y de esta timidez que, impidiéndonos obrar milagros, nos hunde en nosotros mismos. ¿Por qué no tendremos el orgullo de los santos?
Si velan y rezan es para sonsacarle a Dios el secreto de su poder. Súplicas pérfidas las de estos rebeldes en torno a los cuales el demonio gusta de rondar. Hábiles, a él también le sonsacan su secreto y le fuerzan a trabajar para ellos. Saben aprovechar el principio malo que les habita para elevarse. Los que se derrumban de entre ellos, ponen en su caída cierta complacencia: caen no como víctimas, sino como asociados del diablo. Salvados o condenados, todos llevan una marca de no humanidad, todos rechazan asignar un límite a sus empresas. ¿Qué renuncian? Su renuncia es completa. Pero en lugar de verse disminuidos o debilitados por ella, se encuentran más poderosos que nosotros que conservamos los bienes abandonados por ellos. Estos gigantes con el alma y el cuerpo fulminados nos aterran. Al contemplarlos, nos sentimos avergonzados de ser simplemente hombres. Y si ellos nos miran a su vez, desciframos las palabras que nuestra mediocridad inspira a su misericordia: «¡Pobres criaturas, que no tenéis el coraje de llegar a ser únicas, de convertiros en monstruos!» Decididamente, el diablo trabaja para ellos y no es del todo ajeno a su aureola. ¡Qué humillación para nosotros haber pactado con él sin ninguna ganancia!
Destructor al servicio de la vida, demonio vuelto hacia el bien, el santo es el gran maestro del esfuerzo contra uno mismo. Para vencer sus inclinaciones, tanto como por miedo de sí mismo se constriñe a la bondad e imaginándose tener semejantes y deberes para con ellos, se impone el agotador trabajo de la piedad. Sufre y le gusta sufrir, pero al término de sus sufrimientos hace de los seres sus juguetes, recorre el futuro, lee en los pensamientos de los otros, cura a los incurables, infringe impunemente las leyes de la naturaleza. Es para adquirir esta libertad y este poder por lo que ha rezado y resistido a las tentaciones. El placer es consciente de ello, relaja, embota: si recurriese a él, no podría alcanzar ni siquiera pretender lo extraordinario, su fuerza y sus facultades disminuirían: carecería de energía en sus deseos y de ímpetu en sus ambiciones. Lo que desea son satisfacciones de otro orden y cierto placer ejemplar: el de igualar a Dios. Su horror de los sentidos es calculado, interesado. Los zahiere y los rechaza, sabiendo que volverá a encontrarlos, transfigurados, en el más allá.
Desde el momento en que aspira a sustituir a la divinidad, acepta pagar el precio debido: un fin tan grande justifica todos los medios. Persuadido de que la eternidad es privilegio de un cuerpo lacerado, buscará todo tipo de dolamas y conspirará contra su bienestar, de la ruina del cual espera su salvación y su triunfo. Si se dejase ir a su aire, perecería; pero como utiliza su vitalidad maltratada, se yergue de nuevo. Contenida durante demasiado tiempo, termina por explotar. Y se convierte en un lisiado temible que se vuelve contra el cielo para desalojar de él al usurpador. Tal favor, caído en suerte a los que, por medio del dolor, han penetrado el secreto de la Creación, no se da más que en las épocas en las que la salud se considera una desgracia.
Todo estado inspirado procede de una inanición cultivada, querida. La santidad, inspiración ininterrumpida, es un arte de dejarse morir de hambre sin... morirse, un desafío a las entrañas y una especie de demostración de la incompatibilidad del éxtasis y la digestión. Una humanidad ahíta produce escépticos, nunca santos. ¿El absoluto? Cuestión de régimen. No hay ningún «fuego interior», ninguna «llama» sin la supresión casi total de los alimentos. Contrariemos a nuestros apetitos y nuestros órganos arderán, nuestra materia se incendiará. Quien come todo lo que le apetece está espiritualmente condenado.
