jueves, 21 de enero de 2016

El espejo y el desierto

Hallar en el espejo la estatua asesinada,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una hermana imprevista
y jugar con las flechas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: «estoy muerta de sueño».

Lo moderno está pasado de moda

Cuando un historiador habla de “modernidad” se refiere a aquel mundo y concepción del mundo surgido después de la Edad Media. Uno nacido con el Renacimiento y que terminó con las revoluciones burguesas de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII. Después de eso, llega la Edad contemporánea.

Así, pues, la época postmoderna (entendiendo esto como aquello que está después de lo moderno), tiene la misma edad de nuestros países americanos. Y como ellos, ya chochea y le duelen las extremidades.

De manera bastante curiosa, muchos historiadores llaman postmodernidad no a aquello que sucedió a la modernidad (o sea, la Edad contemporánea), sino a aquello que empieza con el fin de la Guerra fría.

No me interesa la idea de modernidad de la Historia en este ensayo. Tampoco la definición de “postmodernismo” de la arquitectura, aquella que habla de un lenguaje que supera la escuela “moderna” (y he aquí otra definición de lo “moderno”). Las opiniones filosóficas, muchas de las cuales hacen de Nietzsche el primer “postmoderno” tampoco ayudan del todo a esclarecer de qué se habla cuando se mencionan las palabras “modernidad” y “postmodernidad”.

Tal es el caos que rodea, naturalmente, a todo este asunto, que muchas veces las personas consideran como “moderna” una obra que se autocalifica de “postmoderna” y mencionan la “postmodernidad” de una actitud subversiva que resulta tan moderna —y pasada de moda— como el romanticismo.

A pesar de todo este galimatías, hay una convicción presente en todas las disciplinas: algo visiblemente distinto ha estado pasando en la forma en que vivimos. Algo que en todas las esferas de la vida se manifiesta, de una manera u otra.

Hoy día es fácil leer textos que hablan del “fin de una era” debido a la emergencia del idioma computacional, del internet o de la idea que se haya puesto de moda. Un reflejo menguado de las poco recordadas ideas de McLuhan. Sin embargo, la facilidad con que se adoptan estas presunciones y la popularidad de la que gozan no es sino producto de ver lo que es apenas la punta del iceberg de un fenómeno mucho más profundo. Los entornos virtuales y las tecnologías que los hacen posibles no son sino apenas un medio por el que se mueve un cambio que no empezó con la aparición del internet, hace unas décadas. Tampoco se le puede ubicar con la venta de la primera computadora personal. Incluso la idea de McLuhan de encontrar el origen de un “cambio histórico” en la emergencia de los medios electrónicos es, a mi parecer, apenas un momento más en esta trasformación que viene de mucho antes.

Me parece que Nietzsche tiene la razón al expresar que el mayor de todos los eventos que han sucedido en los tiempos recientes es la muerte de Dios. Y considero que es precisamente esa muerte la que nos ha arrojado a la Historia.

El fin del universo de la Edad Media —de ese mundo de certezas; de ese universo ordenado por la razón revelada— condujo al nacimiento de la Edad moderna. Al Renacimiento, pero también a la época barroca.

Y es que el ser humano acepta el dolor mejor que la falta de sentido. De ahí la angustia: el no encontrar fundamento a la existencia.

A la razón, ya como Ciencia —ese orden humano, ese magnífico juego con los límites de los sentidos— o como Historia —fruto del tiempo y la conciencia— le debemos el orden a partir de aquel ocaso. Ella ha sido la Verdad que ha dado sentido al universo desde el fin de la Edad media. La razón primero como un eco del orden del Dios humanizado en el Renacimiento; la razón después como reflejo de las leyes de un mundo ordenado al que poco a poco comprendemos.

Pero la razón, con todo lo admirable que sea su orden, por sus mismas características no puede evitar la sensación de orfandad en el ser humano. Su gran caballo de batalla, la ciencia, para ser moderna (para que sea) exige primero el desapego del hombre del universo: su objetivación. Así, la comunión que permitía al hombre sentirse una parte del universo desaparece.

El mundo renacentista se guio por la idea del hombre como imagen del cosmos (como imagen de Dios), pero las mismas bases de esta idea estaban siendo minadas.

El largo parto del mundo contemporáneo comenzó con la Enciclopedia. Una nueva razón, una razón despojada por fin de los restos del viejo dios, nacía. Y con ella, el nuevo rostro del orden.

