Pura bukanitas del
sellito rojo
En
los últimos meses he estado expuesto a mucha música popular en cantinas, juergas
y bares. Entre armonías de tambora, sombreros texanos y botas vaqueras, he
visto videos y escuchado muchas canciones al parecer muy sonadas entre la
tropa.
Mucho
ha cambiado desde que escuchábamos a Nirvana, los Doors o los Pixies. Escuchar
también a Willie Colón, Grupo Niche o, bastáramos, Pedro Infante o los Barones
de Apodaca es ya también una proeza.
No
me alarma que mis gustos juveniles ya no se sigan. De hecho, quiero suponer que
incluso en aquella época, no solía coincidir con la mayoría de personas. La
penetración de la música norteña en todo el territorio mexicano data de
bastantes años atrás.
Dejaré
mis nostalgias para otro momento al igual que una serie de ideas que me rondan
acerca de la forma en que México se convirtió en el país de la furia musical.
Lo
que quiero abordar en este momento es algo que maduré mientras escuchaba una
curiosa melodía en la que un personaje gordo (como casi todos los gruperos)
asegura que se la pasa en las playas, las discos y los malecones. Una idea que
refiné enterándome de la existencia de un tipo que dice estar agradecido con el
de arriba (¿?) porque lo liberó de la pobreza, la cual, maldita, es su enemiga.
Un concepto que fui puliendo mientras otro personaje confesaba que lo suyo es
gozar y despreciar a los dólares, las viejas, la coca y el perico.
Lejos,
muy lejos, quedan las canciones acerca del hijo del pueblo, las del amor de
pobre y demás. Hoy lo que rifa en la canción vernácula (como por otro lado en
la imagen del hip-hop comercial) es que unos tipos gordos presuman tener hartas
cosas.
No
es de sorprender, y hacia esto derivaron mis reflexiones: la forma en que
evolucionó la cultura occidental nos
lleva naturalmente a este mundo donde poseer es la medida de todo valor.
¿Cómo
llegamos a esto? El camino, para los que gustan de líneas rectas, no me parece
excesivamente tortuoso.
Creo que la idea hegeliana de la enajenación es en esto clave.
Resumiré,
añadiendo algunas observaciones personales: el nacimiento de la conciencia
humana es la primera negación consciente del espíritu. El ser humano sabe que
no-es aquello que lo rodea. Se define no por lo que es, sino por lo que no-es.
Ni árbol ni animal ni sol ni río; ni Dios ni bestia.
Sin
embargo, la conciencia humana es individual, no social. No somos una sociedad
de hormigas. Y esa es quizá la falla en nuestra estructura. Pensamos: sabemos que somos y no somos al tiempo.
El
hombre no se piensa como el “ser humano”; no se concibe como una especie. No
piensa en esa forma: la conciencia le dice que es un individuo, que tiene un
nombre, un nacimiento y una muerte. Que su destino es único.
No
importa en este momento si esto que siente el ser humano concreto, el
individuo, es verdad o tan sólo una vana ilusión. Lo importante es que lo
siente. Y al sentirlo, es parte de su realidad.
Al
saber que él es único, sabe que los
otros, sus semejantes, no son él, y que hay una barrera infranqueable entre él
y los otros. Está solo.
No
únicamente ha sido expulsado de la naturaleza. Es un solitario incluso ante los
otros, sus semejantes. El ser humano
está a la deriva. Una pausa entre dos eternidades; uno entre miles de
desconocidos.
El
lenguaje, y, con él, la sociedad, su creación, son una cura a esa herida que
separa al hombre de los otros. En la sociedad, el ser humano se siente parte de
los demás. La nación, la religión, la comunidad, la familia, la raza. Todas
estas, y otras miles, son maneras de encontrar a los otros, de reconocernos en
ellos.
Pero
la cura no es total. El lenguaje deriva en el silencio. Y el silencio lleva a
la pregunta: ¿quién eres?
¿Conocemos
en verdad a las personas que nos rodean? ¿Sabemos quiénes son, qué desean, qué
piensan y sienten? Conocemos tan sólo las palabras que ellos nos dicen. Pero,
¿cómo saber que ellas señalan la verdad? Más todavía, ¿cómo saber que lo que
ellos dicen es lo mismo que nosotros entendemos?
Yo
digo noche y cada uno de nosotros evocará una noche particular: la suya; la que
le ha tocado vivir. El hombre; los hombres.
Vivimos
entre fantasmas que tocamos y que, al tocarlos, se desvanecen.
La
cuestión la mayor parte de las veces no se formula con urgencia. En la vida cotidiana, damos por sentado el
sentido de las palabras; la verdad de lo que creemos ser “el mundo”. Pero eso
es porque en realidad los que nos escuchan no nos parecen en verdad
importantes. No importa, por ejemplo, que yo al decir “noche” piense en un
cielo estrellado y en una luna menguante mientras otro piense en esa penumbra
gris de las ciudades y aquel otro evoque al mar oscuro golpeando en una ciudad
amurallada. La palabra “noche” nos basta. Tenemos un sentido primario, muy
esquemático si se quiere, pero que para los motivos que buscamos, basta y
sobra. No es necesaria la verdadera comunicación.
