El
espejo y el desierto
Hallar
en el espejo la estatua asesinada,
sacarla
de la sangre de su sombra,
vestirla
en un cerrar de ojos,
acariciarla
como a una hermana imprevista
y
jugar con las flechas de sus dedos
y
contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta
oírla decir: «estoy muerta de sueño».
Lo
moderno está pasado de moda
Cuando un historiador
habla de “modernidad” se refiere a aquel mundo y concepción del mundo surgido
después de la Edad Media. Uno nacido con el Renacimiento y que terminó con las
revoluciones burguesas de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII. Después
de eso, llega la Edad contemporánea.
Así, pues, la época
postmoderna (entendiendo esto como aquello que está después de lo moderno), tiene
la misma edad de nuestros países americanos. Y como ellos, ya chochea y le
duelen las extremidades.
De manera bastante
curiosa, muchos historiadores llaman postmodernidad no a aquello que sucedió a
la modernidad (o sea, la Edad contemporánea), sino a aquello que empieza con el
fin de la Guerra fría.
No me interesa la idea de
modernidad de la Historia en este ensayo. Tampoco la definición de
“postmodernismo” de la arquitectura, aquella que habla de un lenguaje que
supera la escuela “moderna” (y he aquí otra definición de lo “moderno”). Las opiniones
filosóficas, muchas de las cuales hacen de Nietzsche el primer “postmoderno”
tampoco ayudan del todo a esclarecer de qué se habla cuando se mencionan las
palabras “modernidad” y “postmodernidad”.
Tal es el caos que rodea,
naturalmente, a todo este asunto, que muchas veces las personas consideran como
“moderna” una obra que se autocalifica de “postmoderna” y mencionan la
“postmodernidad” de una actitud subversiva
que resulta tan moderna —y pasada de moda— como el romanticismo.
A pesar de todo este
galimatías, hay una convicción presente en todas las disciplinas: algo visiblemente
distinto ha estado pasando en la forma en que vivimos. Algo que en todas las
esferas de la vida se manifiesta, de una manera u otra.
Hoy día es fácil leer
textos que hablan del “fin de una era” debido a la emergencia del idioma
computacional, del internet o de la idea que se haya puesto de moda. Un reflejo
menguado de las poco recordadas ideas de McLuhan. Sin embargo, la facilidad con
que se adoptan estas presunciones y la popularidad de la que gozan no es sino
producto de ver lo que es apenas la punta del iceberg de un fenómeno mucho más
profundo. Los entornos virtuales y las tecnologías que los hacen posibles no
son sino apenas un medio por el que se mueve un cambio que no empezó con la
aparición del internet, hace unas décadas. Tampoco se le puede ubicar con la
venta de la primera computadora personal. Incluso la idea de McLuhan de
encontrar el origen de un “cambio histórico” en la emergencia de los medios
electrónicos es, a mi parecer, apenas un momento más en esta trasformación que
viene de mucho antes.
Me parece que Nietzsche
tiene la razón al expresar que el mayor de todos los eventos que han sucedido en
los tiempos recientes es la muerte de Dios. Y considero que es precisamente esa
muerte la que nos ha arrojado a la Historia.
El fin del universo de la
Edad Media —de ese mundo de certezas; de ese universo ordenado por la razón
revelada— condujo al nacimiento de la Edad moderna. Al Renacimiento, pero
también a la época barroca.
Y es que el ser humano
acepta el dolor mejor que la falta de sentido. De ahí la angustia: el no
encontrar fundamento a la existencia.
A la razón, ya como
Ciencia —ese orden humano, ese magnífico juego con los límites de los sentidos—
o como Historia —fruto del tiempo y la conciencia— le debemos el orden a partir
de aquel ocaso. Ella ha sido la Verdad que ha dado sentido al universo desde el
fin de la Edad media. La razón primero como un eco del orden del Dios
humanizado en el Renacimiento; la razón después como reflejo de las leyes de un
mundo ordenado al que poco a poco comprendemos.
Pero la razón, con todo lo
admirable que sea su orden, por sus mismas características no puede evitar la
sensación de orfandad en el ser humano. Su gran caballo de batalla, la ciencia,
para ser moderna (para que sea) exige primero el desapego del hombre del universo:
su objetivación. Así, la comunión que permitía al hombre sentirse una parte del
universo desaparece.
El mundo renacentista se guio por la idea del hombre como imagen del cosmos (como imagen de Dios), pero
las mismas bases de esta idea estaban siendo minadas.
El largo parto del mundo
contemporáneo comenzó con la Enciclopedia. Una nueva razón, una razón despojada
por fin de los restos del viejo dios, nacía. Y con ella, el nuevo rostro del
orden.
