La pasión y el mito;
Cien años de soledad
César Alain Cajero Sánchez
¿Qué es lo que reconocemos en la vida de un hombre, de cualquier
hombre? La existencia es siempre un desconocerse, una continua demora; la vida
de cualquier hombre es la incertidumbre, la pasión que se hace posible. Todo
hombre es en sí mismo único; la forma en que vive su pasión es irrepetible. Es
precisamente eso, la pasión, la que le permite reconocer en otro su propio ser;
en tanto reconoce en ese otro a un enigma se mira en él. No encuentra en el
otro una simple imagen o un espejo; ese otro está siempre más allá y, sin
embargo, sólo a través de él, de su mirada, es que existe. Cualquier ser humano
se convierte, en tanto volcamos la mirada en su verdadero rostro, en enigma y
signo; luz y sombra; laberinto y agua de vida.
Se señala que el paso de la epopeya a la novela marca el ocaso del
símbolo y el nacimiento del individuo; el hombre se sabe único y reconoce,
necesariamente, su soledad en el mundo. Es por ello que los héroes novelescos
sólo encarnan, en tanto individuos, su propia historia. El hombre como símbolo
de la colectividad, como forma de su destino, ha desaparecido; acaso lo que
podemos reconocer en el personaje novelesco es su soledad, su búsqueda.
Me permito disentir. Si bien es cierto que el hombre que aparece en la
novela es siempre, por fuerza, un individuo (un personaje puramente alegórico
resultaría poco verosímil y hasta molesto), este individuo deviene también
signo; su destino es ya el de todos los hombres. Su búsqueda es la de todos los
hombres; una búsqueda a ciegas en la soledad del mundo; un camino que se cumple
siempre a través del ser humano, la búsqueda del rostro soñado, la pasión, lo
desconocido. Y es por las emociones de cada hombre que podemos reconocernos en
el personaje novelesco; su individualidad es única y, por tanto, es la de
nosotros mismos; es un símbolo, sí, mas no una alegoría; lo que vemos en él es
al desconocido, nuestro propio rostro. Cuando ese rostro se hace visible no se
conoce del todo, de otro modo desaparecería como rostro humano, sino que se
devela, se intuye, en la perfección del instante.
Cuando un hombre puede reconocerse en un poema es debido a que aquello
que le muestra ya estaba en él; la poesía no crea, devela. Y aquello que
aparece con el poema siempre parece nacer; se crea a cada nuevo instante. Pero,
atención, el poema lírico es siempre personal; un poeta escribe siempre para sí
porque sólo puede hablar desde sí mismo; un lector recibe ese poema como si
fuera escrito para él. La pasión se reconoce porque es única; aquel poema es
para un hombre y para todos. Ezra Pound lo dice bellamente; “Escribo estas
palabras para cuatro personas/ alguien más puede cazarlas al vuelo/ lo siento
por ti, mundo, / tú no conoces a esas cuatro personas”. La palabra del poeta ya
no le pertenece por completo; se ha convertido en palabra de sus lectores, de
aquellos que se reconocen –y reconocen al mundo- en esas palabras; ya estaban
en ellos. Y aquella palabra ya no es sólo de aquellos hombres sino del universo
todo; signo de la pasión humana.
Octavio Paz señala en El arco y la lira que existen novelas que no
pueden leerse completamente como tales, sino que son poemas en tanto son signos
del hombre; signos y rostros del otro. Yo, ya lo sugerí anteriormente, opino
que toda novela, toda obra artística que merezca ser llamada de ese modo, es un
símbolo del ser humano. Una obra de arte sin pasión sería inconcebible porque
no habría forma de acercarnos a ella; sería una forma vacía, una edificación
matemática y ajena; más aún; esa pasión que el arte devela es humana –de todos-
porque el artista es también un hombre; todos somos habitados.