Este orden, que es el que nos precede directamente, por supuesto pregona deberse a la ciencia y a la razón. Sin embargo, la caída final del orden cristiano dio un nuevo cariz a la idea que nacía.

Los renacentistas todavía veían un reflejo de la razón divina en el orden universal. El universo conservaba un sentido que lo hacía, a su manera, ser motivo de honra. Había un orden más allá de lo humano. Esta idea, que la ciencia conservó hasta no hace demasiado, y de ahí la ética de algunos de sus representantes, no puede compararse con el orden revelado del mundo medieval, pero conservaba la potencia velada de un imago mundi.

Con el pensamiento ilustrado, el universo, aunque ordenado, carece ya de sentido. En ausencia de mythos, ese hueco debe ser llenado con un nuevo relato. Ese relato es la narración humana. No es coincidencia que la búsqueda del sentido histórico de Hegel coincida con la aparición de la técnica moderna. La técnica humaniza al universo y le otorga la razón de ser que el simple orden mecánico no es capaz de darle. De la misma manera, la sucesión temporal de hechos —azarosos, cíclicos o producto de un plan divino— da paso a un orden que el espíritu humano se da a sí mismo.

Si el universo renacentista enfrentó veladamente al hombre al vacío (de lo que los espíritus del barroco se dieron cuenta), el que nació con el Siglo de las luces buscaría el orden perdido en el ser humano; en su Historia y en su acción sobre el mundo. Tanto así que ambas ideas llegaron a ser sinónimos.

Es en este mundo en el que nace el arte moderno.

Horkheimer y Adorno escribieron en Dialéctica de la ilustración que “En cuanto expresión de la totalidad, el arte reclama la dignidad de lo absoluto”. El arte, nació con la religión y con la magia; fue y ha sido la corporeización de lo que antes se presentaba como caos. La instauración de lo que antes no tenía forma.

El arte es hambre de realidad. Y como tal, exige la presencia de una imagen de mundo. No el orden, sino la presencia. Así pues, el mundo nacido con el Siglo de las luces no podía satisfacer la naturaleza misma del arte. No había afinidad posible y por vez primera se expulsó al artista de una sociedad que él mismo inevitablemente negaba.

No debe sorprendernos que sea durante este tiempo en el que nace la idea de arte como una actividad específica. Durante la época clásica, poiesis era concebida como la instauración de la realidad; para las culturas anteriores, esta actividad, la religión y la magia eran inseparables. Todavía en la religión ortodoxa se concibe a la pintura de iconos no como una creación humana, sino como la presencia de la divinidad.

Aunque la literatura ya desde la Edad Media había perdido en gran parte la potestad que tuvo durante la época clásica y se gestó lentamente la idea de ficcionalidad literaria que con el Renacimiento se convirtió ya en lo que conocemos, la separación estricta entre el ámbito artístico y la “realidad” se completó con la Ilustración. La muerte del mito fue al mismo tiempo el nacimiento del arte moderno. Todavía en el Renacimiento existía una imagen del mundo que representar: una presencia que el artista hacía visible.

Con la razón ilustrada esto ya no es posible. El artista ha perdido su razón de ser en tanto para una sociedad cuyo centro es el hombre mismo no puede existir un imago mundi  fuera de sus límites. El arte pasa a convertirse en artesanía decorativa o en expresión de la habilidad humana. Así, el arte, sin otro subterfugio ante la sociedad que la peculiaridad de su realización, se convierte en una actividad más.

No es, pues, de extrañar la rebelión del romanticismo. Se trató menos de una reacción como de la búsqueda de una imagen de mundo, de un mito que abarcase aquello que la razón ilustrada había dejado de lado, empeñada en la humanización de un espacio que veía inerte.

En más de un sentido, la gran suma hegeliana fue una tentativa romántica e ilustrada a la vez. Ilustrada porque busca el orden universal en la razón humana; romántica porque imagina un relato que abarque la totalidad. No se trata del desarrollo de un silogismo, sino de una obra dramática donde el protagonista es el espíritu humano. Con ello logra la culminación prematura del mundo ilustrado y también, de manera aciaga, el presagio de lo que serían sus horrores.

Ni el arte moderno ni la realidad cumplieron las predicciones hegelianas. La historia del arte a partir del romanticismo fue una sucesión de rupturas con el orden establecido por la sociedad surgida de la Ilustración y el mundo no alcanzó la síntesis final por él anunciada en fecha tan temprana como la de las revoluciones napoleónicas.