Este orden, que es el que
nos precede directamente, por supuesto pregona deberse a la ciencia y a la
razón. Sin embargo, la caída final del orden cristiano dio un nuevo cariz a la
idea que nacía.
Los renacentistas todavía
veían un reflejo de la razón divina en el orden universal. El universo
conservaba un sentido que lo hacía, a
su manera, ser motivo de honra. Había un orden más allá de lo humano. Esta idea,
que la ciencia conservó hasta no hace demasiado, y de ahí la ética de algunos
de sus representantes, no puede compararse con el orden revelado del mundo
medieval, pero conservaba la potencia velada de un imago mundi.
Con el pensamiento
ilustrado, el universo, aunque ordenado, carece ya de sentido. En ausencia de mythos,
ese hueco debe ser llenado con un nuevo relato. Ese relato es la narración
humana. No es coincidencia que la búsqueda del sentido histórico de Hegel
coincida con la aparición de la técnica moderna. La técnica humaniza al
universo y le otorga la razón de ser que el simple orden mecánico no es capaz
de darle. De la misma manera, la sucesión temporal de hechos —azarosos,
cíclicos o producto de un plan divino— da paso a un orden que el espíritu
humano se da a sí mismo.
Si el universo
renacentista enfrentó veladamente al hombre al vacío (de lo que los espíritus
del barroco se dieron cuenta), el que nació con el Siglo de las luces buscaría
el orden perdido en el ser humano; en su Historia y en su acción sobre el
mundo. Tanto así que ambas ideas llegaron a ser sinónimos.
Es en este mundo en el que
nace el arte moderno.
Horkheimer y Adorno escribieron
en Dialéctica de la ilustración que “En
cuanto expresión de la totalidad, el arte reclama la dignidad de lo absoluto”.
El arte, nació con la religión y con la magia; fue y ha sido la corporeización
de lo que antes se presentaba como caos. La instauración de lo que antes no
tenía forma.
El arte es hambre de realidad.
Y como tal, exige la presencia de una imagen de mundo. No el orden, sino la
presencia. Así pues, el mundo nacido con el Siglo de las luces no podía
satisfacer la naturaleza misma del arte. No había afinidad posible y por vez
primera se expulsó al artista de una sociedad que él mismo inevitablemente
negaba.
No debe sorprendernos que
sea durante este tiempo en el que nace la idea de arte como una actividad
específica. Durante la época clásica, poiesis
era concebida como la instauración de la realidad; para las culturas
anteriores, esta actividad, la religión y la magia eran inseparables. Todavía
en la religión ortodoxa se concibe a la pintura de iconos no como una creación
humana, sino como la presencia de la divinidad.
Aunque la literatura ya
desde la Edad Media había perdido en gran parte la potestad que tuvo durante la
época clásica y se gestó lentamente la idea de ficcionalidad literaria que con
el Renacimiento se convirtió ya en lo que conocemos, la separación estricta
entre el ámbito artístico y la “realidad” se completó con la Ilustración. La
muerte del mito fue al mismo tiempo el nacimiento del arte moderno. Todavía en
el Renacimiento existía una imagen del mundo que representar: una presencia que
el artista hacía visible.
Con la razón ilustrada
esto ya no es posible. El artista ha perdido su razón de ser en tanto para una
sociedad cuyo centro es el hombre mismo no puede existir un imago mundi fuera de sus límites. El arte pasa a
convertirse en artesanía decorativa o en expresión de la habilidad humana. Así,
el arte, sin otro subterfugio ante la sociedad que la peculiaridad de su
realización, se convierte en una actividad más.
No es, pues, de extrañar
la rebelión del romanticismo. Se trató menos de una reacción como de la
búsqueda de una imagen de mundo, de un mito que abarcase aquello que la razón
ilustrada había dejado de lado, empeñada en la humanización de un espacio que
veía inerte.
En más de un sentido, la
gran suma hegeliana fue una tentativa romántica e ilustrada a la vez. Ilustrada
porque busca el orden universal en la razón humana; romántica porque imagina un
relato que abarque la totalidad. No se trata del desarrollo de un silogismo,
sino de una obra dramática donde el protagonista es el espíritu humano. Con
ello logra la culminación prematura del mundo ilustrado y también, de manera
aciaga, el presagio de lo que serían sus horrores.
Ni el arte moderno ni la
realidad cumplieron las predicciones hegelianas. La historia del arte a partir
del romanticismo fue una sucesión de rupturas con el orden establecido por la
sociedad surgida de la Ilustración y el mundo no alcanzó la síntesis final por
él anunciada en fecha tan temprana como la de las revoluciones napoleónicas.