Empero,
cuando aquella persona a la que nos dirigimos realmente es importante para
nosotros, sabemos que las palabras no alcanzan. No me refiero con esto
necesariamente (o exclusivamente) a la persona amada, aunque en este caso es patente
esta situación. Ante la muerte, por ejemplo, tampoco sabemos qué decir. Hablar
con alguien que acaba de perder a un ser querido es uno de los momentos más
difíciles si esa persona es en verdad alguien importante para nosotros. Para
los demás hay frases hechas, hay convenciones, pero para aquellas otras
personas no queda más que el silencio. Cualquier palabra es una palabra de más.
Y querer expresar nuestro sentimiento siempre será un reflejo pálido; un
instante inútil.
Es
en esos momentos, es ante esas personas a las que realmente les damos un
rostro, a las cuales les debemos lo que somos y lo que seremos, cuando el mundo
estable en el que vivimos se derrumba.
La
tragedia es que es con esas personas con las que verdaderamente necesitamos las
palabras. Son esas las únicas personas a las que quisiéramos poder hablar,
conocer. Son esas personas las que nos hacen conocer la soledad. Son esos
momentos cuando necesitamos una puerta fuera de nuestra cárcel.
Es
la paradoja: aquellos con los que compartimos nuestra vida; los que nos dieron
nuestro rostro son al mismo tiempo aquellos que han de dejarnos solos.
El
miedo a la muerte no es tanto al término de nuestro ser, sino el miedo de ser
arrojados a la soledad.
Se
dice mucho que el muerto ya no siente, que los que se quedan son los que
sufren. Un lugar común que esconde mucho más de lo que parece.
El
dolor de perder a una persona que queremos es saber que esa persona nos ha abandonado indefectiblemente. No hay
marcha atrás en el tiempo. El miedo a morir es miedo a saber que aquellas personas que tanto amamos han de seguir sin nosotros; que el mundo continuará su
curso sin nosotros. Que no somos nada
y nunca lo hemos sido.
Que
el mundo se desvanezca es triste; más lo es que aquello que amamos esté
condenado a dejarnos.
Lo
más terrible de la idea de la muerte no estriba sólo en el dejar de ser; sino
en la soledad que por ello queda desenmascarada. Si los demás siguen sin
nosotros; si nosotros seguimos sin ellos, es porque en realidad nunca han sido
parte de nuestro ser. La muerte representa la soledad en su estado más amargo.
El
no a la muerte es a la vez, la negativa al tiempo y al cambio. A la vida.
El
ser humano busca permanecer, busca dejar de estar solo. La permanencia sin los
seres que amamos y conocemos es también una condena.
Una
de las salidas a dicha zozobra es la negación dialéctica, término con el que
Hegel designa a un proceso mucho más fácil de comprender de lo que parece.
La
salida a la cárcel del ser es precisamente negar esas barreras al negar el ser de los otros. Esto sucede porque,
como antes expuse, los otros no son nosotros.
Aquella persona de la que depende mi vida es un ser individual, que existe
independientemente de mí y que, al saberlo, me ha dejado solo. Al saber lo que
no-somos, sabemos que fuera de esta cárcel que es el yo, está un infinito del
que nada conocemos.
Aprehender
a ese otro que está fuera de nosotros
es la cura a la soledad. Atraparlo, hacerlo parte de nuestro ser. Devorarlo,
asimilarlo… o ser devorados. Conocer al otro y que seamos inseparables. Es
anhelo de eternidad; y el anhelo de eternidad es anhelo de salvarse del tiempo
y de la soledad.
El
vértigo del amor culmina en el silencio. El hambre de ser con otro; de ser en otro
culmina en la duda y la desesperanza.
Ante
ese terrible desasosiego, la vía negativa que Hegel explora con penetración espléndida
está abierta. Para evitar esa sensación de soledad, lo más viable consiste en
negar la presencia del otro que, en potencia, podría abandonarme.
El
deseo, si lo concebimos como el ansia de poseer, es, aunque parezca paradójico,
la búsqueda de negar al otro. De negarlo porque la posesión implica la sumisión. Y el sometimiento sólo es posible si antes
negamos la libertad. Poseer es devorar; es convertir al otro en complemento de
nuestro ser; instrumento de nuestros deseos o de nuestros llantos.
Al
poseer lo deseado, evitamos la posibilidad de la soledad pues se entiende que
aquello que nos pertenece no es sin
nosotros. Esto es; es incapaz de dejarnos solos pues sólo existe en relación a
nuestro ser. Más todavía: al hacerlo parte de nosotros, el deseo se extingue:
no deseamos lo que es parte de nosotros, sino precisamente aquello que se nos
rehúsa. Doble negación; negamos la realidad independiente de aquello que
deseamos y negamos el deseo al poseerlo.
La
tragedia circular de este proceso no se nos escapa; tememos a lo otro pues todo lo desconocido es capaz
de herirnos. Y tememos aún más a aquel otro
que amamos porque la herida provocada por su ausencia es aquella por la que nos
abandona la vida: el tiempo. La cura que presenta Hegel estriba en negar la
realidad de aquello otro fuera de
nuestro ser. La negación se cumple al poseer al ser deseado. El deseo, pues, se
cumple y el ser, saciado de sí, se
encuentra en sí mismo.