Movidos por impulsos salvajes, los santos habían conseguido dominarlos, es decir, conservarlos secretamente. No ignoraban que la caridad toma su fuerza de nuestros dramas fisiológicos y que debían, para apegarse a los seres, declarar la guerra al cuerpo, pervertirlo, martirizarlo y someterlo. Cada uno de ellos evoca un agresor que, súbitamente convertido al amor, se dedicase después a odiarse. Y ellos supieron odiarse hasta el límite; pero, una vez agotado este odio de sí mismos, estaban libres, desprendidos de toda traba: la ascética les había revelado el sentido, la utilidad de la destrucción, preludio de la pureza y la liberación. A su vez, nos revelaron por qué tormentos pasar si queremos, también nosotros, ser libres.
A cualquier nivel que transcurra nuestra vida, no será verdaderamente nuestra más que en proporción de nuestros esfuerzos por romper sus formas aparentes. El hastío, la desesperación, incluso la abulia, nos ayudarán a ello, a condición siempre de hacer la experiencia completa, de vivirlas hasta el momento en que, a punto de sucumbir, nos erguimos y la transformamos en auxiliares de nuestra vitalidad. ¿Qué hay de más fecundo que lo peor para quien sabe desearlo? Pues no es el sufrimiento lo que libera, sino el deseo de sufrir.
¿Cómo reírnos de la historia de la Edad Media? Uno suspiraba o aullaba en su celda: los otros le veneraban a uno... Las turbaciones no le conducían a uno al psiquiatra. Temiendo curarse, uno las exasperaba, mientras que se ocultaba la salud como una vergüenza, como un vicio. La enfermedad era el gran recurso de todos, el gran remedio. A partir de entonces, caída en el descrédito, boicoteada, continúa reinando, pero nadie la ama ni la busca. Enfermos, no sabemos qué hacer con nuestros males. Más de una de nuestras locuras quedará para siempre sin ser usada.
Hay otras histerias no menos admirables, de las que emanaban himnos al Sol, al Ser, a lo Desconocido, ¡Aurora de Egipto, de Grecia, frenesí de las mitologías, insistencia en el primer contacto con los elementos! Completamente en las antípodas, somos incapaces de vibrar con el espectáculo de los orígenes: nuestros interrogantes, en lugar de saltar en ritmos, se arrastran en las bajezas del concepto o se desfiguran bajo la risotada sarcástica de nuestros sistemas. ¿Dónde está nuestra sensibilidad hímnica, la embriaguez de nuestros comienzos, el alba de nuestras estupefacciones? Arrojémonos a los pies de la Pitia, volvamos a nuestros antiguos trances: filosofía de los momentos únicos, tal es la única filosofía.
Cuando hayamos dejado de referir nuestra vida secreta a Dios, podemos elevarnos a éxtasis tan eficaces como los de los místicos y vencer en este mundo sin referirnos al más allá. Pues si, empero, la obsesión de otro mundo debiera perseguirnos, nos sería fácil construirlo, proyectar uno de circunstancias, aunque no fuera más que para satisfacer nuestra necesidad de lo invisible. Lo que cuenta son nuestras sensaciones, su intensidad y sus virtudes, así como nuestra capacidad de precipitarnos en una locura no sagrada. En lo desconocido, podremos ir tan lejos como los santos, sin servirnos de sus medios. Nos bastará con obligar a la razón a un largo mutismo. Entregados a nosotros mismos, nada nos impedirá ya acceder a la suspensión deliciosa de todas nuestras facultades. Quien ha vislumbrado esos estados sabe que nuestros movimientos pierden en ellos su sentido habitual: subimos hacia el abismo, descendemos hacia el cielo. ¿Dónde estamos? Pregunta sin sentido: ya no tenemos lugar...