Sin embargo, el mundo
imaginado por Hegel y por sus discípulos coincidió con la realidad en un punto:
la razón ilustrada se expresó como Historia. Esto resultaba natural: si el
hombre otorga sentido al universo a través de su acción y si la acción se confunde
con la Historia de los hombres, entonces el sentido mismo del universo se
concibe como la Historia de la dominación del mundo (y de los hombres) por el
hombre mismo. Las diferencias entre Marx y Hegel en este punto no son tan
importantes como para separarlos. Para ambos, el objetivo del ser humano es la
dominación y esta dominación se despliega de manera histórica.
La razón del mundo moderno no fue la ciencia, sino la política.
La síntesis augurada por
Hegel y la culminación de la Historia de Marx se llamó ideología. No sólo el
fascismo, sino también el capitalismo y el socialismo de Estado buscaron
comprender al universo todo dentro de sus límites. El imperio de lo humano
sobre la totalidad.
Pero dicha culminación no
marcó el fin de la Historia. La dialéctica se reveló como una utopía más (o una
distopía, depende a quién le pregunten). Como la inminente y próxima Segunda
llegada de Cristo para los fieles de los primeros siglos, el fin de los tiempos
se empeñó en negar su presencia.
El mundo a partir de las
revoluciones burguesas se movió entre la adoración a las ideologías y su crítica.
La razón osciló entre la creación y justificación de esos mitos de lo humano
que fueron las ideologías y su posterior abandono y crítica. La lucha entre las
distintas visiones de la Historia —que en este mundo es sinónimo de política—
fue la pasión y razón de ser del hombre de los pasados siglos.
El arte moderno, aunque no
siempre comulgó con la pasión ideológica (pues por sus mismas características
mutilaba toda una parte de la realidad), sí coincidió en una de sus tentativas:
cambiar el mundo. La rebelión del arte moderno en numerosas ocasiones primero
se adhirió a los programas ideológicos para después denunciarlos. Es la suerte
del romanticismo y de las vanguardias del siglo XX.
Sin embargo, como ya Blake
había anunciado, la pretensión moderna tenía raíces mucho más antiguas y
profundas que las de las ideologías. La visión de una imagen del universo: la
necesidad de darle una imagen a un universo que se percibe mutilado. Tal fue la
creencia de los artistas modernos: aquella confianza en los poderes que, como
Blake anunció: “descubrían el infinito en cada cosa”.
El fin de las ideologías
como se concibieron desde las revoluciones burguesas (es decir, de su ambición
de brindar un orden humano al mundo) coincide con el fin de las Filosofías de
la Historia, así como de la ciencia determinista y la razón universal. Tales
cambios anuncian el fin del mundo como se concibió en los pasados siglos y en
un trance de semejante magnitud, resultaría infantil intentar fechar un momento
exacto de cambio.
La situación actual no es
del todo el quiebre con la modernidad ya que las ideologías que en su momento
dieron una apariencia de orden al mundo manifestaban ya una carencia que desde
el inicio el arte moderno señaló. La comunión del hombre con el mundo y del mundo
con los hombres se había roto. Sin imago
mundi, cualquier apariencia de orden se aprestaba a ser venerada. El juicio
de Nietzsche se revela como incontestable: la necesidad de idolatría del ser
humano carece de límites y, ante la pérdida de sentido, se aprestó a morir por
sus ficciones elevadas a templos. A morir y a matar.
El descrédito de las
ideologías a partir de la segunda mitad del siglo XX fue un proceso largo y no
poco doloroso. Sin embargo, coincide con el derrumbe lento de otras de las
ficciones que dieron forma al mundo que nos antecede y cuyos restos todavía
están presentes a nuestro alrededor.
Los juramentos por una
ciencia objetiva y plena de certidumbres todavía se pronuncian cuando la misma
Física desde principios del siglo anterior ha tomado en cuenta la
indeterminación y el accidente. Las pasiones políticas por el poder no se han
despojado de sus disfraces ideológicos y se habla de un “socialismo” que no
tiene nada en común con la idea de él en el siglo XIX así como se habla de la
libertad en un mundo capitalista donde la libertad se vende al mejor postor.
Los viejos disfraces están
presentes, pero en su interior se encuentra el vacío. El mito de liberación ya
no está presente y en la misma sociedad la noción de sacrificio en pos de la
Verdad, tan cara a los anteriores siglos, se ha abandonado.
De regreso de la Historia
encontramos que la Historia no se ha interrumpido, pero que aquellos signos que
parecían evidentes se revelaron falsos.