Pero
si se niega al ser deseado, entonces el deseo desaparece y nada ha cambiado.
Negar al otro, someterlo, consiste no en derribar los muros de la cárcel, sino
en hacerlos más grandes. El proceso vuelve a iniciarse.
Arrojados
al mundo, desolados, descubrimos temblando al otro que, sabemos, refrenda
nuestra soledad. Para evitar que nos abandone, lo sometemos. Sin embargo, al
someterlo, lo negamos y al hacerlo, volvemos al abandono.
Esto
ocurre, según Hegel, una y otra vez. En esto consiste el proceso dialéctico
que, aparentemente infinito, va ensanchando al ser hasta que sus límites
coincidan con los del cosmos. Cuando la criatura deje de serlo y alcance la
negación final, donde el sí y el no se equivalgan, plenos de sí.
El
desarrollo descrito me parece atinado, así sea escéptico de las conclusiones.
No veo por qué la negación habría de detenerse en algún momento ni por qué la
síntesis “final” no habría de generar a su vez su antítesis. Es decir; no veo
por qué en algún momento el deseo habría de satisfacerse, como no sea fuera del
tiempo; en un estado donde la muerte aparezca sin que ya existan los otros.
Para
que el deseo desaparezca se requeriría que el ser haya asimilado todo. Pero en
ese caso (desenlace que me parece poco verosímil), miserable milagro, ha
quedado solo en medio de la nada. No hay ya nada fuera de él por lo que el
tiempo se ha detenido. Es, pero al mismo tiempo ha dejado de ser.
Otra
posibilidad es que en cierto momento, el ser desaparezca sin percibir que
todavía hay otros objetos de deseo (y, bajo está lógica, de dominación), o que
dichos objetos hayan dejado de poseer atractivos. Es una lógica que corresponde
a la de Sade, en donde el disoluto posee, pero no desea; donde la impotencia y
la concupiscencia son ya equivalentes pues se es indiferente a todo. En ese
caso, no sólo se ha escapado de la soledad; se ha escapado de todo. El ser no
ha triunfado: se ha extinto, esclavo de sus posesiones, inerte.
Lo
mismo, pero en forma recíproca puede decirse del sometido. Amo y esclavo son
partes del mismo juego dialéctico y a ambos los animan los mismos propósitos.
El que es esclavo en forma voluntaria,
al negar su yo, niega la división entre él y aquel que lo posee. Se
concibe como objeto: se ha transformado en objeto.
El
impulso a la humillación y a la dependencia no brota de un origen distinto al
apetito de posesión: es su espejo. El que se somete también desea la unión,
pero la busca al ser poseído. Al negarse a sí mismo, se ha salvado de la
soledad. Se ha transformado en parte de aquel que lo domina. Un estado de
estúpida bienaventuranza que no nos es desconocida: obedecer, convertirse en
instrumento, es confortante. Escapamos a la soledad, escapamos también a la
responsabilidad.
Pero
en este caso, también caemos en la contradicción: al negarse, el que ha sido
sometido niega al tiempo, pero niega también su existencia. Ilusión vacua: el
objeto no es el ser que lo posee: es un objeto. Y su existencia ya no es
deseable, sino baladí. Ha perdido ser: se ha, literalmente, deshecho de sí
mismo. No es sino ruido vacío de significado para nadie. Y menos todavía para
sí mismo.
El
que posee niega el ser del otro y termina encerrado en sí mismo; estéril. El
que es poseído busca negarse a sí mismo y al negarse, desaparece, es objeto
entre los objetos; in-significante. En ambos casos, el ser se calla.
Entre
estos dos polos oscila la cura a la soledad. El poder y la sumisión.
Marx
introduce en este punto al dominio de la materia, que para él es la negación
fundamental. No se equivoca, con más que Hegel ya lo hubiera previsto: el
primer paso en esta dialéctica es la negación del universo en su conjunto: sólo
así es posible poseerlo. Nietzsche,
apóstata de Hegel, no escapa tampoco a la lógica del amo y el sirviente, que
formula en términos distintos (aunque no se me escapa que Nietzsche camina en
distintas y muy divergentes sendas).
Desconozco
si el proceso de negación descrito hasta ahora es inevitable en el ser humano.
Constato, no obstante, que no tengo noticia de sociedad alguna, antigua o
moderna, en donde no esté presente de una forma o de otra. La lógica de
dominación no descansa en época, civilización o lugar alguno.
Existen
quienes aseguran que este impulso es innato en los seres humanos; que somos una
especie depredadora del medio y de la sociedad misma. Con todo lo terrible que
esta idea pueda parecerme, no puedo negarla sin bochorno. En tanto que
conscientes de sí (antes de eso, tal conducta no se manifiesta), ya la gran
mayoría de los infantes se deleita con la apropiación de otros seres vivos.
Goza con la tortura, con el poder de devastar lo que somete.
Otros
razonan que eso se debe a que los seres humanos han sido criados en una
sociedad donde la posesión y la sumisión son las actitudes preponderantes ante
el universo.
No
estoy seguro de cuál de las dos partes sea la verdadera; indudablemente la
cultura moderna occidental exalta la lógica de la fuerza y el dominio. Es un
ideal que nos rodea desde el nacimiento. Sin embargo, que en otras sociedades
tales tendencias también estén presentes mina los fundamentos de esta idea.