Cuando la poesía y la labor narrativa son indistinguibles, cuando el
mundo del relato es indistinguible del mundo de las emociones cotidianas, las
barreras entre ficción y realidad se rompen; entramos a territorios del mito. Y
ese carácter mítico de algunas narraciones (y de la poesía), acerca su discurso
al de la religión; una religión laica, o en todo caso, ajena a las reglas de
una iglesia establecida, una mística del hombre redescubierto. Y la forma que
adopta esa narrativa –esa novela que puede ser escrita por Faulkner, por Guimarães
Rosa, por Kawabata- es cercana a la epopeya; la escritura es símbolo del
destino humano, el universo es mística de un dios desconocido. Una epopeya que,
de cualquier modo, no es la misma que la de los griegos; su mundo ya no es
aquél, sino el del individuo y el de la búsqueda. Sin embargo, si bien el mundo
del mito ya no existe, sí siguen subsistiendo los hijos de esos mitos, sus
hijos profanos; los arquetipos, las emociones, el hombre.
Y es que el mito, su más profundo sustrato, está presente en toda obra
humana; sus arquetipos residen en su naturaleza. No es extraño, pues, que una
obra como Cien años de soledad pueda leerse como la resignificación del mito;
no el mito griego, otro, aquél que nace con la pasión, el de la vida del
hombre.
Las palabras con que esta novela arranca están marcadas por la pasión;
la narración nos pone, de repente, frente a un hombre, un hombre que se
encuentra frente a su destino. Todavía hay más, el pensamiento de ese hombre,
el coronel Aureliano Buendía, no se encuentra en su presente, sino en un pasado
remoto, en su niñez. Los tiempos están confundidos. No hay en la novela un
presente, sino un pasado que siempre se renueva, un mundo que vive como espejo
de sí mismo, como representación de la palabra que se repite en las pasiones de
los personajes.
El narrador habla en un tiempo ajeno, casi puede decirse que
profético. Me explicaré; el espacio desde el que se narra pareciera no
encontrarse en parte alguna de la novela, como si la historia sucediera de un
mundo ajeno. Me atrevería a decir que la palabra se transforma en el dios de
ese universo. En la novela canónica, el tiempo de la narración es el pasado.
Esto es natural; el lector precisa que se le cuente algo que ya ha ocurrido, no
lo que está sucediendo ni lo que habrá de suceder. Aunque Cien años de soledad
sigue esta exigencia, el pasado no está completamente determinado; las frases
iniciales están escritas en copretérito; un pasado que no acaba de realizarse,
que está sucediendo. Cuando el narrador empieza a usar el pretérito perfecto,
el tiempo de la narración nunca se establece; pareciera que se habla del mundo
en su origen mismo; el nacimiento de la creación.
Recordemos que el origen mítico de las sociedades animistas se ubica
en un pasado arquetípico, el mundo fuera del tiempo. Cada vez que el relato es
dicho, el mundo renace; su tiempo es el presente porque se recrea a través de
la palabra. La palabra es una con el mundo; nace al universo. En el mito
primitivo, el pasado no está fuera del hombre; sucede a cada instante. El
tiempo es ciclo que se repite sin fin.
La gran diferencia entre las mitologías primitivas y el mundo de Cien
años de soledad es que para aquéllos todo mundo inicia con el no-mundo; el
espacio indeterminado de los dioses. En la obra de García Márquez, en cambio,
el génesis está marcado por el hombre mismo. Lo más notable es que estos
hombres no aparecen de la nada; el pasado que llevan a cuestas nace con ellos;
el fantasma de Prudencio Aguilar, el asalto a Riohacha, la bestia con cola de
puerco, el viaje iniciático por la selva… La ranchería de donde Ursula, José
Arcadio y los otros pioneros parten para fundar Macondo es un espacio
desconocido, casi ilusorio. Es el tiempo fuera del tiempo que aparece en el
mito. La existencia propiamente dicha inicia con la pareja original; con el
incesto de aquellos nacidos del mismo polvo (Adán y Eva) que habrán de heredar
su maldición a toda su estirpe; la soledad.
La imaginación popular atribuye a los hermanos un destino singular,
casi diríamos que mágico; gran parte de las mitologías tiene la figura de los
hermanos que separan sus destinos y que no pocas veces se hacen antagonistas;
Rómulo y Remo, Caín y Abel, los mitos africanos… Aureliano y José Arcadio (como
ignorar la similitud fónica de los nombres) al principio son casi
indistinguibles, tan es así que se establece entre ellos un pacto secreto, una
unión en donde lo que vive uno es parte del otro. Las diferencias, sin embargo,
no tardan en hacerse manifiestas; el destino del mayor es el desenfreno, la
bestialidad de la carne representado en su sexualidad portentosa; especie de
Príapo domado. Aureliano, en cambio entra en los laberintos de la melancolía,
de la poesía secreta, del deseo en soledad; finalmente, a la sangre y al orgullo.