Emile Michel Cioran

Hymmnn/ Himno


In the world which He has created according to his will Blessed Praised
Magnified Lauded Exalted the Name of the Holy One Blessed is He!
In the house in Newark Blessed is He! In the madhouse Blessed is He! In the house of Death Blessed is He!
Blessed be He in homosexuality! Blessed be He in Paranoia! Blessed be He in the city! Blessed be He in the Book!
Blessed be He who dwells in the shadow! Blessed be He! Blessed be He!
Blessed be you Naomi in tears! Blessed be you Naomi in fears! Blessed Blessed Blessed in sickness!
Blessed be you Naomi in Hospitals! Blessed be you Naomi in solitude! Blest be your triumph! Blest be your bars! Blest be your last years' loneliness!
Blest be your failure! Blest be your stroke! Blest be the close of your eye! Blest be the gaunt of your cheek! Blest be your withered thighs!
Blessed be Thee Naomi in Death! Blessed be Death! Blessed be Death!
Blessed be He Who leads all sorrow to Heaven! Blessed be He in the end!
Blessed be He who builds Heaven in Darkness! Blessed Blessed Blessed be He! Blessed be He! Blessed be Death on us All!


En el mundo que Él ha creado de acuerdo a su voluntad, bendito, ensalzado, magnífico, loado, exaltado el nombre de lo Santo que es Él.
¡En la casa de Newark Bendito sea él! ¡En el manicomio Bendito sea él! ¡En la casa de la Muerte Bendito sea Él!
¡Bendito sea Él en la homosexualidad! ¡Bendito sea Él en la paranoia! ¡Bendito sea Él en la ciudad! ¡Bendito sea Él en el Libro!
¡Bendito sea Él, quien mora en la sombra! ¡Bendito sea Él! ¡Bendito sea Él!
¡Bendita seas tú, Naomi, en las lágrimas! ¿Bendita seas tú, Naomi en el miedo! ¡Bendita Bendita Bendita en la enfermedad!
¡Bendita seas tú, Naomi en los Hospitales! ¡Bendita seas tú, Naomi, en la soledad! ¡Bendito tu triunfo! ¡Benditos sean tus bares! ¡Bendita la soledad de tus últimos años!
¡Bendito sea tu fracaso! ¡Bendita tu huelga! ¡Benditos tus ojos cerrados! ¡Bendito el flaco de tus mejillas! ¿Benditos tus muslos marchitos!
¡Bendita seas, Naomi, en la Muerte! ¡Bendita sea la Muerte! ¡Bendita sea la Muerte!
¡Bendito sea Él que lleva las penas al Cielo! ¡Bendito sea Él en el fin!
Bendito sea Él que construye el Cielo en la Oscuridad! ¡Bendito Bendito Bendito sea Él! ¡Bendito sea Él! ¡Bendita sea la Muerte en Todos Nosotros!


Allen Ginsberg
Traducido por yo

El santo, el loco, el bufón, el artista y el niño

III

 

El santo nos atemoriza. No es uno de nosotros. Ha visto otra parte del mundo y ha regresado para mostrarlo. A diferencia del loco, no ha fijado su vista en ese abismo y se ha quedado ahí. De la experiencia de la noche oscura del alma ha tenido la fuerza o la locura de afirmar: su palabra es un sí a ese conocimiento y a esa experiencia.
 
No sería justo llamar al santo un modelo de bondad pues su fuerza la extrae de fuera de sí: un verdadero santo no es ya un simple hombre bueno. Al contrario, en su frente arde el fuego y conoce a través de su cuerpo: es a través de su cuerpo que conoce a Dios. Y que conoce a la realidad.
 
El santo no cree que el universo sea bondad. Conoce el dolor y el abismo en el que se encuentra el ser humano. Toda su grandeza consiste en haber mirado a ese abismo y atreverse a decirle sí, y atreverse a decir que de ese abismo nacen flores. Que todo es sagrado pues a través de ello habla otro nombre.
 
Es ese dolor el que nos intimida; es esa alegria la que nos repugna. Nosotros preferimos llorar cuando ellos prefieren reír. Preferimos lamentarnos en donde el santo conoce el placer que está más allá del placer mismo. Conoce que detrás de cadaq dolor hay un abismo y que ese abismo en sí mismo es deseable porque es santo. El nombre de los dioses es el Horror porque escapa a nuestros límites. Todo lo que escapa a nuestras visiones es causa de temor para un espíritu acostumbrado a las certidumbres; para un ser cobarde.
 
Para conocer a la verdadera valentía es necesario ser santo; dejarse poseer por esa locura y esa alegría. Entregarse. Conocer al monstruo que está del otro lado y amarlo.
 
Amar a lo que no conocemos. Amar por el mismo placer de descubrirlo con nuestro camino. Amar a lo que nos devora y nos sobrevive; esa es la gran experiencia de los santos.
 