Me
inclino a creer, empero, que se trata en realidad de ambas cosas. Y procedo a
explicarme.
Sin
importar la cultura en la que hemos nacido, la escisión entre el hombre y el
mundo; entre el hombre y los hombres, es inherente a nuestra condición.
Ante
lo que nos rodea respondemos con miedo: aquello que está fuera de nosotros, exterior
a esa realidad inexplicable que llamamos el “yo”, nos aterra. Antes del deseo de dominio; antes incluso de la
sensación de soledad, nos sabemos arrojados al mundo. Ese es el primer
sentimiento del que es consciente el ser. Descartes partió del “soy”. No se
equivocaba, aunque cabría agregar “no eres lo que soy”. Y lo que está fuera de
esa construcción real o imaginaria, su mera existencia, nos atemoriza.
El
universo todo, pusilánimes y apocados, es para nosotros fuente de dolor. Y ante
el miedo, la actitud natural del ser humano, por la propia conciencia, es
explicarse ese miedo; explicar la existencia de aquello otro.
La
primera forma de apropiarse del universo es el lenguaje; el lenguaje en tanto logos ordena y explica. Explicar corresponde
a iluminar aquello que nos atemoriza, conocer equivale a poseer con el
entendimiento. El conocimiento desinteresado, como alguna vez se llamó a la
ciencia o a la filosofía no es sino una ilusión hipócrita. Una ilusión que
encubre el miedo que preferimos callar.
En
efecto, nuestra sociedad encuentra su base en el proceso de dominación, pero,
por principio, toda civilización entraña ya una dominación artificial sobre el
medio… y sobre los hombres. En el lenguaje, como padre de la sociedad y por
tanto de las relaciones de poder, ya están los gérmenes del Estado: esto es, de
la estructura de poder creada para reglamentar la conducta del ser humano ante
sí mismo, ante la sociedad y ante el universo todo. Continuemos y no se nos
escapará que en el Estado, por más pequeño que sea, por más en germen que se
encuentre, ya late la semilla del totalitarismo pues lo primero que se somete
es a la realidad misma a un orden que no es el del universo (si es que éste
posee orden), sino el del pensamiento humano. Y dado que el ser humano es un
ser social —fuera de la sociedad, apunta Aristóteles, el hombre es una bestia o
un dios—, la situación parece de entrada inevitable.
Por
ello considero que, en efecto, ya en el origen del animal hombre se encuentra
la lógica del sometimiento. Nace ya en esa tautología terrible.
Empero,
debo apuntar que resulta cuando menos digno de interpretar por qué si esto es
así, nunca antes de este momento histórico tal proceso había llegado a amenazar
la existencia misma del ser humano en tanto especie.
Con
esto no me sumo a la insoportable cauda de predicadores del “fin de los
tiempos” y del “peor de los mundos posibles”, no: señalo una realidad que no
enjuicia al presente. No creo que el miedo, los dolores o las incertidumbres
modernas sean peores que en pasados siglos. Tampoco creo que en ese sentido
hayamos “adelantado” nada ni que esto sea posible. Señalo que, eso sí, es la
primera vez que parece posible que
arrastremos en nuestra caída (inevitable en su forma individual, tal vez) a la
especie toda, e incluso, según algunos jactanciosos de las ruinas, a la misma
vida del planeta. Aunque añado, aunque no es el momento de abordar este punto,
que esto último me parece poco probable.
Precisamente
esta pregunta me sirvió como base para pensar que aunque la lógica de dominio y
servidumbre se encuentra en el ser humano mismo (y por tanto, en toda sociedad),
es verdad también que ha sido formada por nuestra civilización moderna
occidental.
Explicaré
mis palabras: me parece que la pulsión de dominio ya preexiste y que es común a
todos los seres humanos. Sin embargo, el hombre no nace constituido de manera
integral. Continuamente se está construyendo. Y uno de los ejes de esa
construcción se llama cultura. Esta de alguna manera es la que pone límites,
encauza y frena esa ominosa propensión.
Puede
parecer paradójico que señale esto de la cultura cuando anteriormente hice un
juicio negativo de la civilización y del Estado (en ciernes o ya constituido).
Pero quisiera separar, así sea de manera artificial, cultura de civilización.
No todo lo que produce la civilización es cultura, si bien toda civilización
nace de una cultura establecida.
Con
cultura en este ensayo me refiero a las distintas actitudes que el ser humano toma ante el mundo
que lo rodea, ante sus semejantes y ante sí mismo; con civilización me referiré a la forma
en que esta cultura cristaliza en un código más o menos concreto: una praxis y
al mismo tiempo un sistema, al menos en potencia. La cultura de los indios
americanos, la del huichol, por ejemplo, comprende su forma de concebir al
cosmos, a la naturaleza, a los miembros de su comunidad y a los otros. Es una
visión integral. Empero, a lo largo del tiempo, esa visión ha cristalizado de
maneras distintas; en distintos códigos y prácticas, de acuerdo a sus
condiciones históricas (aunque la frase sea occidental, no encuentro otra más
exacta). Otro ejemplo: los diversos pueblos mayenses a pesar de tener una base
cultural más o menos compartida, a lo largo de su territorio y del tiempo han
formado distintas civilizaciones. No es lo mismo la sociedad teocrática
guerrera de los mayas clásicos que los de los actuales mayas de Yucatán, tampoco
la de estos últimos y la de los lacandones (con todo y su palmario parentesco
lingüístico) por más que entre sus cosmovisiones culturales haya continuidad.