Su figura es una de las más entrañables; es el visionario y el guerrero
desencantado; el de la mirada furiosa y el llanto en perpetuo abandono.
Amaranta y Rebeca –que no es realmente una Buendía- establecen una
relación similar, pero aquello que las separa no es sólo el carácter sino una
obsesión. Porque tanto la pasión desaforada de Rebeca como el silencioso desdén
de Amaranta no son sino obsesiones en torno a Pietro Crespi. Ese antagonismo no
tarda en convertirse en un odio amargo que se llevarán a la tumba.
Todo esto es importante porque todas las historias que aparecen en esta novela nacen de un destino construido por la pasión. Ya García
Márquez señaló (y en la novela esto aparece una y otra vez) que las relaciones
entre los personajes excluyen al amor; las suyas son pasiones ciegas, brutales;
una sexualidad carente de afecto, una rabia, una amargura. El amor es una
melancolía, una distancia, un imposible. De esta manera, el amor del Coronel
por Remedios desaparece al poseerla, y los amores entre Mauricio Babilonia y
Meme son truncados –y hasta cierto punto provocados- por el celo de Fernanda
del Carpio. La frase que el autor escribe sobre Pilar Ternera es ilustrativa al
respecto –espero ser lo más literal posible-; “Nunca negaba el favor, como no
se lo negó a los incontables hombres que la buscaron hasta en el crepúsculo de
su madurez sin proporcionarle amor ni afecto, y sólo algunas veces placer”.
Porque Pilar Ternera, contraparte y espejo de Úrsula, es la gran matrona, la
soberbia madre-puta que siempre estuvo esperando un futuro que nunca llegó; el
del amor que le anunciaba el destino. El destino que se niega por la soledad.
La sexualidad que aparece en Cien años de soledad es siempre (o casi
siempre, habrá que retomar esto más adelante) una potencia desaforada,
nocturna. Los hombres viven el cuerpo como una maldición; las pasiones
excesivas de Aureliano y Petra Cotes; la amargura del deseo en Amaranta; el
furor de José Arcadio y Rebeca; los tristes amores del coronel Aureliano Buendía…
Los destinos paralelos de Úrsula y Pilar Ternera son ilustrativos; la primera,
la Eva que vive la culpa de sus relaciones incestuosas, pero que incluso así
busca perpetuar su descendencia; la segunda, la matrona que pierde a los
hombres, pero que está destinada al abandono y al desamor. Ambos personajes
están relacionados por un elemento; el fracaso, la soledad en que viven.
Los mitos genésicos recuerdan en la pareja original un pecado, de ahí
el nacimiento del sufrimiento humano. Esta falta establece una maldición para
los descendientes, una condena. La mayor parte de las tradiciones coinciden en
que la condenación del género humano es la muerte. Yo me atrevería a decir; la
conciencia de la muerte. No es casual que la condena, en la tradición judeocristiana,
haya sobrevenido después de comer del Árbol de la Ciencia, del fruto del bien y
el mal; en cuanto el hombre se da cuenta de su existencia es conciente de su
finitud. Y todavía más; es conciente de su soledad; toda conciencia se sabe
desamparada en tanto el otro siempre está más allá. ¿Qué se asoma en los ojos
del otro? Bataille afirma; la muerte. El sexo es parodia del crimen; el
orgasmo, de la muerte. Si el erotismo es una muerte fingida es porque
descubrimos al otro como una apariencia; espejo de nosotros mismos. Al mirar el
cuerpo que se tiende a nuestro lado miramos nuestra propia carne; no hay nada
detrás. El mundo se torna imagen. Al final, el hombre ama y muere en completa
soledad; el otro es inaccesible; aparece como una ilusión que nos revela como
ilusiones.