Nosotros, débiles y enfermos, carecemos de su grandeza. Preferimos un templo hecho de certidumbres mediocres al amor sin límites a lo conocido y lo desconocido. El santo saber que hay más que un mundo porque la palabra no puede decirlo todo. No puede concebir el odio como una simple palabra, sino como un amor quemante. Y en su amor hay un ardor tan grande que destruye aquello que toca. Que incendia al mundo. Y que nos atemoriza.
 
Las certidumbres, la verdad, no valen para el santo si no puede conocerlas desde su cuerpo. No quiere conocer sino ser poseido. No quiere salvarse sino poseer: poseer para ser poseido. Ser libre para desaparecer. Dejar de ser hombre y unirse a ese misterio que es el abismo: que es el abismo que es el infinito.
 
El santo no se reconoce en los hombres como los hombres no se reconocen en él. Se ha separado de ellos (de nosotros) para mejor amarlos. No hay en su demencia una bondad como la que nosotros, limitados, hemos concebido. La bondad siempre afirma una superioridad; no así en el amor. Y el amor del santo es uno especialmente pasional pues en él descubre su propio cuerpo. Al dejarse devorar por el universo (sus ruidos, sus silencios; las palabras que al tiempo mdice sin que lo escuchemos) él mismo ha pasado a ser parte de ese abismo.
 
Queremos destruir a los santos para convencernos que sólo hay este pequeño mundo que hemos construido. Que nuestros miedos no son deplorables.
 
Tememos que nuestros miedos se revelen como lo que son: los amos de una vida que se ha negado a ser. Tememos aceptar que sólo ellos han llegado a ser libres y que la libertad es terrible.
 
 
César Alain Cajero Sánchez

Cantico delle creature / Cantico de las criaturas



Altissimu, onnipotente bon Signore,
Tue so' le laude, la gloria e l'honore et onne benedictione.

Ad Te solo, Altissimo, se konfano,
et nullu homo ène dignu te mentovare.

Ad Te solo, Altissimo, se konfano,
et nullu homo ène dignu te mentovare.

Laudato sie, mi' Signore cum tucte le Tue creature,
spetialmente messor lo frate Sole,
lo qual è iorno, et allumini noi per lui.
Et ellu è bellu e radiante cum grande splendore:
de Te, Altissimo, porta significatione.

Laudato si', mi Signore, per sora Luna e le stelle:
in celu l'ài formate clarite et pretiose et belle.

Laudato si', mi' Signore, per frate Vento
et per aere et nubilo et sereno et onne tempo,
per lo quale, a le Tue creature dài sustentamento.

Laudato si', mi Signore, per sor'Acqua.
la quale è multo utile et humile et pretiosa et casta.
 
Laudato si', mi Signore, per frate Focu,
per lo quale ennallumini la nocte:
ed ello è bello et iocundo et robustoso et forte.

Laudato si', mi Signore, per sora nostra matre Terra,
la quale ne sustenta et governa,
et produce diversi fructi con coloriti fior et herba.

Laudato si', mi Signore, per quelli che perdonano per lo Tuo amore
et sostengono infrmitate et tribulatione.

Beati quelli ke 'l sosterranno in pace,
ka da Te, Altissimo, sirano incoronati.
 
Laudato s' mi Signore, per sora nostra Morte corporale,
da la quale nullu homo vivente pò skappare:
guai a quelli ke morrano ne le peccata mortali;
beati quelli ke trovarà ne le Tue sanctissime voluntati,
ka la morte secunda no 'l farrà male.

Laudate et benedicete mi Signore et rengratiate
e serviateli cum grande humilitate.



Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas,la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, te convienen
y ningún hombre es digno de nombrarte. 

Alabado seas, mi Señor, en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas. 
Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación. 

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas. 
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento. 
Alabado seas, mi Señor por la hermana Agua, 
la cual es muy humilde, preciosa y casta.

 Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte. 

Alabado seas, mi Señor,
por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas. 

Alabado seas, mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,
porque de ti, Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar. 
Ay de aquellos que mueran
en pecado mortal. 
Bienaventurados a los que encontrará
en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal. 
Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad.


¿Quién habrá escrito esto?

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