Por
cierto, no considero que los pueblos nómadas carezcan de civilización —ni
siquiera de Estado en tanto autoridad y mando—, sino que la suya se despliega
de otra manera y la jefatura es mucho más flexible y laxa. No hay pueblo alguno
que desconozca del todo la lógica de dominación puesto que la vida en sociedad
exige reglas y éstas se aplican, por más benignas que sean, de manera punitiva,
lo que exige una jefatura, así sea relativa y débil. Ello, empero, no significa
que las civilizaciones sean iguales ni que sea ni posible ni provechoso hacer
una tabula rasa a todas ellas, como advertiré a continuación.
No
niego, además, la imbricación más que orgánica entre cultura y civilización,
señalo algunas diferencias que me servirán para establecer mi argumento.
Si
la lógica de dominación es inseparable del ser humano (porque todo ser humano
es consciente y la conciencia trae consigo el sentimiento de aislamiento), su
cultura determinará en qué manera ese instinto habrá de encauzarse y qué
límites tendrá. Se despliega en la cultura una serie de valoraciones acerca de
lo justo y lo indebido; lo posible y lo improbable; lo asequible y lo
inalcanzable; lo sagrado y lo profano. Advierto que esto lo expongo aquí con
fines prácticos en una muy esbozada lógica binaria que aunque efectiva, en
realidad es mucho más sutil y sus concepciones varían considerablemente de
cultura a cultura.
Bien,
en la mayoría de estas culturas, el impulso de dominación ha sido encauzado
dentro de ciertos límites. No se niega (tanto sería negar al ser humano), sino
que se controla y lleva a determinados cauces. Se señalan sus fines.
De
alguna manera lo mismo hace la cultura occidental: es lícito poseer y dominar;
es ilícito, en cambio, que ese dominio ponga en peligro la vida de alguno de
los involucrados.
Sin
embargo, en el caso de la civilización occidental, desde hace cientos de años
se empezaron a expandir esos límites por la forma en que evolucionó el
pensamiento de su cultura. Los filósofos griegos defenestraron a los dioses y,
con ello, despoblaron al universo. Éste dejó de ser un territorio arcano, digno
de respeto, temor, admiración o fascinación y se convirtió en objeto. Además,
el platonismo separó de manera tajante al cuerpo del alma y consideró al
primero inferior o pernicioso. Empero, la idea griega dejaba de lado la noción
de utilidad en el sentido moderno: el universo era escala en la contemplación
de las formas eternas según Platón; según Aristóteles, camino y formador indispensable
del conocimiento.
El
monoteísmo abrahámico, la otra fuente de donde abreva occidente, aunque no hace
en un principio la separación radical del cuerpo y el espíritu, sí ha
desacralizado a la naturaleza. Dios no es naturaleza: Dios es imagen del hombre
y es cultura. Al mismo tiempo, uno de los mandamientos de ese Dios es humanizar
al mundo: poblarlo, nombrarlo, conocerlo; dominarlo.
El
cristianismo medieval fue un compromiso entre el monoteísmo judío y la
filosofía griega, pero introdujo un tercer término: la encarnación. Además, con
todo lo criticable que pueda ser la actitud de la Iglesia cristiana medieval,
la propagación de la fe cristiana no fue sectaria, sino sincrética. No aniquiló
los antiguos cultos y visiones; los atrajo y absorbió siempre y cuando no
negasen la verdad evangélica.
La
cultura no se uniformó ni desaparecieron del todo los antiguos cultos y
visiones sobre la naturaleza: se integraron en un tenso y a veces forzado
equilibrio. Un equilibrio que descansó en un absurdo para la mentalidad
filosófica griega: la de un mediador; la de un dios que es espíritu y que, sin
embargo, es al mismo tiempo, carne.
Con
la modernidad y la caída irrevocable del dios encarnado, occidente puso fin a
ese límite y a ese equilibrio.
Algunos,
no sin cierta razón, considerarán que con la llamada secularización de la
sociedad (que no de la cultura, al menos no enteramente) se rompieron las barreras
que impedían el progreso del ser humano. Es verdad, si llamamos progreso a la
dominación del medio por el hombre. Es verdad no tanto (o mejor, no sólo) por
las trabas a la investigación científica o a la crítica a las verdades
dogmáticas que imponía la Iglesia, sino porque al negar la verdad del dios
creador, se niega de una vez todo vestigio de lo sagrado en la creación. Si
para Santo Tomás —siguiendo a Aristóteles, quien palió la dicotomía platónica—
el universo de lo visible era una escala en la contemplación de lo divino y a
través de sus criaturas se percibía la gloria de Dios; para el moderno, al no
haber Dios, el universo se ha convertido tan sólo en cifra desnuda de sentido.
El sentido lo hace el ser humano: verdadero dios hecho carne, la humanidad da
sentido al cosmos al explicarlo y dominarlo; dos disfraces de la misma
lógica: las cosas deben su valor a la posibilidad de explicarlas,
aprovecharlas; poseerlas.