Es esa la maldición que aparece en la dinastía de los Buendía; la
soledad. Pero quiero que ser claro; toda la novela es, en cierta forma,
búsqueda de una verdad; del otro que les ha sido vedado. Esta persecución se
concreta en las emociones. Toda la novela es una historia de las pasiones
humanas; la alegría, la rabia, la amargura, la lujuria… Una búsqueda de aquello
que perdieron; el amor. Una búsqueda vana, pero majestuosa. La realidad como un
futuro imposible. El carácter infructuoso de la odisea de los Buendía no se
debe a su proceder –como ocurriría en la novela canónica- sino a un destino
–pero un destino construido-, a la marca de la soledad. No será sino hasta el
final de la estirpe cuando el amor nazca. La paradoja, y lo que hace a Cien
años de soledad una novela tan devastadora es que ese amor marca también el
final de la dinastía; el soberbio canto del cisne, la culminación trágica y
magnífica de ese largo camino por las pasiones. Las páginas escritas por
Melquíades –que son la novela misma- dicen la verdad cuando indican que Macondo
es la ciudad de los espejos (o los espejismos). No creo errar cuando señalo que
Macondo es ambas cosas; espejo y espejismo.
Ya que he mencionado a Melquíades, quiero llamar la atención sobre
este personaje; al término de la novela nos damos cuenta de que las hojas que
había escrito eran, en realidad, la novela misma; revelación que culmina con el
fin de Macondo. No creo que el gitano sea un profeta, un visionario, o no sólo
eso; Melquíades aparece como el demiurgo, aquél que recrea al mundo. En la
iconografía cristiana (sobre todo para la herejía cátara) este demiurgo está
identificado con Satanás.
Todo esto para preguntar, ¿cuál es el dios que establece el destino en
Cien años de soledad? No Melquíades, por supuesto; el demiurgo es, en todo
caso, un peón, un enviado; Satanás es, quién lo duda, ángel de la divinidad. El
dios que José Arcadio buscó con tanta pasión, el dios que durante toda la
novela se oculta (y que de hecho es una presencia fantasma, casi desconocida)
es el lenguaje mismo. Nada de esto es nuevo; para las religiones animistas el
mundo nace porque se pronuncia; la palabra crea de nuevo el universo; la
tradición judeocristiana tiene la idea genial de atribuirle la creación al
verbo mismo, la Biblia es la palabra que se dice a sí misma. Es por eso que el
poeta y el místico se dicen poseídos, habitados por un ángel o un demonio; lo
que habla por ellos, según Brodsky, es la lengua misma, el verbo. Y ese verbo
crea al mundo. Pensamiento atávico, sin duda, perteneciente al mundo del mito,
de los arquetipos del ser humano; poesía.
La palabra, en las sociedades animistas, habla de un pasado remoto,
pero al nombrarlo, lo hace nacer de nuevo. El mundo existe por la palabra. La
realidad que crea la palabra mítica puede ser inaccesible para la razón, pero
no para la intuición del oyente; esa realidad se está presentando nuevamente.
Lo que en otras condiciones podría parecer inverosímil ya no lo es puesto que
está naciendo a cada instante. No sólo eso; la palabra (que sale de la boca del
cantor, pero que no le pertenece a él propiamente) habla de una realidad que,
aunque fantástica, estaba ya presente; los mitos, de hecho, tienen una realidad
más concreta que el mundo cotidiano porque están en el hombre desde el
principio.
Es por eso que el mundo que aparece en Cien años de soledad no nos
parece ajeno, al contrario; su realidad pareciera más vívida, más tangible, que
la de todos los días; ese mundo ya estaba en todos. Cada vez que leemos la
novela los personajes cobran vida; nacen. Al igual que en la esfera del mito de
las sociedades animistas, aquello que ya aconteció, sucede de nuevo en el mismo
momento de ser dicho. Y es que el universo que aparece en la novela nace a través de la palabra; una vez más –como en la poesía- no hay barreras
entre el mundo y lo escrito. Porque el tiempo original es el presente; el
tiempo indefinido de los mitos está fuera de la historia porque encarna en el
presente.
Bien, se puede decir que sí hay historia en Cien años de soledad,
incluso que existe un espacio definido. Lo acepto, pero con reservas; aunque
hay eventos “históricos” y espacios en la novela, éstos nunca se definen del
todo; pueden ser cualquier tiempo y cualquier lugar. La irrupción de la
historia en el mito es necesaria porque el nuestro es un tiempo histórico, pero
la temporalidad de la novela se cierra sobre sí misma; se pertenece y,
paradójicamente, nos pertenece a todos. Incluso el trópico salvaje y selvático
donde la historia se realiza es desde el principio un arquetipo; el jardín del
Edén. No quiero decir con esto que no sea posible establecer un lugar –e
incluso un tiempo- en el que se desarrolla la novela (el mismo García Márquez
dice que es la Colombia de su niñez y juventud), sino que, en la lectura,
aquello es poco importante; ese mundo es el nuestro; renace con la palabra.