Sin embargo, el mundo imaginado por Hegel y por sus discípulos coincidió con la realidad en un punto: la razón ilustrada se expresó como Historia. Esto resultaba natural: si el hombre otorga sentido al universo a través de su acción y si la acción se confunde con la Historia de los hombres, entonces el sentido mismo del universo se concibe como la Historia de la dominación del mundo (y de los hombres) por el hombre mismo. Las diferencias entre Marx y Hegel en este punto no son tan importantes como para separarlos. Para ambos, el objetivo del ser humano es la dominación y esta dominación se despliega de manera histórica.

La razón del mundo moderno no fue la ciencia, sino la política.

La síntesis augurada por Hegel y la culminación de la Historia de Marx se llamó ideología. No sólo el fascismo, sino también el capitalismo y el socialismo de Estado buscaron comprender al universo todo dentro de sus límites. El imperio de lo humano sobre la totalidad.

Pero dicha culminación no marcó el fin de la Historia. La dialéctica se reveló como una utopía más (o una distopía, depende a quién le pregunten). Como la inminente y próxima Segunda llegada de Cristo para los fieles de los primeros siglos, el fin de los tiempos se empeñó en negar su presencia.

El mundo a partir de las revoluciones burguesas se movió entre la adoración a las ideologías y su crítica. La razón osciló entre la creación y justificación de esos mitos de lo humano que fueron las ideologías y su posterior abandono y crítica. La lucha entre las distintas visiones de la Historia —que en este mundo es sinónimo de política— fue la pasión y razón de ser del hombre de los pasados siglos.

El arte moderno, aunque no siempre comulgó con la pasión ideológica (pues por sus mismas características mutilaba toda una parte de la realidad), sí coincidió en una de sus tentativas: cambiar el mundo. La rebelión del arte moderno en numerosas ocasiones primero se adhirió a los programas ideológicos para después denunciarlos. Es la suerte del romanticismo y de las vanguardias del siglo XX.

Sin embargo, como ya Blake había anunciado, la pretensión moderna tenía raíces mucho más antiguas y profundas que las de las ideologías. La visión de una imagen del universo: la necesidad de darle una imagen a un universo que se percibe mutilado. Tal fue la creencia de los artistas modernos: aquella confianza en los poderes que, como Blake anunció: “descubrían el infinito en cada cosa”.

El fin de las ideologías como se concibieron desde las revoluciones burguesas (es decir, de su ambición de brindar un orden humano al mundo) coincide con el fin de las Filosofías de la Historia, así como de la ciencia determinista y la razón universal. Tales cambios anuncian el fin del mundo como se concibió en los pasados siglos y en un trance de semejante magnitud, resultaría infantil intentar fechar un momento exacto de cambio.

La situación actual no es del todo el quiebre con la modernidad ya que las ideologías que en su momento dieron una apariencia de orden al mundo manifestaban ya una carencia que desde el inicio el arte moderno señaló. La comunión del hombre con el mundo y del mundo con los hombres se había roto. Sin imago mundi, cualquier apariencia de orden se aprestaba a ser venerada. El juicio de Nietzsche se revela como incontestable: la necesidad de idolatría del ser humano carece de límites y, ante la pérdida de sentido, se aprestó a morir por sus ficciones elevadas a templos. A morir y a matar.

El descrédito de las ideologías a partir de la segunda mitad del siglo XX fue un proceso largo y no poco doloroso. Sin embargo, coincide con el derrumbe lento de otras de las ficciones que dieron forma al mundo que nos antecede y cuyos restos todavía están presentes a nuestro alrededor.

Los juramentos por una ciencia objetiva y plena de certidumbres todavía se pronuncian cuando la misma Física desde principios del siglo anterior ha tomado en cuenta la indeterminación y el accidente. Las pasiones políticas por el poder no se han despojado de sus disfraces ideológicos y se habla de un “socialismo” que no tiene nada en común con la idea de él en el siglo XIX así como se habla de la libertad en un mundo capitalista donde la libertad se vende al mejor postor.

Los viejos disfraces están presentes, pero en su interior se encuentra el vacío. El mito de liberación ya no está presente y en la misma sociedad la noción de sacrificio en pos de la Verdad, tan cara a los anteriores siglos, se ha abandonado.

De regreso de la Historia encontramos que la Historia no se ha interrumpido, pero que aquellos signos que parecían evidentes se revelaron falsos.

Así, lo que se ha dado en llamar “postmodernidad” es no aquello que está “más allá de la modernidad”, sino la pérdida de una idea de mundo: la del universo como un espacio para la revelación del hombre en la Historia. El ser humano no redime al universo al descubrirlo pues las claves —fuesen reales o ficticias—de esa comprensión se han roto y nunca se recuperaron.