En
otras palabras, el Occidente moderno ha roto con todas las barreras que frenaban
la explotación del medio: para él explotar es precisamente lo que da razón de
ser al mundo. Y al hombre.
Esto
no significa, subrayo, que otras civilizaciones no aprovechen el medio ni que
el impulso a apoderarse de él sea en ellas inexistente. Toda sociedad sojuzga a
la naturaleza, establece un orden distinto al del cosmos. Ordena, categoriza,
valora; impone[1].
Empero,
establece límites a tal dominio. La cultura occidental ha roto cualquiera de
esos límites porque para ella el valor supremo es precisamente el poder. El
poder y el dominio.
No
es tiempo de discutir si los límites que otras culturas establecen al dominio
sobre el medio son fruto del temor irracional; a un conocimiento heredado por
sus antepasados o a una sabiduría inconsciente. Lo cierto es que hoy
descubrimos que estos límites no eran desatinados. Mitos como el de los dueños
de la tierra en Mesoamérica o imágenes como el de las diosas de la cosecha
señalan sucesos que hoy los científicos formulan con un lenguaje distinto: el
complejo y delicado equilibrio en la naturaleza; las consecuencias de alterar
dicho equilibrio. El continuum entre lo animado y lo inanimado, entre el hombre
y la naturaleza.
Si
pasamos del ámbito natural al social, advertiremos que la forma en que
Occidente trata a la naturaleza es análoga a la que mantiene con los seres
humanos.
En
este caso, los occidentales solemos vanagloriarnos de nuestros valores
sociales. «Al menos en eso», solemos repetirnos, «sí hemos avanzado respecto a
otras civilizaciones».
En
efecto, en Occidente no hay sacrificios humanos, tampoco lapidaciones, linchamientos rituales o castigos corporales
excesivos. O, al menos, no son bien vistos.
Acepto
de buen grado que ese tipo de ferocidad está ausente en Occidente. El crimen
pasional, ritual o “irracional” es censurable en una sociedad que se mide con
la lógica de la utilidad y del poder. En otras palabras: si esos crímenes nos
parecen reprobables es simplemente porque son cometidos en nombre de unos
valores que no compartimos, que nos parecen ilusorios. Porque no derivan en
ningún provecho.
En
cambio, cuando el asesinato de miles se justifica en nombre de la razón; de la
nación o del progreso (todos ellos, máscaras del verdadero dios: el poder), no
nos alarma de la misma manera. El despido de miles de empleados, arrojados a la
indigencia y a la impotencia, en nombre de las variables económicas del mercado
incluso nos puede parecer saludable. Para una sociedad que venera al poder, la
única manera de valorar lo bueno y lo malo es en razón de la utilidad. Lo
“bueno” es lo que nos permite aprovechar más, aumentar las ganancias; conservar
el poder sobre el mundo; sobre los hombres.
Si
pasamos del ámbito público al privado, la cuestión no es menos sino más
evidente. El “mejor” es aquel que posee más; el mejor es el que tiene más
poder. La hombría (y cada vez más, la femineidad) se mide por el número de
conquistas del individuo. Lo mejor no es lo más durable ni lo más útil ni lo
más bello, sino lo más caro o lo más abundante.
¿Por
qué amamos poseer? Porque con ello
validamos que tenemos más poder que los demás y que, en consecuencia, nuestro
poder los subyuga.
Pero
aunque lo parezca, esto no sólo aplica en la esfera de las relaciones políticas
y económicas. La forma en que concebimos a nuestras parejas sentimentales es
otra (donde la forma de dominación a veces alcanza formas brutales). La
valoración intelectual y en ocasiones hasta artística puede fácilmente ser
expuesta en estos términos (el mejor artista es el que más ha expuesto su obra;
la obra intelectual se mide en razón de tener más ediciones o mayor alcance).
En
otra esfera, el fetichismo por ciertos objetos (desde el oro hasta los
artículos de lujo como el mentado bukanitas) estriba en que uno pude poseerlos
y otro no. Esto lleva al deseo; el deseo, a la relación entre sometido y
dominador. Al tener lo que otros no pueden establecemos una relación erótica de
signo negativo por una ecuación elemental. Deseo conlleva relación física y
psíquica; esa relación en este contexto lleva a otra: el deseo da poder sobre
el otro. Y a través de ese poder, lo negamos.
Al
final, el mundo moderno encarna de manera patente, aunque frívola, la lógica de
posesión-servidumbre de Hegel. Todo es objeto, incluyendo a nuestros
semejantes, y nuestra manera de valorar está en razón de los objetos que
podemos poseer.
Paradójicamente
(de nuevo siguiendo las observaciones iniciales sobre Hegel), si medimos
nuestra significación a partir de aquello que podemos poseer, terminamos
debiéndole nuestro ser a éste. Somos
creación de nuestras pertenencias; sus esclavos. Culmina en lo que antes llamé
un solipsismo sadiano y en su miseria: quien domina, al ser indiferente a los objetos que posee,
acaba atado a esos objetos.
¿De
qué manera se puede calificar a alguien o algo que es originado por objetos?