Todo regresa al origen en el mito; todo se repite.
Como ya señalé anteriormente, el tiempo del mito se recrea a cada instante;
es un tiempo circular. Todo el pensamiento mágico de las culturas animistas
está estructurado en esta idea del universo. Me parece que esta noción no es
menos natural que la del tiempo lineal; si nuestro conocimiento de la muerte
nos marca una linealidad, un constante acercarnos al final, el mundo se nos
presenta como un ciclo. Las estaciones se suceden cada año; aquello que murió,
vuelve a aparecer; el mundo nace y muere a cada instante. Y aquello se presenta
siempre como otro; sólo en tanto se aísla, desaparece; todo es uno. El
pensamiento debe lidiar con estas percepciones encontradas. ¿La conciliación?
La mística. Para el mito animista, todo es siempre uno; todo nace a cada
momento por medio de la palabra; las religiones orientales aceptan la muerte,
pero advierten que el hombre habrá de renacer como otro; al final, reconocen la
unidad del todo, el mundo es ilusión. Para el cristianismo, que supuestamente
refuta el tiempo circular, el mundo se dirige hacia un fin; la redención. Pero,
¿qué es la Nueva Jerusalén sino el tiempo edénico que ha regresado? Nos
encontramos con el mito del eterno retorno; el tiempo es nuevamente cíclico.
En las páginas de Cien años de soledad se nos advierte constantemente
que la vida parece moverse en círculos; aquello que sucedió es lo que habrá de
suceder. Cada nueva generación de la estirpe repite la historia. Sin embargo,
es importante hacer notar que ese tiempo cíclico no repite exactamente el
pasado; lo recrea. El tiempo siempre es el mismo, pero es también otro. El
mundo de Cien años de soledad concilia el tiempo cíclico con el tiempo lineal;
ambas percepciones naturales se enfrentan sin negarse. Esta armonía permite que
en un mundo mítico se haga presente la historia. Porque, ya lo expliqué
anteriormente, la mitología que García Márquez recrea es la del hombre que está
inmerso en el tiempo; el fruto de ese hombre es la historia. El protagonista de
ese mito es el hombre como pasión; los arquetipos son los mismos que los que
han aparecido a lo largo de los tiempos, pero la representación es otra.
Esto último debido a que en Cien años de soledad el protagonista
esencial es el hombre; el mito se convierte en pasión y la pasión se torna
mito. Porque, debo de repetirlo, los personajes de la novela son signos del
hombre, pero no alegorías; son nuestros iguales. En ese mundo (que es y no es
el nuestro) todo hecho sobrenatural parece ausente porque todo nace de los
hombres; son sus pasiones las que hacen que los sacerdotes leviten, que la
enfermedad del insomnio asole poblaciones, que se funden prostíbulos
imaginarios… El mundo ha nacido y el hombre tiene una mirada niña que todo lo
descubre con asombro. Lo repito; el hombre es el protagonista de la epopeya de
Cien años de soledad; la suya es una búsqueda por el camino de las pasiones.
La grandiosidad de la novela está dada por su carácter mítico, por
anclarse en arquetipo, por convertir a sus personajes en símbolos y no en
alegorías. Nadie puede negar que Úrsula, José Arcadio, Aureliano o Pilar
Ternera tienen una existencia concreta; nada se esconde detrás de su realidad;
son todos por ser siempre ellos mismos. Porque el mito no se descifra, no
quiere decir; todo está contenido ya en él. Muy bien, es posible analizarlo,
pero su esencia última está más allá; en la intuición que tenemos de él, en su
realidad única, humana. La escritura única que presenta la obra máxima de García Márquez –más próxima al discurso de la poesía y del mito que al de la novela- es un
hito en la narrativa moderna porque crea un mito; muestra que el mundo puede ser
creado nuevamente, mejor dicho, re-creado; el universo nace y todo nace con él,
con las palabras y las pasiones del mito. Nada más alejado de esta noción que
la narrativa postmoderna que ve en todo texto, una alegoría que debe ser
descifrada; su aparente espíritu lúdico no es más que una aburrida solemnidad
en donde el mundo ha sido escrito y debe ser reinterpretado por una
inteligencia lógica. El lenguaje de García Márquez es el del niño, el del
primitivo que se encuentra ante el portento del mundo; ahí radica su poderío;
no cuestiona lo que sucede en el universo, lo cuenta. Ese universo que es
palabra desnuda y naciente; mirada de niño y Adán sumergido en el agua de la
creación. No hay nada que interpretar; todo está ya ahí, para sentirlo. El
mundo contenido en Cien años de soledad en verdad existe porque está aquí, en
cualquier parte.