Por supuesto, esta situación no podía sino manifestarse en la producción artística. La sociedad de nuestros días no propuso ya una imagen de mundo y el arte dejó de dialogar con ella. La modernidad artística, polémica con la sociedad y con la tradición, dejó de manifestarse de la misma manera.

Cuando en arquitectura empezó a hablarse de una “postmodernidad” se referían a la ruptura con el funcionalismo moderno. Más que aquello que negaba, resulta interesante aquello definía a esta tendencia: una tradición no polémica con el pasado: la reaparición de motivos ornamentales de pasados siglos en aras de la satisfacción estética del gran público.
El término también ha sido usado para la narrativa surgida alrededor de los años cincuenta donde el ánimo polémico con la tradición (que era tan patente en los movimientos poéticos desde el romanticismo) fue sustituido por el eclecticismo, la mezcla de géneros y el ánimo lúdico con tradiciones y estilos.


Por otra parte, diversos autores han escrito acerca de las implicaciones sociales que ha traído el ocaso de las grandes ideologías y no pocos de ellos han hablado, de “postmodernidad”.

A saber, me parece que, como cuando hablamos de “barroco” (y los equívocos que esa palabra produce), cuando hablamos de “postmodernidad” nos referimos menos a una época histórica o a un estilo artístico que a un clima cultural, a una concepción de mundo con una serie de características peculiares. No una etapa histórica en sí misma, pues es imposible fechar su inicio o su duración, sino una forma de ver el mundo que lleva siglos gestándose, pero que a partir del ocaso de la idea de verdad moderna (la de la Historia y la razón crítica) se ha mostrado con particular vigor. Un momento de la indefinición y de ausencia de certezas totales.

Esta última expresión, la de la ausencia de certezas, debe ser tomada con cuidado. No se trata de una época nihilista, pues el ser humano necesita de un sentido de vida. La diferencia estriba en que aquella razón que guía al mundo que vemos nacer carece de la narrativa de universalidad y salvación presente en las ideologías del mundo moderno. Si aquellas eran ya un pálido reflejo del mito, pues no ofrecían la posibilidad de la comunión con el mundo, qué puede decirse de un mundo donde no sólo el universo ha perdido sustancia sino que la misma acción humana se ha desdibujado. La Verdad del mundo que nace es una abstracción que devora: es un valor incierto con el que etiquetamos al mundo, donde las “estaciones giran al compás del reloj”. La economía es la diosa del universo actual: la posibilidad abstracta de posesión.

A un universo como este corresponde un arte que, sin reconocerse en él (pues, de nuevo, el arte reclama lo absoluto), es completamente distinto al del periodo previo. A una época desmesurada y polémica correspondieron tentativas de semejante opulencia. La relación del arte con su época a partir del Renacimiento y sobre todo, en la etapa moderna, ha sido distinta de en anteriores siglos: al mismo tiempo ha sido conflictiva y se ha servido de sus armas. Se rebeló a la razón ilustrada sirviéndose de la crítica; produjo un programa: el de renovar lo sagrado y proponer una nueva imagen de mundo.

Con el fin del mundo de las ideologías, esta relación ha cambiado y la polémica moderna se ha convertido en una pantomima. Si hay una continuidad entre el mundo moderno (que hizo posible la entronización del mercado) y la situación actual; de la misma manera, hay aspectos del arte de los pasados siglos que se han acentuado hasta la caricatura (por ejemplo, la obsesión con la figura del artista). Asimismo, la pérdida de una idea de mundo se correspondió con la ausencia ya de la ambición de fundar un nuevo mito que conciliase al hombre con el mundo. Tanto mundo como ser humano han perdido sustancia: se han convertido en cifras. Los artistas no respondieron con las armas de la crítica, sino con la imagen y la angustia del vacío.


En los próximos ensayos intentaré mostrar a través del diálogo de esta época con la que nos precede cuáles han sido los cambios en la visión de mundo. De la misma manera, intentaré explorar las características distintivas del arte literario (en especial de aquel que fue el centro de la rebelión romántica: la poesía) en esta época que se ha dado en llamar “postmodernidad” y cómo estas auguran, reaccionan y señalan los cambios que se han venido acumulando desde el ocaso de las ideologías.


César Alain Cajero Sánchez

Sobre la forma en la literatura  César A. Cajero Podemos definir en este momento y provisionalmente a la literatura como aquella...