Objeto entre objetos, el que posee y el sometido terminan siendo lo mismo. Son
objetos entre los otros objetos: in-significantes.
La
ferocidad occidental no es ritual ni pasional; es lógica; es objetiva. Pero,
objetos entre otros objetos, somos usados, explotados y desechados con la misma
premura. Y con la misma indiferencia.
Es
hipócrita ya glorificarnos de nuestra civilización. Acaso no hemos descubierto
en cuanto a relaciones humanas sino otra forma de depredación, menos ostentosa
en lo general, pero en más efectiva (porque en este texto no quise recurrir a
las evidencias trilladas de las guerras, holocaustos, campos de concentración y
demás “progresos”).
Insisto:
con esto no pregono una supremacía de otras culturas sobre la occidental.
Entrar en la Historia es presenciar un desfile de fenómenos; de crímenes. Una
civilización sin jefes y sin siervos es ajena a los seres humanos precisamente
porque la lógica del amo-esclavo es natural a la conciencia; es una salida
—falsa, si se quiere— a la soledad, a la alienación. Lo que sí señalo es que la
crítica a Occidente es una tarea inaplazable dado que la lógica seguida por
ésta, la civilización que en este momento parece triunfante en todo el mundo,
descansa en un equívoco que nos afecta a todos. Las consecuencias de su actitud
ante la naturaleza son intolerables ya. Por no hablar de la degradación que ha
traído a las almas; a las relaciones humanas, a las ciencias (reducidas a
agentes para la consecución del poder) y a las artes (convertidas en objetos de
apropiación en esta lógica).
¿Es
posible escapar de la vía señalada por Hegel; la que afirma a partir de una
negación inicial? No lo sé. Me parece que en tanto seres humanos, es imposible
desprendernos de ella del todo. La respuesta estaría más allá de los hombres:
en el santo o la bestia: antes o después del lenguaje.
Pero
entonces ya no hablaríamos de hombres. Ése es un camino que al mismo tiempo me
admira y me aterra. Me admira porque creo que es una labor que cada hombre debe
intentar al menos: es la culminación quizá nunca posible (y eso sí, siempre
cambiante) de esa construcción que llamamos vida. Me aterra porque nunca
faltarán iluminados que pretendan redimir al mundo imponiendo por la fuerza sus
verdades: ingenieros de almas.
De
cualquier manera, ¿hay por lo menos otra manera de relacionarse con el mundo y
con los hombres en tanto que seres humanos? A pesar de pecar de optimista, creo
que sí[2].
La vía negativa no es la única, así sea la que, al parecer, entraña menos
riesgos y más recompensas (aunque se nos revelen como ilusorias). La
contemplación no siempre lleva al deseo de posesión, sino también al anhelo de
comunión.
La
comunión y la posesión se asemejan en aparecer como relaciones que el ser
establece con lo otro, pero las
diferencias terminan ahí. En la comunión ya sea estética, religiosa o
filosófica (que, probablemente, tienen un origen común) está ausente el deseo
de poseer y en cambio, surge el reconocimiento; el asombro ante el mundo y ante
lo que se presenta como una identificación del ser en el otro; en lo otro. Una
identificación efímera, probablemente, pero que en cierta manera da realidad en esos breves instantes a
nuestra existencia.
La
ciencia misma, lejos de ser una esclava del mundo occidental, nació también de
esa admiración ante el cosmos, si bien la ideología de nuestro mundo ha
convencido a muchos que explicar los mecanismos equivale a poseer la llave del ser y la han sometido al poder.
La
comunión puede manifestarse como arte, mística, rito, fiesta, amor, erótica. Es
la respuesta a la vía negativa aquí expuesta, su otra cara: un sendero que
todas las civilizaciones han mantenido abierto y que explica que no todo en la
historia haya sido matanza y desdicha. Un sendero que, esa es su tragedia culmina
en un instante para después desvanecerse. No niega al tiempo: lo descubre: vive
en él y lo re-presenta.
Pienso
que el diálogo entre estas dos vías apenas esquematizadas en este ensayo ha
dado fecundidad a las civilizaciones y culturas. El rito sirvió para unir lo
que la sociedad separaba; la fiesta, el carnaval, la locura sagrada, fueron formas de una lógica que mantuvo la salud de todas las sociedades. En Occidente,
la fiesta medieval fue la otra cara del adusto cristianismo; a la implacable y
repugnante ley moral de las iglesias cristianas se le contrapuso el amor del
crucificado; a las castas en la India, los amores de Krishna y Radha; a las feroces
teocracias guerreras mesoamericanas, la diosa terrenal, la madrecita, que
recibe y absorbe; a Confucio, Lao-tse. A la razón depredadora; la risa y el
asombro.
La
nostalgia es inevitable, pero pretender reestablecer alguno de esos diálogos
antiguos es imposible y en ocasiones, peligroso. Los totalitarismos nacen de
epifanías del pasado o del futuro. Además, muchos de dichos diálogos nos son enteramente
lejanos. No se puede revivir a Dios, señaló Nietzsche.