Esa profunda realidad, humanidad, de los personajes (no estoy seguro
de llamarlos con ese nombre) viene de sus pasiones. Sí, el camino de los seres
humanos es el de los ímpetus; sólo esos instantes nos permiten descubrirlos.
Sin embargo, ¿cuál es la culminación de la odisea que atraviesa la estirpe
Buendía, su Ítaca? Ya lo apunté; todo lo narrado no es sino la búsqueda de
aquello que les está vedado; el descubrimiento del otro, el amor.
Antes dije que la aventura a través de las pasiones había sido
infructuosa. No es así; al final la estirpe conoce el amor. Cuando Aureliano
Babilonia reencuentra a Amaranta Úrsula revive la pareja original; el mito del
eterno retorno. Pero esta vez se trata de una pareja sin pecado, sin culpa,
porque la maldición ha desaparecido; después de cien años de soledad nace el
primer hijo concebido con amor. Curiosamente el único testigo de este amor es
Pilar Ternera. Uno de los momentos más emotivos de toda la novela es cuando
Aureliano llora en el regazo de la vieja matrona “el llanto más antiguo de la
historia del hombre”, aquel llanto de ignorancia ante la única barrera donde ni
la fantasía más desaforada puede penetrar; la del ser amado; aquél que se
reconoce como otro porque ha perdido su máscara; se ha creído en su realidad. Y
ese llanto marca el inicio de la pasión final; el canto de cisne, el fin de los
tiempos. Después se sobrevendrá el magnífico apasionamiento de los amantes; en
unas cuantas páginas se nos narra todo un viaje a través de la inocencia
original que la estirpe ha redescubierto. Después aparece el fruto de ese amor;
el primer hijo de la estirpe nacido del amor. Pero la palabra ya ha hablado;
ese nacimiento que habría de reiniciar el ciclo de la vida es en realidad su
final; la bestia legendaria, el niño con cola de puerco.
Cuando Amaranta Úrsula muere, el fin ya está escrito irrevocablemente;
Aureliano se pierde entre las desoladas calles de Macondo y descubre nuevamente
su soledad. Una soledad todavía más amarga pues sobreviene después del
descubrimiento de aquello otro; el amor. Cuando el huérfano regresa a la
mansión de los Buendía encuentra a su hijo devorado por las hormigas; la
profecía se ha cumplido; “el primero de la estirpe está atado a un árbol y al
último se lo están comiendo las hormigas”. La novela –los papeles escritos por
Melquíades- comienza a leerse a sí misma; la revelación se da porque es el fin
de los tiempos. Pero una revelación de esa magnitud sólo puede culminar con el fin
de las emociones, por tanto, el fin de la estirpe nacida de esas mismas
emociones; los Buendía; el género humano.
Recordando el final de la maravillosa novela de García Márquez no
puedo sino estremecerme con la última frase; “…porque las estirpes condenadas a
cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Esta
frase lapidaria marca el fin de la dinastía de los Buendía, pero también se
transforma en símbolo del destino humano. El tiempo verbal de esta frase
nuevamente aparece en copretérito; es el pasado que no acaba de cumplirse;
todos estamos desapareciendo. Los hombres estamos destinados a una vida de
soledad; el amor es un imposible, un imposible que sólo nace por el milagro de
la aparición del otro, de aquel imprevisto, pero que nunca hemos dejado de
esperar. Ese es el desamparo y la gloria de haber nacido; vivimos sólo por
aquel instante donde el mundo nace y se destruye en un momento, donde este
tiempo es ya todos los tiempos. Ese instante en el que el mundo cobra sentido porque
está de nuevo ahí, brillando en la luz pura del primer día.
México, enero del 2010
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