Así, lo que se ha dado en
llamar “postmodernidad” es no aquello que está “más allá de la modernidad”,
sino la pérdida de una idea de mundo: la del universo como un espacio para la
revelación del hombre en la Historia. El ser humano no redime al universo al
descubrirlo pues las claves —fuesen reales o ficticias—de esa comprensión se
han roto y nunca se recuperaron.
Por supuesto, esta
situación no podía sino manifestarse en la producción artística. La sociedad de
nuestros días no propuso ya una imagen de mundo y el arte dejó de dialogar con
ella. La modernidad artística, polémica con la sociedad y con la tradición,
dejó de manifestarse de la misma manera.
Cuando en arquitectura
empezó a hablarse de una “postmodernidad” se referían a la ruptura con el
funcionalismo moderno. Más que aquello que negaba, resulta interesante aquello definía
a esta tendencia: una tradición no polémica con el pasado: la reaparición de
motivos ornamentales de pasados siglos en aras de la satisfacción estética del
gran público.
El término también ha sido
usado para la narrativa surgida alrededor de los años cincuenta donde el ánimo
polémico con la tradición (que era tan patente en los movimientos poéticos
desde el romanticismo) fue sustituido por el eclecticismo, la mezcla de géneros
y el ánimo lúdico con tradiciones y estilos.
Por otra parte, diversos
autores han escrito acerca de las implicaciones sociales que ha traído el ocaso
de las grandes ideologías y no pocos de ellos han hablado, de “postmodernidad”.
A saber, me parece que,
como cuando hablamos de “barroco” (y los equívocos que esa palabra produce),
cuando hablamos de “postmodernidad” nos referimos menos a una época histórica o
a un estilo artístico que a un clima cultural, a una concepción de mundo con
una serie de características peculiares. No una etapa histórica en sí misma,
pues es imposible fechar su inicio o su duración, sino una forma de ver el
mundo que lleva siglos gestándose, pero que a partir del ocaso de la idea de
verdad moderna (la de la Historia y la razón crítica) se ha mostrado con particular
vigor. Un momento de la indefinición y de ausencia de certezas totales.
Esta última expresión, la
de la ausencia de certezas, debe ser tomada con cuidado. No se trata de una
época nihilista, pues el ser humano necesita de un sentido de vida. La
diferencia estriba en que aquella razón que guía al mundo que vemos nacer
carece de la narrativa de universalidad y salvación presente en las ideologías
del mundo moderno. Si aquellas eran ya un pálido reflejo del mito, pues no
ofrecían la posibilidad de la comunión con el mundo, qué puede decirse de un
mundo donde no sólo el universo ha perdido sustancia sino que la misma acción
humana se ha desdibujado. La Verdad del mundo que nace es una abstracción que
devora: es un valor incierto con el que etiquetamos al mundo, donde las “estaciones
giran al compás del reloj”. La economía es la diosa del universo actual: la
posibilidad abstracta de posesión.
A un universo como este
corresponde un arte que, sin reconocerse en él (pues, de nuevo, el arte reclama
lo absoluto), es completamente distinto al del periodo previo. A una época
desmesurada y polémica correspondieron tentativas de semejante opulencia. La
relación del arte con su época a partir del Renacimiento y sobre todo, en la
etapa moderna, ha sido distinta de en anteriores siglos: al mismo tiempo ha
sido conflictiva y se ha servido de sus armas. Se rebeló a la razón ilustrada
sirviéndose de la crítica; produjo un programa: el de renovar lo sagrado y
proponer una nueva imagen de mundo.
Con el fin del mundo de
las ideologías, esta relación ha cambiado y la polémica moderna se ha
convertido en una pantomima. Si hay una continuidad entre el mundo moderno (que
hizo posible la entronización del mercado) y la situación actual; de la misma
manera, hay aspectos del arte de los pasados siglos que se han acentuado hasta
la caricatura (por ejemplo, la obsesión con la figura del artista). Asimismo,
la pérdida de una idea de mundo se correspondió con la ausencia ya de la
ambición de fundar un nuevo mito que conciliase al hombre con el mundo. Tanto
mundo como ser humano han perdido sustancia: se han convertido en cifras. Los
artistas no respondieron con las armas de la crítica, sino con la imagen y la
angustia del vacío.
En los próximos ensayos
intentaré mostrar a través del diálogo de esta época con la que nos precede
cuáles han sido los cambios en la visión de mundo. De la misma manera,
intentaré explorar las características distintivas del arte literario (en
especial de aquel que fue el centro de la rebelión romántica: la poesía) en
esta época que se ha dado en llamar “postmodernidad” y cómo estas auguran,
reaccionan y señalan los cambios que se han venido acumulando desde el ocaso de
las ideologías.
César Alain Cajero Sánchez