Lo
que sí creo posible (aunque tal vez sea una esperanza infundada) es reiniciar
ese diálogo: encontrar nuevos límites, percibir lo sagrado y respetarlo. La
belleza lleva a la veneración; la veneración, al respeto. Si, como nos dice la
ciencia moderna (y, antes que ella, los poetas), todo está en constante
comunicación tanto biológica como físicamente, entonces las verdades míticas de
nuestros antepasados eran ciertas. No podemos revivirlas, pero sí traducirlas a
nuestro lenguaje actual: recrear lo sagrado en cada instante.
Éste,
creo, será en todo caso una visión interna; individual. ¿De qué sirven las
campañas en favor de la ecología, de la democracia y de la tolerancia en un
mundo obsesionado con el poder? El gobierno, la educación, los medios,
hipócritamente pregonan estos valores cuando en la práctica siguen venerando y
publicitando al dios del poder que produce dividendos jugosos. ¿A quién puede
sorprender que cientos en nuestro país o en cualquier otro veneren a las armas
(símbolo de poder) o al dinero (poder socializado). ¿A quién, que una
generación vea en el narcotráfico o la violencia una forma válida de ser
“importante”, si se pregona que fuera del poder y el dinero nada hay realmente
válido y real? Que la pobreza, la
generosidad, el respeto propio o a los otros son sólo palabras huecas sin nada
valioso. El cambio no vendrá, si viene, de los gobiernos, sino de los
individuos.
Este
cambio cultural, de darse, por supuesto cristalizará en una civilización (es
inevitable, el ser humano es social y como dije al principio de este ensayo, no
puede negar la situación de dominio). La tarea, sin embargo, es crear una
sociedad lo más justa que podamos, lo menos represiva que nuestra imaginación
alcance. Inevitable es que en ésta aparezcan nuevos crímenes e iniquidades (los
hombres son falibles). Hay que juzgar a todos los paraísos en la tierra y las
utopías históricas (el paraíso, en todo caso, es un instante tan sólo; siempre
un instante). Juzgarlos, no negar el valor presente en ellas; su generosidad.
Como no hay sociedad perfecta, lo único posible es mantener presente la única
forma de censurarla, de re-crearla, de corregirla (sin un término, sin una
perfección; movimiento): la crítica y la imaginación.
La
sociedad es invención, pero está fundada por los hombres que son creación y
crítica. Hay en ellos, además, más que la colectividad. Es imposible escapar a
ella, pero nuestra vida, nuestra verdadera vida, es ajena a la sociedad. Es un
instante bajo la sombra, el camino; un cuerpo, una sonrisa en las mañanas. Es
ese instante que llega y se desvanece.
Es
ese el camino que cada uno debe recorrer. Un camino sin término y quizá sin
punto final. El de la libertad, el más peligroso de todos. El camino de
construirse[3].
Un
camino que libremente los seres humanos habremos de elegir. Los seres humanos u
otro ser que tome las riendas donde las dejamos.
[1] Ello explica por qué al contacto con Occidente, muchas culturas sucumben.
Ninguna de ellas es enteramente ajena a la lógica de dominación del medio y de
los hombres. Habían establecido límites a la explotación de la naturaleza, pero
las naciones occidentales violan una y otra vez dichos límites al parecer sin
las sanciones previstas. El capitalista tira el bosque sagrado y los espíritus
no lo castigan; rompe las leyes de pureza y no parece afectarle en lo más
mínimo. Viola impunemente las leyes conocidas. Si no más sabio, sí parece más
poderoso. Y, así, su poder es digno de envidia; su forma de ser, imitable. Hoy,
cuando las consecuencias de dicha explotación están a la vista de todos, podría
ser el momento en que se revaloricen los conocimientos y prácticas de estas
culturas. Lamentablemente, los medios son más poderosos que la reflexión, el
análisis o la tradición y, a pesar de todo, las maneras occidentales, que han
mostrado estrellarse contra un muro, siguen siendo el modelo universal, tanto
para los políticos en turno y para las grandes masas, como para los mismos
pueblos de culturas hoy minoritarias. Es natural: la educación (que sigue, a
pesar de todo, siendo eurocéntrica), las misiones religiosas (que prometen con
la conversión una “mejor vida”; curiosa inversión de los términos religiosos
tradicionales en Occidente) y sobre todo la televisión imponen el mensaje de
nuestra sociedad: tener es lo único que vale; el poder es la medida del valor.
[2]
Un dato interesante es que aunque las relaciones de poder en efecto son
universales; no lo son las valoraciones que de ellas se siguen. Por ejemplo, la
mayor parte de los pueblos nómadas no valoran la posesión de objetos que
conciben no como dignos de ambición, sino como cargas que hay que evitar en la
medida de lo posible. Pongo este ejemplo porque cristaliza en una cultura y
civilización; no se trata de ejemplos individuales: de palabras de filósofos o
santos. Ni Thoreau ni Lao-tse ni Diógenes ni San Francisco de Asís: una
colectividad. Eso muestra que ni el ser humano ni sus sociedades están
enteramente constituidos.
[3]
Alguna vez, emocionado, lo dije con otras palabras “lo único que vale en esta
vida es ser santo”. No me desdigo, uso otras palabras para evitar que se
interprete esto como un llamado a la vida religiosa entendida esta dentro de
una Iglesia. Santidad, creo yo, es un
término que se refiere a otra cosa ajena a las instituciones: a participar del
cosmos; a participar de lo sagrado.